Abrumado el hombre una vez más ante la extraña sensación que
produce el no ser tanto consciente del Tiempo, como sí más bien y a lo sumo, de
los efectos que el mismo causa sobre nosotros, efectos que además tienen
sobrado reflejo en nuestro derredor; es cuando más sentido adquieren los esos
procesos creados ad hoc con los
cuales tratamos en muchos casos de suplir nuestras múltiples carencias,
logrando como mucho acaparar, a lo sumo y con suerte, los trozos de cristal
roto que se erigen en fatuo obelisco, dedicado en este caso a rememorar la
miseria que por otro lado es propia a esa, nuestra especie; la única que siendo
consciente de sí misma, vive por y para siempre inmersa en la neblina que
produce el hallarse siempre en disposición de alcanzarlo todo, habiendo en la
mayoría de las ocasiones de contentarse con disfrutar del (supuesto) placer del
procedimiento que necesariamente hubo de extenderse en pos de la ansiada
búsqueda.
Vive pues, el hombre, en un aparente sinvivir. Pero bien, o incluso mal, mirado… ¿Qué es en realidad
vivir? No está por supuesto la cuestión formulada desde un aspecto ni tan
siquiera antropológico, ni se halla pues la respuesta a la espera de que la
misma se afronte desde una perspectiva filosófica. Sin embargo, no resulta
menos cierto que la mera a la par que increíble potencialidad que encierra el
mero hecho de que podamos ni tan siquiera acceder a la formulación de la misma,
ha de resultar suficiente para darnos una mera muestra de lo increíble que
resulta el mero acto que es el Hombre
en si mismo para, a renglón seguido y sin solución de continuidad, dejarnos sin
aire ante la mera idea que ha de suscitarse de considerar al Hombre como
potencia, como hipótesis; o ahora sí, como dijo el filósofo: el Hombre no en estado, como si más bien en
permanente desarrollo. Un Hombre que se define respecto del Tiempo “en tanto
que tal.”
Un Hombre pues, en permanente desarrollo. Un Hombre a cuya
definición renunciamos toda vez que tamaña presunción no encerraría sino una
suerte de contradicción en un deje torticero
toda vez que lo único que ha quedado a estas alturas claro es que el Hombre no
es, sino que está siendo, permanentemente.
Un Hombre que, en caso de que verdaderamente se encuentre en
nuestro objetivo, nos obliga a acceder a él de manera indirecta o sea, a través
de sus creaciones.
Nos predisponemos así pues para acceder de lleno a una de
las facetas más comprometidas y por ello más profundas de cuantas conforman la
integridad de lo que nos hemos dado en llamar “Hombre.” Nos referimos
obviamente a la que compendia el conjunto de realidades que tienen su génesis
natural en el Hombre. Llegados a este punto, resulta no ya importante como sí
más bien imprescindible aclarar la suerte de contradicción que en consonancia
con la bruma de la que anteriormente hemos puntualmente alertado; que la capacidad de creación en este caso
descrita a la par que atribuida al Hombre, responde a una sucesión de
adaptaciones tipo. Se trata, para entendernos, de una actitud, esto es, de una proceso en sí mismo destinado a promover
en su receptor una serie de modificaciones sean éstas de la naturaleza que
sean, destinadas en todo momento a favorecer al individuo (ejemplo de
humanidad) en el proceso de adaptación generalizado dentro del que como
evidencia se hallan implementados.
Arroja esto cualquier tipo de percepción maliciosa promovida
por quienes hubieran intentado ver en la adopción del protocolo creativo alguna
suerte de cesión en aras de ceder espacio a una suerte de beneplácito que
terminara por arrumbar nuestro presagio de Hombre hacia unos derroteros divinos. Por no perder la naturaleza de
la narración en sí misma, diremos que la diferencia estriba precisamente en la
naturaleza del origen de la habilidad creadora. Así, en el caso de un Dios es
ésta su potestad básica, en tanto que es la que le define, de ahí que no tuviera el menor sentido arrogarle a la
misma una condición que no estuviera inherentemente ligada a la propia
naturaleza del Dios. Estaríamos pues en tal caso hablando de una aptitud, de una capacidad, ajena por
ello a los cambios propios que se esperan de un proceso adaptativo, por
definición ligado al cambio.
Resuelta pues tamaña duda, lo cual visto lo visto no es
poco, nos sorprendemos disfrutando una vez más de la maravillosa paradoja que
una vez vinculados a estos temas así como a su tratamiento, suelen darse de
manera lo suficientemente habitual como para llegar a plantearnos hasta qué
punto han o no de disfrutar de la condición de casuales.
