Sumergido un día más en la vorágine a la que hoy resulta
natural tender cuando, ya sea de manera consciente o inconsciente, tratas de
conducir tus esfuerzos en aras de dilucidar la naturaleza del papel que te ha sido encomendado en esa frugal representación a la que ha
quedado reducido el otrora conocido como acto
de vivir; resulta de vital importancia constatar, siquiera de manera
ilusoria, que somos dueños si no de nuestro espacio, ni del proceder que de
nosotros se espera; sí al menos de la respuesta a la otra pregunta estructural,
y por ello eternamente presente: ¿se
inscribe nuestra esperanza a la conciencia de presente en la que la
constatación de nuestro presente nos permite hablar de un presente?
El presente no existe, constituye a lo sumo una amable ficción. Es el presente poco más
que la respuesta subjetiva, a la
certera ausencia de algo subjetivo.
Otros, desde el sosiego y por supuesto desde el
conocimiento, lo intuyeron. Descartes incluso teorizó sobre ello, o al menos lo
hizo sobre lo que bien podría suponer el tener nociones absolutas de que en
realidad nada, absolutamente nada, puede en realidad merecer el trato de absoluto. ¿Dónde ubicar si no su trabajo?
En relación a la realidad, aceptando como tal el contexto en el que con más
fuerza retumba el eco de lo que con satisfacción determinamos como tal; nada,
absolutamente nada, puede apuntalar con absoluta certeza el que solo por criterio de acto convenido, hemos decidido
aceptar como el edificio destinado a
albergar todo nuestro conocimiento, incluyendo en tal catálogo de
conocimiento incluso el que de nosotros mismos tenemos.
Realidad y percepción nos envuelven y rodean una vez más.
Podría llegarse a decir que el propio paso del tiempo queda así postergado a la
percepción de tránsito al que el individuo se ve sometido cuando la zozobra,
enésima forma de duda, le lleva a transitar por la paradoja de la desazón a la
que el aspirante al premio que supone alcanzar la comprensión siquiera parcial
de los hechos de los que es testigo, choca con la limitación que en forma de
tiempo se instala en todos nosotros. Limitación perversa pues solo el tiempo perdido nos hace
conocedores del dolor de nuestra mayor pena, la que procede de saber que
caminar, sea o no con el sentido procedente de saber, adquiere su valía en tanto que supone consumir la vida en
forma de esa metáfora en la que se erige cada uno de esos pasos. Es andar así,
lo mismo que vivir.
Pero es el hombre en
tanto que tal, paradójico en sí mismo. Redundante aun a pesar de saberse
condenado a dejarse algo. Buscador de
la perfección a pesar de albergar en su concepción el gen de lo erróneo; hace
de su capacidad para intuir la mejor
de las armas, pues al bastarle con intuir (una noción imperfecta de saber, pues
lo intuido refrenda a menudo poco más que lo que antaño fue terreno de lo
soñado), puede en realidad abrirse a la
disposición para aceptar lo que en sí mismo no puede ser netamente comprendido.
Es así que al estarnos hoy vedada la comprensión del
concepto, habremos de extender la primacía de nuestros delirios, anfitriones
amables y leales siempre dispuestos a ayudarnos a recoger los restos de nuestro
magullado orgullo cuando el fracaso nos traslada de golpe a nuestra cita con la
realidad.
Pero el fracaso no existe, no al menos en el sentido en el
que la mayoría lo entiende. No es el fracaso algo malo o negativo. De hecho el
fracaso, como mera percepción, ni siquiera es.
No temáis pues al fracaso, temed más bien a aquellos que mediante su uso,
como arma arrojadiza en la mayoría de ocasiones, han bregado activamente para
imprimir en vosotros un efecto con el que en principio el concepto en absoluto
contaba.
