Sumidos de una u otra manera en el ambiente si no sacro, sí
de una u otra manera metafísico al
que estas fechas predisponen, y confieso que manifiestamente tentado a ceder al
proceso de introspección contrita al que las mismas promueven; lo cierto es que
siempre desde el más absoluto de los respetos, uno ha de llevar a cabo el
periódico proceso del aquí y del ahora al que ya se ha acostumbrado, cediendo
en este caso no tanto al olor que la cera quemada deja en la calle, como sí más
bien promoviendo la activa búsqueda no ya de respuestas, simplemente de
preguntas si éstas son las adecuadas, en un afán de vincular los procesos de necesidad sacra, con los parámetros
evolutivos que seguramente en un tiempo más cercano de lo que podemos llegar a
pensar terminen por ubicar sin el menor lugar a la duda toda esa suerte de demandas internas cuya satisfacción, aún
hoy, permanece presa en la oscuridad de ese cuasi mítico torreón que, carente
de ventanas y sumido en el tenebrismo, proporciona refugio a las múltiples
formas que todavía hoy asume en misticismo, aún cuando éste se disfrace de
complejas disposiciones tendentes a una suerte de visión transcendental.
En cualquier caso, y partiendo de la necesaria aceptación de
una realidad que este caso no adopta tanto la forma de proceder, como sí más
bien de hecho consumado; si algo es indiscutible es la tendencia, cuando no la
necesidad, que el Hombre, a lo largo de la Historia, ha necesitado de conceder
a lo intangible no ya una fuerza concreta o inconcreta, como sí más bien una
capacidad no tanto de explicar sus dudas, como sí más bien de erigirse en el
único camino para ser consciente de éstas.
Resulta así no ya curioso, sino que es a la sazón
paradójico, el que cuanto más compleja es una sociedad, más fuertes son sus
lazos con lo metafísico. Unos lazos que son tan sublimes y preciosos, que en
muchos casos llegan a superar en eficacia a los procederes netamente humanos
(los que para entendernos permanecen ligados a los parámetros de lo físico),
para terminar abrumando al que los experimenta, que llega a renunciar a todo,
por experimentar una sensación quién sabe alcanzado un momento dado si
destinada a proporcionar una satisfacción para lo que resultó ser una demanda
pasajera, o capaz de apuntalar una suerte de realidad en si misma que no por
ilusoria, resulta menos competente a la hora de erigirse en guía para el que de
una u otra manera la demandó.
Es por ello que inmersos como estamos en unas fechas especialmente
propensas a ello, que resulta casi imposible abstraerse no sabemos si a la
realidad, o a interpretación que de la misma osamos hacer; y es así que
gustosos nos sumergimos en la corriente del río
de emotividad y sensaciones que en sus múltiples formas corre ahora libre
por las calles de nuestras localidades, y de manera no excluyente por las de
casi cualquier terruño habitado que en este país se precie, inundándolo todo con lo que bien podría
ser una transcripción pagana del
compendio de instrucciones o demandas que en una ocasión un olvidado Pueblo le
hizo a un igualmente olvidado dios.
Pero lo cierto es que siendo de una u otra manera es decir,
respondiendo la Semana
Santa a una consideración formalmente coherente con lo que
hoy por hoy es la formulación oficial, tanto como sí por el contrario no es
sino el resultado de la evolución de un largo compendio de devaneos y juegos en
los que la Antropología, la Historia y hasta la Filosofía han jugado sus bazas,
teniendo en el resultado actual mucho que ver; lo cierto es que poco importa,
sencillamente porque lo que podríamos llamar resultado final es de tal complicación, y está recubierto de una
pátina tan sutil, que viene a superar en sí mismo las reticencias que desde
cualquier compendio previo podamos llegar a sugerir.
Sean cuales sean las disposiciones previas, que no por ello
necesariamente han de erigirse en este caso
en una suerte de prejuicios, entiéndase desde una connotación
peyorativa, todo lo cual nos imposibilitaría ya para seguir adelante; lo cierto
es que lo que comienza a intuirse a estas alturas ya es la predisposición hacia
ese marcado carácter metafísico al que tanto directa como indirectamente heos
hecho alusión.
Es la Metafísica, en sus conocidas versiones si no en sus
acepciones, un compendio de insatisfacciones evolutivas que, a modo de
intrincado edificio, de enmarañada disposición cartográfica, se empeña en
conducir al Hombre en el viaje con el que se identifica su vida llevándole de
su puerto de partida, hasta aquél que acaba por convertirse en su puerto de
llegada; obcecándose en invertir los marcos de actuación, confundiendo de paso
al Hombre con juegos de prestidigitación en los que por ejemplo hacer pasar el
azul del mar, por el azul del cielo, terminan por facultar escenarios en los
que lo que antes estaba arriba, acaba ahora por estar abajo, invirtiendo con
ello no solo el orden material, sino afectando de forma bastante más maliciosa
a otros órdenes, como el conceptual, por ejemplo.
