La paradoja como esencia, la dialéctica como vicisitud, y
quién sabe si el drama personal propio del que sabe que comprenderse a sí mismo requiere en realidad de la
asunción del que supone para un filósofo el mayor de los sacrificios, el de
renunciar a comprender a los demás. Todo eso, nada más, y nada menos,
constituye no ya la comprensión, pues se erige en apenas la premisa válida, lo
que hay que arriesgar siquiera para entender a lo sumo la obra de D. Miguel de
UNAMUNO Y JUGO.
Nacido en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864, Unamuno se
muestra, primero ante sí mismo, y después por ende ante la Humanidad, como
referente paradigmático no solo en lo concerniente a lo proverbial, sino más si
cabe en lo atinente a lo procedimental.
La buena disposición económica de la que es prebenda el
legado que su abuelo, retornado de la emigración en este caso a Méjico hace
gala, se traduce en el desarrollo temprano de cuantos menesteres son necesarios
para la consecución de los logros intelectuales a los que un joven Miguel
apunta desde chico.
De esta manera, septiembre de 1875 será testigo de su examen
de ingreso a Bachiller, que será a su vez cursado en el Instituto Vizcaíno, si
bien a su sede oficial solo podrán acceder a partir de segundo año pues el
mismo se encuentra muy deteriorado a causa de los estragos provocados por la
guerra.
Septiembre de 1870 alumbrará su llegada a Madrid, lugar que
elige como plataforma de cara a la consecución de los que, una vez superada la
tentación artística, conformarán sus aspiraciones, que en este caso se cifran
en la obtención del Título de Filosofía, lo que acontece en 1884, cuando
alcanza el grado de Doctor, con una tesis que si bien versa sobre la Lengua Vasca , se
reafirma en realidad como un legado en contra de los que se empeñan en ver en la Cultura Vasca un
elemento no ya solo imposible de integrar, sino manifiestamente excluyente en
lo que concierne a la posibilidad de una convivencia razonable entre todos los
habitantes de España; todo lo cual se traducirá en un conflicto con los que
posteriormente se impliquen en la gestación del movimiento que acabe por
alumbrar en el nacionalismo vasco, impulsado
desde círculos como el proferido por los hermanos Arana Goíri, desde los que manifiestamente
se promulga la excelencia de una raza
vasca no contaminada por otras razas.
Todo este discurrir, jalonado de situaciones que tanto desde
el plano abstracto como fundamentalmente desde el concreto, parecen conducirnos
de manera evidente y notoria a una clara posición
frente a la Vida, alcanzan, siquiera en principio, una suerte de traducción
que tiene su reflejo en la conexión por parte de Unamuno con los ideales y las
formas propias del PSOE, como prueba su ingreso en la mencionada formación
política en octubre de 1894, permaneciendo en la Agrupación Socialista
de Bilbao hasta 1897, momento en el que abandona definitivamente las filas
socialistas, presa de una gran frustración, la cual acaba por desarrollar en él
una gran depresión.
Ya para entonces nos encontramos ante uno de los más grandes
intelectuales no solo en comparación con los que España ha deparado, sino que,
residiendo en tal lo más lamentable del razonamiento, incluso en los años que
hubieron de venir sería muy dificultoso encontrar otro de tamaña prestancia.
Pero si algo tiene la genialidad, es la dificultad que
presenta para permanecer quieta, y a ser posible callada en un lugar
determinado, durante un periodo de tiempo siquiera relativamente largo.
Como prueba de ello, los continuos enfrentamientos que
Unamuno dispondrá, y que entre otros cargos y consecuencias se traducirá en la
destitución fulminante, a cargo del ministro de Instrucción Pública, de sus
funciones al frente de la Universidad de Salamanca; al frente de la que se halla
como rector, desde el año 1900, habiendo sido elegido con tan solo 36 años, y
cargo que ostentará a lo largo de otros dos periodos.
Pero la lista, tanto de elogios como de reprimendas, será
larga, teniendo además momentos especialmente brillantes, como los que proceden
por ejemplo de la paradoja que nos lleva a 1920, cuando es nombrado decano de
la Facultad de Filosofía y Letras, a la vez que es condenado nada más y nada
menos que a dieciséis años de cárcel al encontrársele culpable del delito de injurias
al Rey.
Afortunadamente la pena no llegó a cumplirse, pero nuestro
protagonista pareció intuir el mensaje que de manera clara y distinta se amparaba en el mismo. Fruto de lo cual surge su
exilio voluntario a Francia donde permanecerá, fijado su domicilio en Hendaya,
hasta la caída de Primo de Rivera, hecho que acontecerá en 1920 dando con ello
pie a su retorno a Salamanca, en lo que será un reencuentro multitudinario de
la ciudad con el intelectual.