De hecho el fracaso es malo. De no ser así, múltiples serían
los dramas que adoptando la forma de tiempo
perdido, nos enfrentarían a la cruel realidad por medio de la cual entender
que solo desde la aceptación del fracaso podemos asumir pasos como el abandono
de caminos ciegos o cerrados en cuyo
tratamiento más que perseverar de manera constructiva, a lo sumo ocupan nuestra
vida de manera estéril, mostrándose la negrura que la percepción del fracaso
conjuga hoy, como la luz llamada a iluminar un nuevo proceder mañana…
Es por ello que el presente no existe. Constituye, a lo
sumo, una percepción. La destinada a valorar el efecto que describe la validez
de un procedimiento destinado a separar un acontecimiento ubicado en lo que por
consenso hemos denominado pasado, con otro potencialmente
estacionado en lo que da forma a nuestra ilusiones, el mal llamado futuro.
Queda así pues el presente reducido a la constatación del
hecho que materializa nuestro proceder.
Es proceder redundar entre conceptos. Por ello, como Freud
advierte, podemos recordar hechos
futuros. Tal vez porque vivir es transitar y ¿quién puede entonces
convencernos de que la nieve presente en este camino no ha sido en realidad ya
horadada por los pasos de algún viajero
intrépido? Incluso de haber sido nuestra huella la que ya estaba impresa en
esa nieve, la fuerza con la que la costumbre nos ha imbricado en lo que
llamamos percepción de la realidad actuaría
para escamotearnos una percepción que de ser cierta, si bien al principio
supondría un trauma (cuántos de los verdaderamente considerados dignos de ser
mentados como conocimientos estructurales no lo han supuesto en principio),
acabaría luego dando paso a una nueva estructura lógica.
En consonancia con lo expuesto, el aparente reconocimiento
de lógicas coherentes con el presente, ubicadas en el seno de estructuras
instaladas en el pasado no solo no constituye una actitud errónea, sino que el
no hacerlo podría responder a una vulgar muestra de orgullo llamado a
identificar lo que algunos denominan egocentrismo
destructivo.
Adoptamos pues la postura de niño a la
que Nietzsche nos lleva cuando define la predisposición para
el aprendizaje; y reconozcamos en el absolutismo
del dogmático pasado, una pista más a partir de la cual superar el relativismo de nuestro presente.
La coronación de Carlos I como Rey de los Romanos, hecho que
se produce en Aquisgrán, el 23 de octubre de 1520, se erige en el primero, a la
par que en lo que concierne al correcto proceder, requisito imprescindible para
que el mencionado Carlos I vez cumplida la que en apariencia es la mayor de sus
ilusiones: Ser nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico; lo que de
manera efectiva se producirá tres días después.
Tal episodio será reconocido directa o indirectamente como
trascendental, pues sus consecuencias, tanto en reacción directa, como a modo
de consecuencia indirecta, se mostrarán imprescindibles a la hora de entender
cuando no de interpretar la evolución de la Historia de España. Y no solo de la
que se circunscribe a tales años, sino que tal y como puede entenderse, tanto
los procesos previos a tal hecho, como las consecuencias que el mismo tuvieron
para la trascendencia de España, se verán o intuirán hasta muchos años después
de lo que una lectura objetiva de variables puede llegar a hacer comprensible.
Si bien múltiples han sido las ocasiones en las que de
manera más o menos directa hemos hecho mención tanto a la circunstancia en sí
misma, como a las consecuencias cuando no repercusiones que tanto en materia de
Política Interior como fundamentalmente en materia de Política Exterior tal
suceso provocó; lo cierto es que en contadas, cuando no abiertamente en
ninguna, hemos podido detenernos con el fin de analizar el hecho en tanto que tal.