Sin embargo, nada de todo esto sería posible sin una suerte
de predisposición, sin una especial
necesidad que, vinculada sensiblemente al Hombre como mayor logro
evolutivo, se empecinase en poner en tela de juicio todas esas consecuciones
evolutivas a base precisamente de obligarle a éste a pasar de manera
tendenciosa por lo reiterada, por toda una serie de cuestiones cuya mera
existencia harían sucumbir todas y cada una de las certezas sobre las que
cimentamos este edificio en el que decimos vivir, en tanto que nos sirve para interpretar la Vida.
Porque si nos detenemos un instante, podremos llegar
comprender conceptos tales como los que se devengan de asumir que vivir no es
sino interpretar. Interpretamos, sentimos, y con los ingredientes que de tales
consideraciones obtenemos, acertamos a consolidar una existencia que por dura y
resistente que pueda llegar a parecernos, no es en realidad sino un compendio
elaborado por la interpretación que ¿libremente? hemos hecho de lo que surgió
de nuestras sensaciones.
Así, que una de las pocas cosas que verdaderamente nos
diferencian del resto de entes con los que compartimos este escenario, es
nuestra capacidad para acceder, manipular, e inferir respuestas de conceptos
que por su mera naturaleza trascendental, escapan por definición a los recursos
tanto de interpretación como de posterior composición de que gozan esos otros
que ya solo por tales carencias , han de resultarnos tan diferentes, sin que de
tal diferencia haya de extraerse connotación peyorativa.
Es entonces cuando la línea epistemológica desarrollada no
tanto para justificar el argumento, como sí más bien para sustentar el
desarrollo de las cosas toma forma, erigiéndose en marco válido y juicioso a la
hora de anticipar respuestas a preguntas tales como las que procederían de
constatar el efecto que el manejo de conceptos tales como los propios del campo
semántico del infinito, pueden llegar a generar en nuestra psique.
Acudiendo a Grecia, y a la sazón, cediendo al peso
inenarrable de la satisfacción que proporciona argüir una vez más desde sus Clásicos; no tanto la respuesta como sí
más bien una aproximación a la misma se hallaría en Platón y en su conocida
Teoría de Aproximación a la Verdad por Intuición de ésta. Así, el vínculo que
une al Hombre con la concepción de algo cuya existencia solo intuye, es
proclive a quedar reducida al marco de la mera intuición, a saber, una suerte
de percepción en la que el vínculo con el elemento externo es totalmente
inexistente.
En conclusión, el aprendizaje que se produce por intuición,
no es aprendizaje en tanto que tal, toda
vez que el hecho o concepto aprendido estuvo siempre allí, en el interior del
educando o propenso a conocer, reduciéndose el fenómeno del aprendizaje a una
suerte de iluminación que habría barrido las sombras que de una u otra
manera imposibilitaban al educando a restablecer el nexo con el concepto que de
una u otra manera le era propio.
Es así que fechas tan marcadas como las que hoy transitamos,
son especialmente relevantes a la hora de citar al Hombre con alguno de los
elementos que compendian ese mágico catálogo de conceptos propensos a la magia.
Conceptos vacuos y otrora inabarcables como pueden ser lo excelso, en su relación con lo infinito, alcanzan en estos momentos
lapsos de absoluta conveniencia cuando no de manifiesta precisión, mostrándose
con ello como precursores de de una interpretación valiosa a la par que válida
de muchas de las preguntas que se suscitan de comprobar la profundidad de
algunos de esos barrancos que a nuestros pies han abierto unas intuiciones en
principio poco prestas a alumbrar respuestas, sino más bien destinadas a elevar
el rango de las preguntas destinadas a llamarse adecuadas.
Porque llega un momento en el que el Hombre ha perdido la linterna. El grado de
evolución alcanzado se vuelve contra él, toda vez que lejos de animar con
respuestas, no hace sino apabullar con preguntas cuyo mero planteamiento
amenaza con sumir en la eternidad de la desesperación a cualquiera que como una
vez hiciera Prometeo, ose alentar la esperanza del conocimiento.
Llora pues el Hombre una vez más al borde del abismo. Un
abismo conformado por su incompetencia, su intolerancia a la verdad cuando ésta
no satisface sus demandas, y en el colmo intolerante incluso a sus semejantes
si éstos constituyen no ya una amenaza real, basta con que ésta sea meramente
supuesta, a riesgo de saber que esa suposición procede del juicio de una mente
velada por la sinrazón, inoperante por ello para emitir consideraciones
razonables.
Y es de tales juicios, o más bien de reconocerse artífice de
los actos que de los mismos pueden devengarse, de donde el Hombre extrae el
material destinado a convertirse en la más pesada de las losas que está
destinado a construir. La losa del pecado.
Surge el pecado como una condición intrínsecamente humana, precisamente porque se trata de una
creación inevitablemente humana. Y digo inevitable, porque la misma no es accidental, responde al
contrario de un largo proceso destinado a confluir en la necesidad que el
propio Hombre tiene de limitar sus actos,
limitando con ello sus pensamientos. Porque ahora es cuando conviene
recordar que se peca no solo de obra, sino fundamentalmente de pensamiento, y
en lo que supone ya el colmo de lo pernicioso, se peca por omisión.
