Cuando el devenir de los tiempos, manifestados en la al
menos en apariencia fácil forma en
la que viene a redundar la cronología, pone
frente a nosotros la pocas veces sencilla ocasión de traer a colación una de
esas oportunidades en las que lo divino tiene
ocasión de mostrarse ante nosotros como algo si cabe más grande, precisamente
por proceder de la acción de un simple
mortal; es cuando te das cuenta que si algo tienes verdaderamente claro es
tu firme compromiso en pos de que tal hecho sea conocido.
Por eso, que la satisfacción que sin duda planea a la hora
de decidir cuál ha de ser el tema en relación al cual circunscribir nuestra
aportación de hoy, comprobando precisamente el enorme catálogo de posibilidades
que ante nosotros se abre precisamente por estar en Pascua, viene a
incrementarse de manera exponencial al comprobar que la misma coincide nada más
y nada menos que con la fecha en la que venimos a celebrar el nacimiento del
que muy probablemente sea el genio por antonomasia: Johann Sebastian Bach.
Lejos pues de reducir hoy las múltiples posibilidades de
expresión que tal hecho nos brinda, a un mero circunloquio biográfico, dentro
del cual la narración de hechos o suposiciones más o menos conocidos, compitan
con alguna mención afortunada en forma de anécdota; centraremos hoy nuestros
anhelos en llevar a cabo de la manera más ordenada y satisfactoria posible, una
revisión del que probablemente sea el concepto que más íntimamente fluya dentro
de la visión vital de Bach.
Es la religiosidad de Bach, una de las cuestiones más
peliagudas y por ende más complejas cuando no de determinar, sí al menos de
definir. Elemento proclive por excelencia, la compleja personalidad del
compositor, de la que tenemos conocimiento no solo por el efecto que su música
provoca, como sí más bien por la interpretación de los comentarios que al
respecto nos regala su esposa, Ana
Magdalena; van confeccionando un escenario que evoluciona de parecida manera a
como lo hace el interés por la vida y la obra del insigne maestro, las cuales
han experimentado un creciente retardo que viene durando ya demasiados años.
Pero antes de perdernos, si bien sin renunciar a ellas, en
elucubraciones de marcado carácter subjetivo; algo que tiene que quedar
magníficamente claro desde un primer momento es la diferencia que ha de
establecerse entre Religión y
Religiosidad. Una diferencia que no solo importa quede claro, es que sin
ella será del todo imposible desentrañar el nudo en el que puede quedar contenida
la obra de Bach, un nudo de cuya comprensión dependerá inexorablemente la
comprensión de la faceta vital de Bach.
Puestos a definir la Religión como un enjambre de
disposiciones más o menos objetivas en tanto que pueden ser categorizadas y a
la sazón ordenadas; manifestaremos casi por oposición la Religiosidad como una
suerte de predisposición individual, dotada por ende de un escrupuloso sentido
subjetivo, a partir de las cuales es el propio individuo, se manera particular
y por ende exclusiva, el que lleva a cabo los procedimientos sintomáticos
destinados a lograr su vivencia de Dios.
A nadie se le escapa ya que la mera adopción de tales
patrones a la hora de llevar a cabo tamañas definiciones, si es que tal
concepto tiene parangón aplicado al rango de la metafísica que se halla a la
base de toda la reflexión); requieren de la aceptación inmisericorde de una
serie de preceptos la mayoría de los cuales resultan excluyentes, a la par que
definitorios, del escenario en este caso histórico en el que la acción por así decirlo, se lleva a
cabo.
Así, la Europa del XVII, pero sobre todo la del XVIII vive inmersa
en un periplo de rearme si no de
redefinición para la cual muchos de los parámetros hasta el momento declarados
como imprescindibles, son ahora pasto de la renovación, una renovación que no
es precisamente original, en la
medida en la que la aplicación del contexto resulta correcta, aunque no es
menos cierto que será precisamente la evolución, o más concretamente la
maduración de tales la que poco a poco determine por arrastre la evolución del
propio continente.
Europa huele a revolución. Una revolución que no solo no
necesita ser armada (éstas son a menudo las últimas en tener lugar, y a menudo
las más estériles), sino una revolución de
pensamiento, dentro de la cual la redefinición del calado de la mayoría de
los conceptos, promulgue y reactive una suerte de nuevas consideraciones
destinadas a erigir un nuevo continente, sin
que para ello haya que erradicar los parámetros en los que hunde sus raíces el Viejo Continente.
La magnitud de la revolución es clara, sin embargo
necesitamos el último empuje. Necesitamos la aportación definitiva de aquella
fuerza que por excelencia es universal, y que por ende llega allí donde no
llega nadie. La Religión ha de tomar partido.
Pero es la Religión como ya hemos dicho, una suerte de
compendio asintomático y por ende objetivo. Habremos pues de acudir a su
referente subjetivo, la ya también referida Religiosidad, para poder así
comprender el vínculo que ésta estrecha con el Hombre Europeo. Porque la
Religiosidad está netamente unida al Hombre, cambia con él, evoluciona con él;
y por ello es sensible a sus pesares, los cuales a menudo emergen por medio de
la sensibilidad, a la sazón el camino elemental por el que se expresa la propia Religiosidad.
Por ello, los cambios que desde el siglo XVI son una
realidad en Europa, especialmente en una Alemania que desde mediados de siglo
arde bajo las acusaciones de Lutero; dan paso poco a poco a un nuevo compendio
de realidades desde las cuales las vivencias, incluyendo las religiosas,
abarcan no más sino nuevos y diferentes espacios interiores del Hombre.
Nos encontramos pues ante las condiciones de un contexto no
ya propio como sí más bien premonitorio, de una Europa en ebullición. Tiene sentido,
o incluso será obligado, pues estará destinado a lograr mayor impacto. No vale
cualquier cosa, no en vano, ha de ser algo grande, algo magnífico. Una obra
única, insigne, categórica y eterna, como es la obra de J. S. Bach. Y todo
adquiere mayor sentido si esa obra es La Pasión según San Mateo.
Ubicar La Pasión según San Mateo resulta, como suele ocurrir
con todo ejemplo que supone un instante cumbre, en cualquiera que sea la
escenografía en la que nos movemos; una labor altamente compleja a la par que
peligrosa.
Para empezar, la propia condición de Obre Cumbre lleva implícita la que se supone superación de alguno, cuando no de la mayoría, de los preceptos y
conceptos que hasta ese momento se habían erigido en preceptivos para enarbolar
el categórico de adscritos al categórico
canon de cualquiera que sea la forma a la que estemos haciendo mención.
De esta manera, hemos de adscribir La Pasión a la
fenomenología propia de la
forma Oratorio.
Es la forma del Oratorio algo que lleva evolucionando desde
la primera mitad del XVI, momento en que en Roma comienza a tener éxito, para
exportarse luego al resto de Europa. Sin embargo, una de las consideraciones
básicas a las que hemos de hacer referencia pasa por comprender que si bien
esta forma de proceder musical tuvo su propia línea de desarrollo dentro de los
compendios propios de la temática vaticana, evolucionó si cabe mucho más
rápido, dentro de los corolarios propios de las religiosidades luteranas e incluso calvinistas. De esta manera no
solo no es injusto sino que resulta incluso imprescindible hacer mención de las
especificidades de las que se vio dotado el refectorio de Música Sacra
luterana, la cual alcanzó cotas y niveles de belleza y ejemplaridad verdaderamente
inabarcables de haber tenido que referirse a los estereotipos católicos.
Esta realidad, comprensible en tanto que tal, no solo fue asumida sino que más bien fue
adoptada con gran satisfacción por un Bach que de manera auténticamente
novedosa aplicó precepto formales no sacros, a músicas directamente destinadas
a conformar repertorios sacros, llegando a introducir en Misas y en Cantatas
sacras, partes olvidadas o a las que había renunciado, de obras laicas,
incrementando de manera brutal el campo de las emociones a las que esta música
hacía mención.
Y si tal proceder resulta relevante dentro de las cantatas,
qué decir de lo conseguido con La Pasión según San Mateo como exponente máximo.
La introducción de tales preceptos, desde el punto de vista
observados, y dentro del contexto conocido; nos llevan a tomar La Pasión como
una obra que supera con mucho la mera
dramatización de un texto sacro, para tener que reconocer que estamos ante
una muestra cercano a lo operístico.
Así, si bien como ocurre con las formas tradicionales de
pasión, cercanas al responsorio cuando no al motete; los recitativos proceden
directamente del texto del Evangelista; no resulta menos cierto que el resto de
la composición afronta de manera valiente e innovadora una nueva forma de
exponer los hechos; una nueva forma en la que la musicalidad supera para
enriquecer, lo que estaba destinado a ser una enumeración de un hecho
sobradamente conocido, que al contrario alcanza ahora una magnitud nueva e
irrenunciable.
Estrenada en la Iglesia de Santo Tomás de Leipzig en el
Viernes Santo de 1727; la obra fue usada por su autor en otras tres ocasiones,
pasando a dormir un largo sueño del que no despertaría hasta 1829, momento en
que fue rescatada, como el resto de la obra del compositor; por un joven Félix
Mendelssohn. La causa, un exceso de libertad y virtuosismo que ya mereció la
crítica de sus contemporáneos.
Esperemos que no sea óbice sino a lo sumo una motivación más
para disfrutar hoy de una obra que ciertamente, no tiene parangón.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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