Construido sobre la metáfora de cimiento de un edificio
llamado a erigirse sobre las cenizas de la estructura superada, a saber el Imperio Carolingio; el Heiliges
Römisches Reich; en latín Sacrum Romanum Imperium o Sacrum
Imperium Romanum (Para
diferenciarlo del conocido como Reich Alemán) se identifica con la obsoleta
aunque como la historia demuestra nunca suficientemente superada certeza de que
será Alemania la llamada a erigirse en única competente para recomponer el
que con el tiempo podremos denominar Proyecto Europeo. Es por ello que
habrá de ser siempre un Príncipe Alemán el que habrá de estar al frente de una
idea con marcado carácter de súper-estructura, que hunde sus raíces en la Edad Media , y que se
mantiene como entidad siquiera teórica hasta nada más y nada menos que 1806.
Erigido sobre cánones de unidad,
el Sacro Imperio redunda en sí mismo en una serie de condicionantes expresos
destinados a albergar, ya sea en momentos de gran preeminencia, como pueden ser
los asumidos precisamente bajo los designios del propio Carlos I, o en otros de
especial debilidad, como los identificados con la sucesión de crisis que pueden
identificarse con el colapso que faculta para la identificación en Europa del
fin de la Edad Moderna.
Como tal, el Sacro Imperio
constituye en sí mismo y por primera vez una propuesta que va más allá de los
límites que las fronteras imponen. Llamado a identificarse como el marco
referencial al cual referir pensamientos que de haberse mantenido en el plano
de lo hipotético que en esencia es propio de lo teórico; lo factual de
su existencia posibilita que consideraciones llamadas a priori a caer en el
olvido por su aparente ausencia de competencia material, no solo sean
consideradas, sino que incluso lleguen a fructificar erigiéndose a su vez en
los pilares llamados a soportar algunas de las que hoy son nuestras
realidades más preciosas.
Presenta el Sacro Imperio un
marco teórico que en materia económica teoriza y faculta las que serán líneas
maestras llamadas a ser el germen de un proyecto de colaboración supra-nacional
sobre el que se apoya nada más y nada menos que el surgimiento de una nueva Clase
Social. El auge de la Burguesía, así como su inapelable efecto en todo lo
que habrá de venir, se halla inexorablemente vinculado al desarrollo de
una actividad, la comercial, que poco o nada hubiera sido de no haber logrado
la confianza que el Sacro Imperio supone, derribar los visos y desconfianzas
que las naciones, defensoras y legítimamente proteccionistas a priori,
presentaban.
Y si la propuesta económica es
magistral, qué decir de la opción política. Solo desde la negativa que
la esencia del Sacro Imperio constituye en tanto que tal a la hora de siquiera
teorizar en lo concerniente a la posibilidad de convertirse alguna vez en un
solo estado, permite a los distintos miembros relajarse en pos de un bien
común. La ausencia de la amenaza de fagocitación permite que la
búsqueda del premio común no se vea alterada por acciones prosaicas llamadas a
ocultar rencillas nacionalistas.
Y finalizando, tal vez porque
como ha quedado demostrado se trata de la variable más substancial, el Hecho
Religioso.
Desde su creación, con la
coronación como emperador de Otón I, en el 962; hasta su colapso con la
Declaración del Rhin de 1806, materializada en la abdicación de Francisco II,
de la que acaban de cumplirse doscientos años; el Sacro Imperio Romano
Germánico siempre ha hecho de la religión, y más concretamente de su
adscripción al Cristianismo el mayor de sus elementos de cohesión.
Como tal, o tal vez por ello, ha
sufrido, experimentado y reforzado con cada una de las crisis de religión que
tal corriente ha sufrido en el seno del continente.
Católicos desde su creación hasta
la caída de Carlos I, la
denominada Paz de Augsburgo impone desde 1556 la corriente Luterana ;
la cual aguantará hasta la Paz de Westfalia, que en 1648 introduce la reforma del
Calvinismo.
Sea como fuere, y ajeno a
interpretaciones, el Sacro Imperio Romano Germánico es sin duda el elemento
substancial llamado otrora a proteger la extraña convicción, por otro lado hoy
absoluta certeza, en base a la cual la concepciode una Europa Unida ha sido
siempre el único camino. Tan seguro como que los ríos, amén de su calado,
acaban siempre en el mar.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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