Construye de una u otra manera el Hombre su escenario, y ha
de crear una estructura lo suficientemente fuerte y poderosa como para erigirse
en arquitecto de los que habrán de ser los límites infranqueables para el
Hombre. Límites que ni por asomo pueden estar limitados a lo material, a lo
físico.
Es así que reconocemos en la Idea de Dios lo que no es sino la predisposición constructora del
Hombre. Y dentro de esta creación, el pecado, como material esencial, ilustra
de manera casi soez el que bien puede ser uno de los giros más retorcidos de
cuantos ha sido capaz de albergar la mano del Hombre porque la esencia de la
existencia de Dios, ligando ésta de manera intrínseca al Hombre, pasa por
comprender que la función última de Dios es la de aportar la última esperanza,
la que pasa por consolidar a un Dios de Perdón.
Es entonces que poco a poco comenzamos a vislumbrar lo
aterrador del proceso. La Redención, resultado que por obra y gracia de Dios
devuelve al Hombre a su estado original, o en cualquier caso al previo a la
comisión de los pecados; se erige en certeza última, cuando no era sino en sí
misma proceso. En un momento dado, el Hombre pierde el orden del procedimiento.
Lo que era medio pasa a ser fin en sí mismo, y el drama se consolida.
Se altera pues algo más que el orden, y el proceso evolutivo
basado en la elocuencia del modelo complejo acaba por enterrar en el Sino del
tiempo lo que en realidad siempre fue.
De esta manera, conceptos como Piedad, Compasión e incluso
perdón, son relegados a momentos exclusivos como los que en días como hoy
conmemoramos; consolidando una vez más la certeza que pasa por asumir que los
mismos, y especialmente las consecuencias que de los mismos pueden ser
devengados, son patrimonio exclusivo del Dios que, en un gesto propio de su
carácter misericordioso, habrá de derramar sobre nosotros a modo de concesión
graciosa, el perdón a unos pecados cuya naturaleza no puede ser discutida toda
vez que la misma es ajena a la nueva interpretación del Hombre.
Y en medio de tamaña debacle, la Música. Una Música
que especialmente a través de genios como Johan Sebastian BACH y Giovanni
Battista PERGOLESI, harán más llevadero el tortuoso camino en el que se ha
convertido vivir, pues el mismo pasa hoy por negar al Hombre.
Convergen ambas figuras, la de Bach y la de Pergolesi , y lo
hacen en algo más que en lo mero de la condición coetánea. Bach y Pergolesi son
capaces antes y mejor que nadie, de captar esa ruptura que de manera
aparentemente insalvable, separa al Hombre de sí mismo, en tanto que lo aleja
de su condición propia, enajenando su
esencia. Y no solo son capaces de captar lo antinatura
del hecho, sino que son capaces de manifestarlo por medio de una creación
musical genial por inabordable, al menos si nos empeñamos en circunscribir tal
abordaje a los cánones convencionales.
Suponen así el
catálogo de Pasiones de Bach, y especialmente el Stabat Mater de Pergolesi, la consagración definitiva del hecho por
el que en el reconocimiento de lo excelso, puede el Hombre albergar alguna
esperanza de reconocer su vínculo con el infinito, dejando claro que para ello
no ha de renunciar necesariamente a su condición material en tanto que humana.
Inaugura Bach con su Pasión según San Juan, especialmente
con el anexo de 1729, una suerte de corolario destinado a hacer de la esperanza
el motor del Hombre, una esperanza que técnicamente nos lleva a identificar una
nueva forma de metodología musical tan intensa y responsable que responde a su
propia naturaleza, pues esta pasión inaugura
un nuevo eje epistemológico; el de la pasión
redentora.
Por otro lado, la habilidad que Pergolesi muestra a la hora
de elevar hasta su máximo extremo el proceder propio del Stabat Mater, nos permite en este caso ubicar en un plano
existencialista y si cabe muy material el dolor que una madre puede sentir al
ver morir a su hijo; siendo las connotaciones propias de que esta muerte
acontezca en una cruz y de manera
injusta; poco menos que añadidos a la hora de aportar valor a lo que estamos
definiendo.
Con todo, BACH y
PERGOLESI coinciden en el primer cuarto del XVIII para regalarnos mucho
más que dos obras imborrables. Lo hacen para recordarnos o siquiera recordarnos
la obligación que el Hombre tiene acceder primero siempre por métodos propios a
las preguntas cuya respuesta resulte
imprescindible para concretar su propia existencia, de manera que la misma
puede verdaderamente estar vinculada a la tenencia de las mismas.
En definitiva, el reconocimiento de lo excelso como forma de
aproximarse a lo infinito. Y la física de la onda que hace comprensible lo
etéreo de la Música, actuando como hilo
conductor.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario