Acostumbrados como estamos, y sin duda no por andar sobrados
de ejemplos, a que sean los hechos por sí mismos los que hablen de sus autores;
y sea precisamente la unión de ambos, unas veces impía, otras gloriosa, quien
determine la sanción histórica merecida por el momento histórico refrendado si
no descrito; que acudir hoy al comienzo destinado a indicarnos siquiera
someramente la forma de proceder, y encontrarnos no con un protagonista, sino
con uno de los llamados cronistas, en
tanto que destinado a contar o relatar los hechos devengados de la acción u
omisión de los anteriores; que habrá sin duda generado revuelo. Preocupado
habría pues de estar, si de verdad no ha sido así.
Nos disponemos no a hablar, pues tal menester encontraría en
este caso una excesiva dificultad si del mismo dependiera la justicia de
relatar con coherencia los logros de este hombre; en tanto que de la misma, de
su obra, podría bien depender la comprensión de una época. Y desde luego que no
se trata de una época sencilla, si es que este país ha gozado de alguna que merezca tal consideración, ¿o habría que
decir “desconsideración”?
Habría de bastar con citar la fecha de su nacimiento, 10 de
marzo de 1760, para comenzar a comprender, cuando menos a intuir, el estado de las cosas en las que Leandro
habrá de desarrollar su arte, con el cual no hará sino conjeturar sobre el
estado de las cosas, sobre el estado de España. Porque a España, especialmente
en esta época, no se la comprende, sencillamente se la ama.
Hijo de otro literato que no por famoso puede evitar, si es
que tal hecho puede hoy o entonces suponer alguna suerte de humillación, que su
hijo le supere en fama y gloria; lo cierto es que Leandro FERNÁNDEZ DE MORATÍN
habrá de destacar no solo por el peso y el bagaje de su florida creación
literaria, en la cual tocó todos los palos; sino que como suele ocurrir en un
periodo como el que le tocó vivir, dinámico y cambiante, el mero hecho de vivir
con coherencia, siquiera con disposición para la responsabilidad política y
social, conllevan una suerte de planteamientos y posicionamientos
inexorablemente destinados a labrar con letras
doradas el paso por la historia de aquél que tal epitafio merece.
Vivir en la segunda mitad del XVIII en España es, en sí
mismo, una aventura; pero hacerlo desde el privilegiado punto de vista que
proporciona el estar dotado con una de las plumas más voraces no ya del momento
cuando sí más bien de la historia, ha de predisponerte sin duda para erigirte
de una manera u otra, no solo en cronista de la historia, sino en claro
protagonista de la misma.
Enmarcado, algunos dirán que limitado, por los sin duda
estrechos clichés del momento; los criterioso de ubicación tanto espacial como
temporal de Leandro Fernández de Moratín resultan extremadamente claros, tanto
que bien cabría decirse que el amplio abanico que viene determinado por la
manifiesta indeterminación que en este caso afecta a España, abocan de manera
en apariencia inevitable a nuestro protagonista a abordar con la brillantez de
la grandeza la práctica totalidad de las disposiciones en ese momento vigentes.
En una España por entonces sometida una vez más a las
tensiones propias no tanto de un momento histórico, como sí más bien a las
procedentes de la interpretación que del mismo una vez más se llevan a cabo en
los escenarios y mentideros a tal fin festejados; la falta de previsión en unos
casos, y el exceso de meticulosidad en otros, amenazan otra vez a España con
perder por enésima vez el tren de la historia. La
Ilustración , más que un fenómeno histórico, una obligación,
amenaza seriamente con pasar de largo. Y
de ser así, el precio que habría de pagar España sería tan elevado, que
definitivamente no estamos seguros de que ni todo el oro del Tesoro Público
resultar suficiente.
Es la España a la que nunca se acostumbran los grandes, con
Moratín entre ellos, una España falsamente adelantada. Para poder hacernos una
idea, es la España que estuvo a punto de permitirse el lujo imperdonable de
haber perdido a Jovellanos cuando éste pareció destinado a hacer carrera en la curia, es la España que añoraba su
pasado, porque era incapaz de comprender su presente. Y todo porque los que se
decían gobernantes, parecían embarcados en una permanente huída hacia delante escenificada en el planteamiento forzado de un eterno futuro.
Es la España de la permanente contradicción. La
contradicción que queda perfectamente descrita, a la sazón determinada, por los
considerandos que derivan de esa frase tan española, la del ni comer ni dejar comer, que como un
lastre indefinido, por infinito, impide la definitiva llegada del progreso a
España.
Y será precisamente de la comprensión de tales parámetros,
así como de las circunstancias que a los mismos vienen asociadas, de donde
podremos extraer la certeza que nos lleva a considerar hoy como necesario citar
con la historia al que ha sido llamado hoy a ser nuestro protagonista.
Porque nadie como Leandro FERNÁNDEZ DE MORATÍN para encarnar
los valores que sin duda han de dar forma al que habrá de resultar en modelo
hacia el que queremos tienda la tal vez
mal llamada Idea de España.
