Es a menudo la Historia, poco más que una conmemoración de
sucesos, que una cronología de hechos, si no de percances, más o menos
ordenados según el gusto cuando no el mero interés, de quien resulta
encomendado de llevar a cabo semejante tarea.
Sin embargo, en pocas, en contadas ocasiones, la Historia se
convierte en una alocada aventura en
la que un hecho singular da paso a otro si cabe más intenso; en el que un
acontecimiento se revela por sí mismo como histórico,
erigiéndose en hito incluso para
los que resultan contemporáneos, impregnando con su ensalmo todo lo que es propio, dictaminando en función de la
distancia que respecto del mismo guardan el resto de cosas, qué ha de ser
tenido por propio, y que ha de ser
eyectado por ser muestra de condición
impropia.
Sensaciones, más que sucesos, en todo caso reservados a los elegidos. Los elegidos, una suerte
cuando no una auténtica categoría moral, llamados
no tanto al éxito individual, como sí más bien a provocar el enardecimiento en
aquellos que de manera consciente o inconsciente forman junto a ellos parte
intrínseca de esta a menudo
incomprensible pintura hacia la que a menudo tiende la interpretación de un
mundo, el que nos rodea, cuya intrínseca complejidad nos ha llevado a abandonar
en la fustigante labor emprendida en pos de lograr las claves que nos
permitieran lograr su desciframiento, pero que a medida que nos introducen en
lo que creemos son las esencias del
monstruo, no hacen sino desvelarnos lo lejos que estamos no ya de
comprender la realidad, como incluso de interpretar los fenómenos mediante los
que ésta se nos revela, casi siempre por medio de sutiles destellos.
Destellos, sutileza, presagios; son conceptos propios de una
época propicia para una sociedad genial; y quién sabe si definitivamente
vinculada al surgimiento de genios. En cualquier caso, y haciendo uso, que no
abusando, de la ventaja que nos proporciona una vez más la perspectiva; podemos
afirmar sin miedo a errar en forma de exceso de confianza, que el Siglo XVIII
estuvo sin duda llamado a apropiarse de todos estos conceptos, aportando a
cambio la virtud de que lejos de provocar un conflicto diplomático con la
Historia (hecho que bien pudiera haber acaecido de haberse observado temeridad
en el uso de “lo apropiado”,) el
cúmulo de conductas que desde dentro se desarrollaron con absoluta naturalidad, nos llevan sin la menor de las dudas a
tener que considerar abiertamente la posibilidad de que nos encontremos ante
uno de los momentos más intensos de
la Historia.
De hecho, el Siglo XVIII actuará como marco incomparable de
multitud de hechos la mayoría de los cuales resultarán impresionantes en sí mismos, no teniendo en cualquier
caso, que hacer demasiados esfuerzos a la hora de identificar en aquéllos que a
priori no parecían dotados de significación necesaria en sí mismos, un halo de
contingencia que lejos de conducirlos al menosprecio, termina por erigirlos en
catalizadores de los que a su vez terminarán por ser grandes descubrimientos,
avances y logros; afectando todos ellos a las más diversas estructuras,
materias, o consideraciones.
Podemos así pues afirmar, y por ende lo hacemos, que el
XVIII constituye en todo su esplendor un ejercicio activo de revisión de los
parámetros que habrían de ser tenidos en cuenta antes de enfrentarse al cambio
estructural del que el propio Hombre del
XVIII será marca y a la sazón testigo.
Nos encontraremos así pues, sin el menor género de dudas,
ante un hombre diferente. Es el Hombre
del XVIII, el primer hombre que es. El Hombre del XVIII es, en tanto que es el primero en tener plena conciencia a la vez
que neta consciencia de sí mismo. El Hombre del XVIII sabe de sí mismo, siendo por ello el primero en estar plenamente capacitado
para saber de todo lo que no es él mismo.
Estamos así pues ante el primer científico completo. El primero verdaderamente preparado para conocer todo lo que le rodea; el primero
preparado para sorprenderse, sin que de tal sorpresa por primera vez haya de
extraerse miedo.
