Resulta una evidencia, la cual por otro lado crece a medida
que pasa el tiempo, la que procede de constatar en qué medida el proceso de dar por sentado el valor de las cosas crece
de manera directamente proporcional al algoritmo que responde a la pregunta
versada en el cuánto hubo de ponerse en
riesgo para llevar a cabo digamos, su conquista. Aceptando la presente
tesitura como demostración potestativa del
principio que enunciado afirma que solo podemos comprar aquello de lo que
creemos conocer su precio, pues lo que realmente posee valor no puede sino ser
conquistado; es como más que comprender sufrimos la toma por asalto de toda una carga de consideraciones que ya haya
sido por descuido, por desafección, o incluso por una hábil combinación de esos
y de parecidos factores, ha acabado por redundar en lo que bien podríamos
describir cuando no abiertamente refrendar como el colapso de una época.
Y hoy vivimos una de esas épocas. No ya carentes de
principios, sino alejados de las bases que, imprescindibles nos guían hacia sus
consecuencias; abotargados de procedimientos, pero despojados completamente de
las tasas de valoración imprescindibles para
evitar que los mismos se vean reducidos a protocolos
inútiles, el presente, o por ser más precisos el contexto espacio temporal
en el que se desarrolla nuestro devenir, se enfrenta a una serie de
dificultades cuya intensidad y magnitud no ha tenido igual en tiempos
pretéritos. Y una de las claves de tal circunstancia bien podría entenderse
precisamente a partir de la incapacidad que hoy demostramos hacia todo lo que
tiene a bien erigirse desde el pasado; reflejando con ello muy probablemente
nuestra incapacidad para dilucidar la natural proyección hacia delante de la que
todo procedimiento histórico está inexorablemente dotado.
Es por ello que cada vez que dentro de la mal llamada
actualidad me encuentro con manifestaciones de indolencia o de ignorancia, lo
que realmente me preocupa es la cesión que se esconde tras la abierta apuesta
en pro del éxito de los condicionantes nihilistas
que evidentemente substancia la base de todos los que, ya sea de manera
consensuada o fortuita, se predisponen de forma marcadamente empecinada en aras
de negar maliciosamente la realidad.
Dentro del actual sin
vivir en el que parece nos hemos instalado, muchas son las cuestiones que
de manera más o menos consciente nos abruman toda vez que las mismas parecen
alimentadas de un mismo y único proceder, el que a su vez procede de observar
en qué medida nos hemos empeñado no ya en no ver, como sí más bien en negar lo
que vemos.
No tanto el ver, sino más bien el comprender aquello que
vemos (lo que supone superar el mero proceso de la sensación, para trascender
al de la comprensión racional), se resume o tal vez sea más adecuado decir se
articula en torno a un proceso que en el caso que hoy nos ocupa pasa por la
doble vertiente de tener que consensuar conceptos, procedimientos, y lo que es
más complicado incluso aptitudes; aparentemente carentes de coordinación
previa. Pero cuando comprobamos hasta qué punto la esencia, no digamos ya la
naturaleza del debate, concierne o se
reduce a maniobrar en pos de si un representante político (no lo olvidemos,
alguien sobre cuyos hombros descansa la responsabilidad de una gran cantidad de
personas, la cual se cuantifica en una cantidad que no es menor en todo caso de
cuantos le votaron) se conduce de manera o no adecuada cuando decide rechazar,
en lo que ya es la segunda ocasión, la posibilidad de reunirse con el resto de
representantes del Estado Español en una fecha que no digo ya haya de
compartirse, mas cuando menos exige de nuestro respeto; lo que está haciendo no
es plantar cara a una indefinida tesis absolutista, ni está defendiendo el
derecho a no ser de una u otra
comunidad supuestamente oprimida por los
que supuestamente sí que son. Lo que está haciendo es dar una tremenda
lección de manipulación, pues de lo que estoy seguro es del absoluto dominio que tanto de los
tiempos, como por supuesto de las consecuencias a ellos ligadas tiene. Y ello
le priva del poderse aplicar la eximente de ignorancia, lo que en este caso no
hace sino elevar a no conmutable, la pena de la que se hace acreedor.
Fruto, como todos los demás de un país de pancistas, podemos generalizar al
respecto de comprobar hasta qué punto más que vivir, nos deslizamos por una
suerte de pista que metafóricamente argüimos en pos de lo que llamamos el continuo espacio-tiempo, todo ello
dentro de la ilusoria ficción propia de convertir en deseo lo que no nos aporta
la realidad.