Es la Idea de España, por entonces poco más que un proyecto.
Pero se trata sin duda de un proyecto extremadamente atractivo. Como ocurre con
el proceso destinado a llamar la atención de una mujer inteligente, el proyecto
de la Idea de España debe su excelso atractivo a la única certeza que a priori
queda clara, la que parte de la comprensión de que solo el exilio será el
premio que recibirán quienes fracasen en la encomienda.
Otros, como el propio Jovellanos, lo intentaron, y cuando
nos detenemos a considerar no tanto sus logros, como sí más bien el precio que
en pos de los mismos hubieron de pagar, encontramos el mismo perfectamente
descrito en hechos tales como los de comprender que precisamente tal día como
hoy, en 1801, fueron condenados a sufrir pena
de presidio decretada nada más y nada menos que por un tribunal de la Santa Inquisición ,
institución que más allá de merecer por sí misma crítica o devaneo, debe más
bien ayudarnos a entender no tanto el estado como si más bien la idea que de sí
misma tiene la propia
España , cuando sigue, continuará durante algún siglo más
haciéndolo, dando cuartel y vianda a
una institución de este carácter y designio.
Será pues que una vez constatada la renuncia a esclarecer la
senda por otros medios, que habremos de dejar brillar los escenarios que otros,
y especialmente el propio Moratín nos regalan. Unos escenarios en los que no
solo la ruptura con el pasado; pues todavía los hay que añoran sobradamente el
estilo y los procederes por ejemplo de Calderón de la Barca; sino más bien la
neta y completa apuesta por el futuro, parecen ser en este caso pioneros en la
designación del camino que habrá de empecinar a quienes de verdad desean no
tanto su propio beneficio, como sí más bien el beneficio de España. Beneficio
que en este caso tiene un solo proceder, el del progreso.
Nos encontramos entonces, o mejor resultaría decir, definitivo,
con un proceso de avance que hunde profundamente sus raíces en la ruptura que
supone la definitiva exoneración de traumas y dislates procedentes del
aparentemente imprescindible recuerdo del que bien merecido tuvo llamarse Siglo de Oro. Así, no solo los modos
sino por supuesto las estructuras propias de tal época, saltan por los aires en
tanto que se ven superadas, sencillamente porque los temas a los que las mismas
hacían alusión son igualmente superados. La España de la que hablan MORATÍN y
sus contemporáneos no es la mima que la España de la que Calderón cifró
sus menesteres, y como sus verdades son diferentes, diferentes han de ser las
formas destinadas a cubrir tan nobles a la par que no menos hermosas crónicas.
Será así pues que nuestro protagonista se verá de lleno en
el escalafón no solo de los destinados a contar, sino que contando se
convertirá él mismo en uno de los protagonistas del tiempo que le es propio.
Un tiempo en el que las nuevas necesidades han conducido a
nuevos derroteros. Otras son las demandas, y por ello han de cambiar las formas
de satisfacerlas.
Porque la satisfacción es, en sí misma, otra muestra del
profundo cambio al que estamos haciendo mención. La satisfacción, entendida
como el recurso de lo etimológicamente no
imprescindible, en tanto que no necesario, marca de manera inexorable el
fecundo devenir, pues todo lo que está por venir, más que estar dotado de
novedad propiamente dicha, abunda en el hecho de no contar con el lastre de la necesidad presente en todo lo que hasta entonces
se hacía.
El teatro irrumpe definitivamente
no tanto en escena, como sí más bien en la historia. Y lo hace en
la medida en que los grandes, en
especial Moratín descubren en el mismo ingentes facultades para el desarrollo
tácito de aquellas funciones a las que en el periodo parecen destinadas las
Artes.
Se recrea pues el teatro en la función didáctica, la propia, o al menos así lo determinan, los que
dictan los cánones del nuevo proceder, los cánones desde los que diligentemente
reconocemos lo que se ha dado en llamar teatro
neoclásico.
Con una función específicamente destinada a explotar la gran
aceptación que entre la sociedad, especialmente entre las clases medias, tienen
la representaciones teatrales, el Neoclasicismo irrumpirá con gran éxito al
servir de catalizador para promover la expansión de las Ideas Ilustradas. Para
ello, se promoverán grandes cambios que afectarán tanto al fondo como a las
formas. Así por ejemplo, las obras quedarán estructuradas en tres actos,
limitándose así mismo la duración de la acción a un periodo que no podrá
abarcar más de veinticuatro horas; todo lo cual promueve escenarios y contextos
netamente comprensibles en tanto que verosímiles, cercanos por ello al público.
Con ello que su gran obra: El sí de las niñas, se erige en el perfecto ejemplo de lo descrito,
contextualizando todo lo dicho hasta el momento, y justificando a partir d su
lectura, si es que alguna duda podía quedar, el que Leandro FERNÁNDEZ DE
MORATÍN, nos haga detenernos hoy un instante en nuestro camino, para hacernos
reflexionar sobre alguna de esas ideas que por eternas, a menudo son víctimas
del sobreentendido.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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