Sumidos, cómo no, en la más intrínseca de las obligaciones
en cuyo cumplimiento el ser humano se reconoce, que no es otra que la de
redundar en la comprensión del eterno
devenir; asistimos en estas fechas tan especiales a una suerte de protocolo
no por tantas veces ensayado, menos presuntuoso, el que pasa por, una vez más,
sorprendernos de que efectivamente, vuelve a ser navidad.
Fenómeno social, hecho histórico, tradición ancestral. Sea
como fuere, el único análisis certero pasa por asumir como propio la
constatación de que, efectivamente, la condición humana vuelve a tener un instante quién sabe si para redundar en sí misma,
o tal vez para traer a colación la tantas y tantas veces explorada certeza de
que como entes diferenciados, necesitamos
de manera casi enfermiza de redundar en procesos, conceptos o erudiciones en
cuyo desarrollo, tanto si nos sentimos identificados como sí no, entendemos no obstante la esencia
procedimental de lo que por ende nos hace diferentes. Y eso, qué duda cabe, nos
tranquiliza.
Ocurre con la tranquilidad lo mismo que con la mayoría de
los grandes conceptos, cuanto mayores son los esfuerzos destinados a lograr su
plena consolidación, mayor es la frustración que redunda de la insatisfacción
de los mismos toda vez que la larga búsqueda de hechos amenaza con convertirse
en eterna toda vez que en lugar de hallar certezas, lo que encontramos son
permanentes demostraciones del aparente dinamismo de la realidad. ¿Estará pues
la esencia del Hombre condenada a vagar por existencia
condenada a lo sumo a percibir, incapaz por otro lado de
acceder a algo más que a la intuición de
los grandes conceptos.
Se sume así pues el hombre en la mayor de sus miserias, la
que pasa por constatar no tanto el valor como sí más bien la mera existencia de
la paradoja en base a la cual se ve obligado a vivir consolidando la certeza de
que es el único ente condenado a constatar,
pues no le vale con saber; hecho
que sin duda redundará de manera indefectible no solo en su definición del
mundo, sino en la propia comprensión del yo; lo cual como es de suponer obrará
cuantiosos cambios en la propia comprensión del mundo antes vislumbrada.
Podremos y por ende lo haremos, encontrar un vínculo directo
que relacione la manera que el hombre tiene de percibirse a si mismo, con la
manera que el hombre tiene de comprender la realidad en la que unas veces vive,
estando en otras a lo sumo, sumido en la obligación de vivir.
Es así que los egipcios entendían la relación que el mundo
guardaba para con ellos, por medio de una metáfora que identificaba al mundo
como una suerte de concha que flotaba sobre una sustancia fangosa, en ocasiones
pútrida. Por oposición a tal condición el universo,
o la suerte de recreación que le correspondía, jugaba su papel en forma de
elementos firmemente prendidos a una forma vagamente reconocible de firmamento, nombre tal vez procedente de
la suposición vana de esperar en el estatismo propio y refrendado, de que lo
estático (lo que permanece prendido,
puede en realidad proporcionarnos alguna suerte de calma tranquilizadora desde
la que enfrentarnos al tenebrismo en el que nuestra oscuridad, metáfora de una
ignorancia de la que apenas somos conscientes, nos sume.
Tal vez con tal propósito, con el de aumentar nuestra
tranquilidad, que no nuestro conocimiento, los griegos redundaron, tal y como
por otro lado era de esperar, no tanto en las concepciones, como sí más bien en
la funcionalidad, de unas explicaciones que ellos ya pasaron a denominar modelos. La aportación parece no ser
digna de tal consideración, o a lo sumo parece impropia de merecer tanta
importancia. Pero basta con que nos detengamos un instante para reconocer una
vez más en el matiz del Lenguaje, la sutileza de la acepción, la modificación
de la realidad. Así ,
la existencia de un modelo redunda en
la percepción de la realidad desde un punto de vista potencialmente accesible.
En una palabra, el modelo redunda en la existencia presente o a lo sumo futura
de un sistema; y lo que caracteriza a
un sistema es, fundamentalmente el valor del orden. Dicho de otra manera, la
Ciencia con mayúsculas hizo pues su entrada triunfal y, como era de esperar, el
paso del Mito al Logos tuvo en éste también un campo en el que reclamar su
supremo dominio.
Dice Platón en el
Timeo, que es el universo un ser vivo, un animal con criterio y existencia
propia. Un animal aunque eso si, creado por Dios en forma de esfera, la más
perfecta e idónea de todas las formas. Será después Aristóteles capaz por
ejemplo de explicar el movimiento de los planetas postulando la existencia de
nada menos que cincuenta y cinco esferas a la sazón transparentes que por
suerte de mecanismo giran o se mueven en función del efecto que el movimiento
procedente de otras, les induce. Así, hasta aceptar la existencia de una
primigenia que es capaz de moverse, sin deber su movimiento a ninguna otra o
anterior.
