Resulta curioso, pero una vez alcanzado el momento destinado
a erigirse en nuestro presente, una
vez que de nuevo el instante ha sido otra vez seducido, siendo de tal hecho prueba el reconocer en el reciente
pasado el instante destinado a quedar reservado en nuestro pasado, a lo sumo en
forma de recuerdo; es cuando por un instante sentimos el efecto de la nostalgia
que adopta la forma de connivencia con el ayer.
El paso del tiempo da lugar a un Nuevo Tiempo. Un tiempo sin destino, toda vez que en consonancia
con el tórrido momento que nos toca presenciar, asistimos en silencio al lento
pero a la sazón ya imparable desmoronamiento del que como edificio, constituyó si no el mejor refugio posible, sí el único
que conocimos.
De manera lenta, dolorosa, apoyado en el eufemismo del son cosas que pasan; el nuevo policía
cumple con su misión y, ejerciendo su labor de manera parecida a como ocurre en
el momento en el que se ejecuta un desahucio con niños, las víctimas, presas de
una suerte de alineación incomprensible no solo para los demás sino ciertamente
para ellos mismos, emprenden solícitos
el camino hacia el atardecer que les regala el horizonte.
Nada somos, nada poseemos, en tanto que nada podemos llevar
con nosotros una vez emprendido el ultimo
viaje. Puede que después de todo, tal sea la única certeza cuya posesión
nos está permitida.
¿Cuál es entonces la decisión correcta? ¿Tiene sentido
enfrentarse al viento sabiendo que tarde o temprano todas las hojas le serán
arrebatadas al árbol, quedando desdeñosamente acumuladas en el primer requiebro
formado por la tapia del jardín?
Muchos se han venido haciendo éstas y parecidas preguntas a
lo largo de la historia, prueba evidente de ello es que efectivamente existe la
propia historia. Y la respuesta que han alcanzado se pone de manifiesto ante
nosotros con la fuerza que proporciona el saberse en posesión de una certeza
que no se puede explicar, que solo se puede experimentar. La certeza que pasa
por aceptar que si bien efectivamente las hojas le son arrebatadas
convirtiéndose en desdeñados objetos que como juguetes del infinito son
regurgitados por el viento en una danza macabra que baila con el presente; no
resulta menos cierto constatar que el árbol sigue ahí. Y seguirá un año más.
Se ubica en la consciencia del paso del tiempo una de las
más eminentes fuentes de presagio de la condición diferencial de la que goza el
ser humano en relación al resto de entes que habitan este mundo. La comprensión
del paso del tiempo, hecho que acontece primero a partir de la percepción de
los efectos que el mismo produce en quienes nos rodean; permite al individuo
llevar a cabo posteriormente las extrapolaciones necesarias encaminadas a
concebir las consecuencias que los mismos suponen para él mismo. Es así como el
hombre se enfrenta poco a poco, primero de manera superficial, para ir luego
profundizando en la misma, a cuestiones tan profundas
como puede ser la propia contingencia, una vez establecidos los campos de
duración al respecto de lo que la propia vida dura, y lo poco o lo mucho que
tal hecho supone en relación a la vida de otros de los ya mencionados compañeros de viaje que junto a nosotros
componen la dotación de este enorme arca que
tal y como ahora sabemos surca un mar
aparentemente infinito.
Es entonces cuando una vez la paradoja se ha puesto
definitivamente al servicio de la ciencia, que conceptos hasta el momento
desabridos, tales como necesidad,
infinito y ¡cómo no! eternidad, se ponen de nuevo ante nosotros para
hacernos testigos de nuestra grandeza, la cual se erige a la par en canon de
nuestra miseria.
Somos seres condenados. Esclavos perpetuos, unas veces de
nuestra conocimiento, las más de nuestra ignorancia, es la nuestra la única especie
dotada de consciencia. Somos portadores de nuestro propio saber, pero en
realidad portamos nuestra mayor miseria, la que pasa por comprender que saber
es solo, en la mayoría de los casos, intuir lo mucho que se ignora.