Así, en el caso concreto que hoy nos impregna, tamañas sutilezas adquieren un valor especial en la
medida en que nos sirven para, nada más y nada menos, que categorizar el índice de importancia de, precisamente, tales
creaciones.
Obviamente no todas las creaciones son iguales. No todas
tienen el mismo efecto sobre los Hombres, ni por supuesto afectan de igual
manera a los mismos. Sin embargo, y sin necesidad de acudir a ningún elemento
de clasificación, intuimos que existen procedimientos
destinados a lograr algo más que la mera confección de realidades. Estaríamos
así pues hablando de la existencia de protocolos
cuya satisfacción redundaría de la consecución no tanto de realidades
materiales; como sí más bien de la satisfacción de esas otras necesidades que
lejos de hacernos débiles, no hacen sino poner de manifiesto nuestra condición
especial.
Hablamos, obviamente, de la tremenda distinción que opera
sobre el Hombre cuando éste se erige en competente para crear, nada más y nada
menos, que compendios de normas que con
el tiempo y de la práctica derivarán en auténticos Cuerpos Legales los cuales, por su evidente evidencia metafísica,
contribuirán a aumentar en nosotros el regocijo de nuestra especificidad toda
vez que la existencia de los mismos, prueba evidente de su necesidad, viene a
postergar en parte el frío que ligado
a la condición de contingente, ha amenazado en ocasiones con arruinar la paz de espíritu del Hombre Moderno
(entendiendo como tal el que viene viviendo desde el siglo XVIII.)
Se erige así pues, la capacidad para legislar, como un
monumento si no a la Humanidad, sí seguro a las diferencias que ésta atesora,
las cuales más que definirla, sirven para establecer diferencias categóricas
respecto del resto de entes con los que compartimos avenencias. La Legislación
que, tomada como idea, podría no obstante verse resumida a un compendio de
artículos cuando no de premisas que, de no gozar de la aquiescencia de cuantos
la conforman, se reduciría en definitiva a algo cuyo valor superaría en poco al
del papel en el que se supondría ésta pudiera haberse impreso.
Pero tiene la Ley, pues de esto nada menos estamos hablando
ya, un poder que va mucho más allá. Un poder que procede de la libre aceptación
de la misma que por parte de los hombres se lleva a cabo una vez éstos se han
convencido toda vez fundamentalmente que la experiencia de una vida sumida en la barbarie, les ha convencido
de la necesidad de una Ley destinada a hacer valer los derechos del individuo
respecto de la barbarie.
Porque bien mirado es decir, después de haberla despojado de
sus múltiples remilgos, en definitiva de esto y de nada más se trata; de
podernos sentir orgullosos de nada más que de la Sociedad que hemos sido
capaces de darnos. Una Sociedad que en definitiva se esfuerza por consolidar
una cerrada defensa de los derechos de los ciudadanos cuando éstos se ven
amenazados por estructuras superiores en magnitud; magnitudes que en ocasiones
pueden llegar al grado de estatales.
Porque qué si no eso es lo que subyace a la Naturaleza misma
de una Constitución. La Constitución encierra no ya tanto la definición de civilizada de la que puede presumir
cualquier sociedad qua ha alcanzado el nivel que la autoriza a ser garante en
si misma de su existencia misma; como sí más bien el valor que se observa del
derecho mismo a poseerla. La causa es a la sazón evidente y se resume en el
hecho de que la complejidad de los protocolos que necesariamente han entrado en
juego en pos de lograr su consolidación son de tal calibre, que el mero hecho
de haberlos superado denota ya el derecho de la misma a erigirse en digna
poseedora de la misma.
Pero una Constitución es distinta del resto de Leyes, y la
causa está ya expresada en la propia naturaleza de los parámetros anteriores.
Una Constitución es en sí misma un protocolo, un compendio de aptitudes
destinadas como tal a promover en sus receptores los cambios que desde un punto
de vista adaptativo resultarán imprescindibles a la par que absolutamente
naturales en tanto que unido al inexorable dinamismo de la evolución, va la
necesidad de proceder con los cambios destinados a promover y potenciar nuestra
habilidad máxima, la de la adaptación.
De esta manera, siendo La Constitución un instrumento en sí
mismo destinado desde su génesis a promover el cambio de las sociedades que
regulan vinculadas al tiempo, las relaciones entre los hombres, en su
naturaleza ha de estar de manera inexorable el gen del propio cambio pues de lo
contrario, el proyecto nacería muerto o peor aún, se mostraría ante nosotros
como una patraña, como una muestra del mayor de los fraudes de los que el
Hombre Moderno hubiera sido testigo.
Celebremos pues la Constitución como algo vivo, como algo
propio. Algo que está vinculado a nuestra condición de sujetos sociales; a lo
cual todos podemos aportar.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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