Dentro de este proceso, que tiene muchos otros componentes,
alguno de los cuales son el concebir que la
guerra a lo largo de la Historia ha sido algo desdeñable, o que en realidad
los buenos ganan porque son absolutamente
buenos, necesitando para ello hacer ostentación de su fuerza precisamente a
partir de la resistencia que la maldad propia de los considerados malos, acude en
su ayuda demostrando siquiera en el marco de lo teórico tales consideraciones;
lo único cierto es que lo que se esconde tras esta pantomima, a saber el
triunfo del relativismo moral, sirve
para poner una vez más ante nosotros la certeza de lo evidente, la que pasa por
consolidar la aceptación de que el último ejercicio que le queda al neurótico
antes de dejar se serlo, bien por alcanzar la cura, bien por ser tomado al asalto por la muerte; redunda
en la constatación inequívoca de que esperar resultados diferentes de un
proceso que lleva siglos repitiéndose es, cuando menos, una postura de
dementes.
Por eso que enfrentarse a lo necesario con arraigos propios de lo contingente, plantea una lucha tan desigual como efímera. Una lucha
en la que no habrá de conceder piedad pues el mero hecho de pedirla incapacita
para merecerla. Una lucha en la que una vez más está en peligro nuestra
esencia, pues lo que se cuestionan son los medios a partir de los cuales se
conformó lo que hoy es España.
Porque de eso, de nada más, o de nada menos, es de lo que
estamos hablando. De la esencia de un país cuya denominación es tan amplia, se
extiende sobre tantas variables, y ha hecho frente a tantas afrentas, que en el
peor de los casos (en lo que a la postre le dota de la exclusividad española),
ha de explicarse cuando no defenderse, ante el más cruel de los jurados, el que
se forma escogiendo a sus miembros entre los que mejor te comprenden, pues son
leña del mismo árbol. Y ya se sabe de lo que se dice al respecto del uso de las
cuñas hechas a partir de la misma madera…
Podríamos considerar a España, a nivel de procedimiento, como
el resultado de una larga suma procedente de la toma en consideración de
multitud de acontecimientos. Sin embargo, una de las cuestiones previas, la que
asume que el todo es siempre mayor que la
suma de sus partes radica su veracidad en la toma en consideración de
hechos cuyas consecuencias directas bien haya promovido, o en el peor de los
casos hayan desencadenado acontecimientos cuya lectura se traduzca en la
imposibilidad para seguir interpretando de manera coherente la historia a
partir de los mismos, precisamente sin tener en cuenta el efecto de los mismos.
Y uno de estos acontecimientos es, precisamente, el cifrado
bajo el manto de lo conocido como contexto,
determinación y desarrollo de la Batalla de Lepanto.
Entendido en términos estrictamente prácticos como el
proceder por el que el Cristianismo, a través de la colaboración que Felipe II
lleva a cabo como brazo ejecutor con
la mente de el Papa Pío V; La Batalla de Lepanto bien puede correr el riesgo de
verse no ya resumida sino lo que es peor, reducida, a un enfrentamiento militar
que tiñó de rojo las aguas de el Mar
Mediterráneo.
Cervantes lo describió mejor, cuando afirmó que lo vivido en
Lepanto fue merecedor de considerarse como la
más alta ocasión que vieron los tiempos.
Es por ello que algo de tan colosal magnitud, ni puede ni
por supuesto debe ser ofendido sometiéndolo a un proceso no ya de constatación,
ni siquiera de consideración, como al que habitual y últimamente se somete a
todo aquello que procedente de la historia, parece no cumplir con los nuevos
valores que a la postre parecen alumbrar los códigos de buenas prácticas que iluminan y a la sazón coordinan la
distancia que existe entre moral y práctica en el seno de los practicantes de el nuevo Buenismo.
Porque Lepanto fue mucho más que una batalla. Es la toma en
consideración de una suerte de preceptos, consideraciones y valores llamados a
conformar lo que literalmente es el principio de una nueva realidad. Una nueva
realidad que por definición no es sino una larga lista de cambios que cuentan
con el visto bueno de la literalidad histórica, lo cual no es óbice para que
tenga que resultar agradable, ni en lo concerniente a su implantación en el
pasado, ni por supuesto llegada la hora de su enésimo refrendo, llamado en este
caso a producirse en nuestro presente.
Pero sea cual sea el resultado de tamaño proceder, ni el
clamor propio del éxito, ni por supuesto el lamento propio del plañir si es el
himno del fracaso el que hemos de entonar; habrán de distraernos ni siquiera un
ápice a la hora de considerar que en Lepanto se jugó una batalla cuyas
consecuencias aún hoy se hallan implícitas en cuestiones tales como las
fronteras de esos mismos estados, o en otras de carácter más etéreo como las
que responden a las preguntas versadas en torno al origen de esos mismos
estados, o de la estructura organizativa de la que sus ciudadanos gozamos hoy
en día.
Y esa señores es una realidad que no se supedita ni a negar
el hecho de armas, ni a discernir
sobre el derecho de algunos a negar la esencia de una Nación.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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