Conocimiento e ignorancia, certeza y duda; son o a lo sumo
se revelan como las metáforas que nuestra brevedad nos obliga a emplear a la
hora de constatar la que no es sino la gran
verdad, el conocimiento supremo, el que nos hace diferentes de manera
eficaz: el que pasa por saber que definitivamente somos, si bien estamos
efectivamente condenados a dejar de ser…
Es el presagio de la propia muerte, el que causa sobre
nosotros el curioso efecto de permitirnos valorar la vida. Lejos de
devanarnos la cabeza aquí y ahora en torno a sesudos debates en aras de un
asunto cuya consecución más evidente pase por el turno de la insatisfacción; de
lo que no obstante no nos guardaremos es de constatar cómo, efectivamente, el
saber de la muerte y de su presteza nos conduce, ya sea como individuos, o incluso
como especie, a vivir la vida de otra manera.
Se consagra el vivir al
ejercicio efectivo del presente. Sin embargo, una de las más bellas
disposiciones a partir de las cuales puede el hombre homenajear tanto a su
condición, como fundamentalmente al elogio que supone la comprensión de la
misma pasa, efectivamente, por la predisposición activa hacia la ciencia
encaminada a ensalzar que no a embellecer, el cúmulo de disposiciones, logros y
acontecimientos de los que el conocimiento eficaz de nuestro pasado nos hace
artífices.
Aplicados sobre la historia procederes destinados a hallar
en el individuo solvencia suficiente que convierta en plausible el proceder por
medios deductivos, es como encontramos en la
tradición recurso suficiente desde el cual erigir si no el destruido
edificio sí tal vez algo un poco más modesto, que en cualquier caso sirva para
proporcionarnos cobijo en estos desmadejados tiempos, en los que el ulular del
viento nos vuelve netamente conscientes de la intensidad de la tormenta que todavía
hoy, está por llegar.
La tradición, unas veces concepto, otras en sí mismo ente.
Unas veces guardián pétreo de nuestros logros, caverna oscuras en cuyo fondo
descansa a menudo las mayores de nuestras miserias; se ha confabulado siempre
con o contra el tiempo para, tal y como hiciera Prometeo, aliarse con los
hombres en un tal vez pobre intento de equilibrar las fuerzas en la desigual
guerra que éstos libraban con los dioses.
Adquiere así tal vez la tradición no solo como concepto, ni
siquiera como procedimiento. Resume la fuerza de la tradición en la aptitud a
partir del regalo que a quien osa conocerla lleva a cabo proporcionando en el
caso que nos ocupa, al hombre que ambicioso osa siubducir bajo sus capas al
hacerle partícipe del gran misterio que supone el poder conocer el presente, a
la vez que presagiar el futuro, a partir del poder cuasi místico que
proporciona el conocimiento seguro del pasado.
Es entonces cuando en el contexto propio al inicio de este
2016 podemos atisbar, pues tratar de concretarlo se convertiría en un ejercicio
carente cuando menos del indispensable uso de esa virtud que es la humildad; un
viso de la importancia que precisamente en tiempos inestables como los que han
venido constituyendo nuestro pasado más reciente, tienen consideraciones tales
como la de contar con un promontorio sobre el cual elevarnos en ese siempre
complejo ejercicio de mirar en pos de saber hacia dónde conducir nuestros
pasos.
Es a partir de la comprensión de estas cosas, y de otras
parecidas, cuando acertamos a intuir la importancia casi mística que adquiere
la existencia de cuestiones cuando no de procedimientos que se traducen
curiosamente en la percepción de la importancia casi vital que bien podemos
aportarle a ejercicios dotados de la habilidad de proporcionarnos una noción
firme de cuál es nuestra posición en el presente, a partir precisamente de la
percepción de hechos repetidos en el pasado.
Es desde la disposición mental que tal conocimiento nos
proporciona, desde donde hemos de proceder de cara no tanto a entender, como sí
quizá más bien a intuir la importancia que algunos le suponemos a comenzar el
año con el concierto que desde Viena año tras año supone la bienvenida que al
nuevo periplo le brinda la Orquesta Filarmónica de Viena.
Incansables, aunque nunca repetitivos, las concepciones
musicales con las que La Dinastía Strauss retrató en unos casos, y consolidó en
otros la visión que desde entonces unos y otros tendríamos de la época que a
ellos les fue propia; han copado las mañanas de cada día de Año Nuevo.
Se sepa o no de música, todo el mundo sabe en realidad de lo
que hablo. Porque cada día de Año Nuevo los valses, las polcas, e incluso los más desconocidos, los
gallops, forman parte imprescindible de nuestra manera de considerar lo que es
una forma adecuada de enfrentarnos cuando menos a las primeras horas del Año
Nuevo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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