El primer hombre libre de miedo, quizá por ello el primer
hombre propenso a la
Libertad. Mas la Libertad, como la mayoría de los grandes conceptos, resulta propenso a
causar indigestiones, no tanto por el efecto que puede llegar a causar su
elevado consumo, como sí más bien el que se deriva de la reacción que
experimentan los cuerpos que no habiendo disfrutado
de su presencia, se enfrentan ahora, de repente, a la ardua labor que va
ligada a la digestión de ésta.
Nos encontramos así pues ante un hombre que bien pudiera
considerarse como un experimento en sí mismo. No en vano, la mayoría de los
escenarios tanto físicos como por supuesto intelectuales en los que más que
vivir, se debate, están impregnados de un aroma incipiente que rezuma novedad.
Para entendernos, todo en el Hombre del XVIII huele a nuevo, y eso es, sin duda, sinónimo de territorio fértil
para los que quieren sacar tajada, bien
resucitando viejos temores, bien dando respuesta a las nuevas dudas a través de
las consideraciones que resultan a modo de conclusiones del nuevo invento
procedimental denominados Método
Científico.
Se trata pues, o mejor dicho, en cualquier caso, de un
escenario diabólico en el que hecho antagónicos juegan partidas inmisericordes
amparados en la certeza de la dramática apuesta que se desvela del hecho de
comprender que, tal y como ocurre entre un electrón y un protón, cualquier
suerte de aproximación inaudita se traducirá inexorablemente en la desaparición
de ambos. Y tales hechos acontecieron, ¡vaya si lo hicieron! Tal y como cabe
imaginarse, provocando con tales choques un nuevo universo de luces, presagio
de la ingente cantidad de energía que era liberada; energía que por el bien de
todos había de ser debidamente canalizada pues de no ser así, paradójicamente, bien podría
amenazar a la Humanidad entera.
La pregunta de cómo podía estar toda la Humanidad en peligro merece sin duda una respuesta a la altura. Y de tal
hablamos cuando decimos que la Humanidad a finales del XVIII se encuentra en
peligro en tanto que se encuentra bajo la amenaza del más peligroso de los
males, aquél que logra pasar desapercibido no tanto por su capacidad para
mimetizarse, como sí más bien por contar con el más eficaz de los métodos de
camuflaje; el que te proporciona tu rival cuando es incapaz de sentirte como
una amenaza, precisamente porque su autocomplacencia le aboca a abrir todas las
ventanas para que entre la luz, aparentemente
inconsciente de que con ello flanquea también el paso a las tinieblas.
Debates que integran en el presente los presagios de futuro
que se significaban de manera evidente en los desarrollos de Descartes; y que
se vuelven ahora más certeros si es que tal cosa fuese posible precisamente a
colación de las grandes dosis de realidad que a consecuencia de los mismos y de
otros aportan los edificios contraídos
por Kant; no hacen sino implementar poco a poco la idea de que el Hombre ha de empezar a caminar solo, sino que
lo hace con una fuerza inusitada, una fuerza que en contra de lo que pudiera
parecer amenaza con pecar por exceso arrebatando
al hombre todo cuanto tiene; haciendo con ello perder en un instante, lo que ha
costado toda una eternidad conquistar.
Es entonces cuando en mitad de tamaña tormenta, tal y como no puede ser de otra manera, en terreno
inhóspito, propenso pues a la confrontación dialéctica, donde verá la luz no
tanto nuestro protagonista, como sí más bien su obra.
Porque estamos en el caso que encierra la paradoja
existencial de Ludwig Van Beethoven, ante uno de esos no extraños como sí más
bien extravagantes casos en los que la
obra supera a su creador. Y en
contra de lo que pueda parecer, o concretamente como pasa en la mayoría de las
otras consideraciones en las que tal hecho se observa, no precisamente porque
el hombre que hay tras la misma sea un pusilánime, más bien al contrario. Lo
que pasa, en conclusión, es que la obra de Beethoven supera con mucho, a la
mayoría de circunstancias que
implementadas o acontecidas en el siglo, merecen en tanto que tal, ser tenidas en cuenta.