Pero para entonces Unamuno es ya, ante todo, un hombre complicado. Así, lo profundo de
su quehacer intelectual se traduce en la dificultad para ubicar la métrica de
sus pensamientos, y por ende la profundidad de su protagonista. Y para colmo,
su España se conduce a velocidad cercana al no
retorno, hacia el conocido cataclismo.
Concejal por la República, Unamuno se encarga, desde la más
absoluta de las convicciones, a la proclamación de Salamanca como ciudad
republicana el mismo 14 de abril, confirmando su énfasis con un discurso en el
que apunta al fin de un sistema que ha empobrecido,
envilecido y entontecido a España.
Sin embargo, la complejidad de razonamiento que consume
Unamuno, choca de plano con el más que aparente simplismo desde el que unos
otros, quién sabe si apuntando ya a lo que habrá
de venir, tratan de reducirlo todo.
Es así, y tan claro, que su renuncia a presentarse a la
reelección como Diputado en Cortes en las elecciones de 1933 hace atisbar,
desde la perspectiva que el paso del tiempo nos proporciona, el evidente
desencanto de alguien que, tal y como le corresponde a los que son como él, siempre espera más, haciendo con ello que
nosotros seamos también más exigentes con nosotros mismos, elevando con ello un
valor sin igual en lo concerniente a la mejora de sus semejantes.
Tan clara es la insatisfacción, que ésta ha de tornarse en
frustración. La misma se hace patente en las primeras jornadas del alzamiento sublevado. Requerido como no
puede ser de otro modo al respecto, Unamuno llega a afirmar que ve a los
sublevados como una suerte de regeneracionistas resueltos en el deber de
encauzar la deriva en la que se encuentra sumido el país.
Pero pronto, de nuevo la frustración versada en esta ocasión
en el doble dolor procedente por un lado de la comprensión de que los intereses
no eran, con mucho, los que él se imaginaba; unido a la incapacidad de aprobar
unos procedimientos manifiesta y en ocasiones gratuitamente violentos, llevan a
nuestro protagonista a convertirse en uno de los más férreos opositores que el régimen puede llegar a tener.
Y se trata de un enemigo sin duda muy digno de ser tenido en
cuenta. Así, desde el campo de la abstracción, espacio en el que al menos en
principio ha de hallarse especialmente cómodo por la naturaleza de su saber,
dirige una serie de ataques cuyo resultado es del todo demoledor a la vista
especialmente de las especiales aptitudes para la oratoria, que Unamuno posee,
y para cuya puesta en práctica no rehúye prenda.
Tal situación alcanza su clímax el 12 de octubre de 1936.
Con motivo de la celebración de El Día de
la Raza, los sublevados han preparado todo para que la jornada redunde en
un espectáculo de exaltación. Cuatro son los oradores a tal efecto designados: Primero,
José María Ramos Loscertales, segundo, el dominico Vicente Beltrán de Heredia y
Ruiz de Alegría, después Francisco Maldonado de Guevara y, finalmente, José
María Pemán. Los primeros glosaron la gloria del Imperio Español, siendo
Maldonado el encargado de tachar al nacionalismo vasco y catalán de haberse
erigido en sendas muestras de lo que el
cáncer puede hacer.
Millán-Astray responde con los gritos con que habitualmente
se excitaba al pueblo: «¡España!»; «¡una!», responden los asistentes.
«¡España!», vuelve a exclamar Millán-Astray; «¡grande!», replica el auditorio.
«¡España!», finaliza el general; «¡libre!», concluyen los congregados. Después,
un grupo de falangistas ataviados con la camisa azul de la Falange, hizo el
saludo fascista, brazo derecho en alto, al retrato de Francisco Franco que
colgaba en la pared.
Es entonces cuando Unamuno, que no tenía previsto
intervenir, se apoya en el discurso del propio Maldonado para lanzar contra él
los que habían sido sus propios argumentos. “Sabéis que yo mismo soy vasco, y a
pesar de todo enseño una Lengua que vosotros mismos sois incapaces de entender.
(…) Y todo porque la nuestra es una guerra incivil, vencer no es convencer,
vuestro odio impide convencer, porque no deja lugar para la compasión”.
Llegados a ese punto Millán-Astray pide acaloradamente la palabra. Alguien
desde el público grita el conocido “¡Viva la muerte!” Unamuno tacha de
insensato tal menester, pues afirma que es lo mismo que gritar ¡Muera la vida!
Lo que pone de manifiesto lo incomprensible de todo lo que está sucediendo, no
solo dentro del paraninfo, sino fuera a mayor escala.
En ese momento Millán-Astray exclama irritado «¡Muera la
intelectualidad traidora! ¡Viva la muerte!»
Unamuno sale vivo porque Dª. Carmen Polo le ofrece su brazo,
y se hace acompañar hasta su domicilio.
Unamuno como paradoja. La
existencia de una “Intelectualidad traidora”, como ejercicio de esa paradoja.
Luis Jonás VEGAS.
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