Será Pitágoras quien compare la existencia del mundo con una
enorme lira cuyas cuerdas son las órbitas de los diferentes planetas
aparentemente destinadas a sonar en
un momento dado en una forma de armonía.
Nos encontramos, en definitiva, ante otro más de los
múltiples ejemplos de esa bella transición que en la suerte del Hombre nos
hemos dado en llamar Paso del Mito al
Logos, en un intento de convertir en grandioso lo que de otro modo bien
pudiera convertirse en algo netamente exasperante. Algo que pasaría por
entender que en tanto que somos los únicos con conciencia de nuestro ser, hemos
de ser los únicos que en aplicación de nuestra responsabilidad, tenemos no solo
que sabernos, sino que mucho más
allá, hemos de saberlo todo de todo lo
que nos rodea.
Y será precisamente esta suerte de aparente contradicción la
encargada una vez más de convertir en transcendente la por otro lado memorable
paradoja que más que enfrentar al hombre con su propia negligencia, le lleva a
ser grande en la misma; pues solo algo como el Hombre puede sobreponerse a la
miseria que en forma de mediocridad redunda en su existencia para, no contento
con ello vincularse de manera inexorable a la mayor de las creaciones que su
cerebro es capaz de pergeñar, y luego lograr vestirlo todo con un hermoso traje
capaz no solo de cubrir, como en el caso del monstruo de Frankenstein sus miserias, sino que yendo mucho más
allá logra elaborar a partir del miedo que el fragor del monstruo genera, una
hermosa historia capaz de alienar a todo el mundo, sumiendo a quien se enfrenta
a la misma en una suerte de enajenación que no solo resiste el paso del tiempo
sino que se alimenta del mismo en tanto que es capaz de mimetizarse con ellos
al asumir los procesos que en cada momento resultan dignos de ser prescritos.
Constituye Nicolás de Cusa un bello ejemplo de tales
consideraciones. Así, el proceso destinado a lograr la supervivencia de los
mitos ha pasado de esforzarse en proporcionarles una suerte de necesidad, a
dirigir sus esfuerzos hacia la satisfacción mundana que procede de comulgar con
lo mundano. El Relativismo, asumido pues es imposible entenderlo como algo más
que una forma de explicación instrumental, conduce ahora nuestros pasos hacia
la sacralización de lo otrora denostado. Un ejemplo de tal proceder, el
iniciado a partir no tanto de los logros como sí más bien con las explicaciones
que el mentado había de generar para explicar los continuos dimorfismos que sus
avances promovían al compararlos o a lo sumo tratar de enmarcarlos dentro del panorama científico de su momento (más o
menos contemporáneo de Copérnico.) Para hacernos una idea, de Cusa afirmaba que
el universo era una esfera infinita carente de centro. Más allá de estar o no
de acuerdo ni con la forma ni con el fondo de la afirmación, lo que justifica
su presencia hoy aquí es precisamente el elevado grado de sutileza que subyace
formalmente a su afirmación. ¿Una esfera
sin centro? ¿Resulta tal cosa posible siquiera en nuestro pensamiento? En
palabras propias de Platón sería la existencia per se de una idea inconcebible para un Hombre por ser incapaz de
pergeñarla por si mismo, motivo suficiente para asumir la existencia de un ser
superior responsable de haber metido tal
consideración en nuestra cabeza. Dicho de otra manera, la contradictio in adjecto presente en el
desarrollo de Nicola de Cusa nos lleva, por el mero hecho de aceptarla, y la
aceptamos por el mero hecho de manejarla semánticamente; a asumir la presencia
de un Ser Superior que es capaz de inferir en nosotros descalabros propios de
pensar un hecho e inmediatamente su contrario.
De esta manera, y para ir satisfaciendo la cuestión que hace
rato viene trayendo de cabeza a los que han iniciado la lectura de la presente
desde la esperanza de encontrarse con alguna suerte de inspiración navideña,
habremos de decirles que muy probablemente todo el protocolo que históricamente
se ha venido desarrollando en aras de refrendar el episodio de Belén puede ser
o no verdad. Sin embargo lo único que resulta inexcusablemente grande es el
recorrido histórico que el mismo ha llevado a cabo como otra parte más de los
enormes desarrollos que el hombre ha logrado en esa ingente labor que pasa por
primero, entenderse a sí mismo, para después poder lanzarse en la no menos
ardua labor de tratar de comprender todo lo demás.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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