Abrumado por el contexto, Beethoven será víctima
propiciatoria de lo que bien podríamos denominar efecto Mozart. Sus síntomas eran bien conocidos, y se encuentran
perfectamente descritos en las biografías de todos los que perteneciendo
fundamentalmente a la incipiente burguesía que a la sazón nacía al albor de la
revolución cuyos preceptos esenciales ya hemos contextualizado suficientemente;
se erigían según sus padres en justos
herederos de la “obra y milagros” del fallecido Mozart; el cual tras haber
sido injustamente castigado en vida, y lapidado a su muerte con el látigo de la indiferencia; se erigía
ahora en portador de los consabidos parabienes de una Sociedad que a base de
comer en las mejores bandejas, necesitaba ahora de abandonar el deleite para
asumir logros auténticamente provechosos.
Será así pues el niño Beethoven castigado por la inmundicia moral demostrada por un padre
alcohólico empeñado en mostrar a sus conocidos la grandeza de un hijo al que de
principio obligará a tomar clases de piano y clarinete; no dudando en sacarle
de la cama a horas del todo impropias en un desmedido afán de mostrar a sus
seguidores la carrera hacia el éxito que su hijo, al que no dudará en tildar de
El Nuevo Mozart, ha comenzado.
Hechos como éste, irán poco a poco cercenando la estructura
social de un ya por sí tímido niño que encontrará en la soledad en principio
forzada a la que le abocan las horas de clase, la excusa perfecta para alejarse
después de una sociedad que lejos de comprenderle, amenaza con arrojarle al
ostracismo, haciendo bueno por enésima vez el hecho de que el mundo destruye
todo lo que no comprende.
Se verá así pues Beethoven abocado al mundo, o tal vez sería
más justo decir que el mundo habrá de acostumbrarse a un Beethoven en el que la
confluencia de múltiples factores, terminan por consolidar la certeza de un
genio. Porque efectivamente, Beethoven era un genio; pero un genio dotado de
virtudes diferentes, e incluso en algunas ocasiones, abiertamente enfrentadas a
las atesoradas por el Mozart tras cuyos pasos su progenitor quiso ponerle.
¿Significa esto que existe una correlación entre Mozart y
Beethoven? Obviamente, no. Lo que sin embargo sí que se observa es la dicotomía
que de las formas de proceder de ambos nos permite afirmar no solo las
evidentes diferencias que entre ambos compositores existen; sino poner de
manifiesto el impacto dialéctico que al respecto se dirime. Así, de observar a
un Mozart genial en el sentido
literal que todos podemos a tal efecto suponer es decir, alguien a quien la
grandeza acude sin requerir esfuerzo alguno; para Beethoven hemos de imaginar
un terreno más dado al conflicto ético. Y digo al conflicto ético porque si tal
y como es sabido Mozart componía para los demás, siendo su música estrictamente
pública, en el caso de Beethoven eran las consideraciones personales las
encargadas de discernir al respecto de la corrección o no de una frase, de un
pasaje, o de un motivo.
De esta manera, Mozart queda fuera de cualquier tiempo, no
en vano la genialidad es atemporal, quedando fuera de cualquier límite o
parangón. Mas al contrario, la capacidad de trabajo de Beethoven le lleva a
promover por méritos propios su ascenso a la condición de Músico del XVIII por excelencia.
Era capaz de pasarse horas con una frase. Escribía, leía y
volvía a escribir, repitiendo y reescribiendo una y mil veces ese determinado momento que no le sonaba. Buscaba la perfección, ¿por qué? No solo porque
creyera en su existencia. Mucho más importante, porque creía que el Hombre
estaba capacitado no solo para acceder a la misma, sino que estaba preparado
para lograrla con sus propios medios. ¿Puede ahora alguien poner en tela de
juicio que, efectivamente, estamos ante el Primer
Compositor Romántico de todos los tiempos?
Con todo, o más concretamente a pesar de todo, inciden en
Beethoven todos y cada uno de los considerandos propios de percibir más que de
saber hasta qué punto siempre quedará algo por decir.
Probemos pues a escuchar su Música. Sin duda, un permanente
presagio del infinito.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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