Pocos, por no decir ninguno han sido los monarcas capaces de
despertar en España tantas expectativas ante su llegada, tanda decepción una
vez vistas sus formas, y puede que tantos y tan intensos suspiros de desahogo
tras su marcha.
Decir que la historia de Fernando VII es la historia de una
desgracia, tal y como algunos no solo han dicho, sino que han llegado a
acuñarlo encierra, cuando no un suerte de injusticia, si seguro una mala
interpretación de la realidad procedente en todo caso de apostar que,
efectivamente, un solo hombre, por muy rey que fuera, se hallaba todavía por
aquel entonces en disposición no ya de hacer, ni tan siquiera de suponer, que
podía hacer lo que le diera la real gana.
Mas revisados los procederes, así como por supuesto los
antecedentes, y muy especialmente los consecuentes, que podemos decir sin ánimo
de equivocarnos, y aunque parezca mentira sin el menor ánimo de sembrar
polémica al respecto, que la manera de tratar los considerandos, así como las
decisiones que a tenor de los mismos se promovieron, distan mucho, a la vista no tanto de las consecuencias cuando
sí más bien del análisis de los antecedentes y los protocolos en sí mismos; de
ser los adecuados, por muy condescendiente que al respecto se desee manifestar
uno mediante la aplicación de la consabida presunción
de inocencia vinculada al ejercicio de la perspectiva.
Decir que Fernando VII es, en tanto que tal, un hombre de su
época, limitado por algunas de sus circunstancias, a la par que amparado en
otras; bien podría parecer no haber dicho mucho. Sin embargo, una vez no tanto
el significado como sí más bien las connotaciones de esa afirmación son vinculadas
no tanto a la condición de monarca, como sí más bien a las propia de hombre (aceptando que tamaña separación
pueda verdaderamente llevarse a cabo tratándose de un rey), nos toparemos de
manera inminente con la concienzuda conformación de un hombre cuya composición rápidamente nos ilustrará en
relación a lo especialmente disparatada de tamaña afirmación toda vez que muy
probablemente, Fernando VII haya sido el monarca que con más interés y empeño
se ha lanzado en cada instante que tenía libre, así como en otros en los que
esa libertad no era tanta o no estaba tan clara, a marcar soberbias diferencias
al respecto de si mismo, hacia los demás.
Nacido y criado en un ambiente complicado, la época que le
es propia al rey es por definición una de las más ricas, a la par que más
evidentes, en lo que concierne a predisposición para las grandezas históricas.
En un análisis propenso a la obtención de un análisis más sencillo vinculado a
lo anterior, podríamos decir que el reflejo del colapso social del que la época
es ejemplo, tiende a disponer sobre el escenario una serie de antecedentes a
tenor de los cuales podemos anticipar excelencia en lo que se refiere a las
expectativas ligadas no solo a un reinado, sino al periodo en general que le es
propio.
Es entonces cuando a la vista de lo brillante de las
expectativas, y más concretamente ante el contraste que éstas ponen de
manifiesto en relación a las consecuciones digamos
reales, ya sean éstas materiales o no logradas por el rey en el ejercicio
de su cargo, que debemos de suponer una clara influencia, cuando no una severa
vinculación, entre las elevadas expectativas promovidas desde los que
impulsaron y apoyaron primero su nombramiento así como luego su retorno; y lo
verdaderamente escaso de la aportación que para el total de España puede devengarse de los sendos periodos de
reinado protagonizados por Fernando VII.
Nacido cuando todavía su abuelo Carlos III vivía, Fernando
VII no lo tendrá fácil para ganar ni
tan siquiera la que tradicionalmente en España se considera primera etapa en la
larga carrera hacia el trono, cual es la de obtener la condición de Príncipe de
Asturias, hecho que acontece en septiembre de 1789 una vez que su padre ha
ascendido al trono de España como Carlos IV, y tras haber sobrevivido a ocho del
total de trece hermanos engendrados por su madre, María Luisa de Parma.
Educado en los más sólidos principios de la solvencia
católica, el por entonces ni tan siquiera heredero crecerá inmerso en las
altisonancias de un proceso generoso en algunas de las circunstancias propias a
la hora de describir una época en decadencia cuales son, a saber, la
incapacidad para confiar en nadie (especialmente en los más cercanos) y sobre
todo la confirmación de la voluntad propia como fuente no solo de satisfacción,
sino en el caso de alguien destinado en
apariencia a constituir en torno de sí lo mejor de la condición regia; lo
que acabará degenerando en la consolidación de una personalidad no solo
desconfiada, sino propensa a la desobediencia primaria, la cual con el tiempo
acabará degenerando en la convicción de que la conspiración es un recurso
válido, sobre todo cuando se dirige como en este caso en aras de la defensa
propia toda vez que el objeto al que se atribuye la desconfianza es nada más, y
nada menos, que su propia madre, a la que aborrecerá profundamente, sobre todo
a partir del análisis del efecto que sobre la regia persona ejercerá el canónigo Juan Escóiquiz; de quien
aprenderá a odiar, en especial al favorito,
figura que en este caso recae nada menos que sobre Godoy.
Las zozobras que afectan no tanto, o más concretamente no
solo, a la Corona de España, alcanzan uno de sus momentos álgidos con motivo
del Motín de Aranjuez. Fruto del
mismo, Carlos IV se verá obligado a abdicar, pero una maliciosa a la par que
intencionada interpretación del Tratado de Fontainebleau ponen a Fernando VII
literalmente a los pies de los caballos al
tener que ceder en virtud del mismo la corona al rey decretado por Napoleón, nada menos que a José I Bonaparte.
Espoleado en este caso más por las acciones, por las
emociones obviamente negativas que su predecesor deja, el rey Fernando se verá
atropellado por las consideraciones propias de un pueblo que de manera
francamente carente de pruebas que lo respalden, ha puesto literalmente todas
sus esperanzas en un rey que no lo olvidemos, a partir de ese momento merecerá
el apéndice de el deseado. Sin
embargo tal y como la historia, una vez más, empecinada, se empeñará en
demostrar, España, o más concretamente el pueblo español, tendrá que prepararse
para la que sin duda será una de las más intensas decepciones que en lo
atienten al capítulo de jefes de
gobierno, guarda constancia.
Rescatamos aquí una de las consideraciones anteriormente
referidas, más concretamente la que hacía referencia a lo que podríamos decir presencia de un exceso de ego en la
personalidad del monarca; para cuando no justificar, si por lo menos hacer
comprensibles no solo los ardides sino la manifiesta falta de escrúpulos a la
que el monarca era tendente, sobre todo cuando éstos eran comportamientos
imprescindibles para lograr el triunfo de lo que en cada momento constituía el
deseo de su real persona, lo cual no
siempre guardaba relación de paralelismo con lo lógico, ni mucho menos con lo
más adecuado.
Vamos así pues poco a poco conformando no tanto el contexto
como sí más bien en este caso el aspecto psicológico de una persona que no
durará en utilizar, en el más amplio
sentido de la palabra, y siempre que ello abogue por la consecución de lo que
componen sus objetivos y deseos; todas y cada una de las circunstancias que en
cada caso el destino ponga en su mano las cuales, en manos de un hombre
competente no tanto para el gobierno como si más bien para la supervivencia,
redundarán en la consolidación de uno de los periodos más negros cuando no
abiertamente sórdidos de la Historia de España.
Sirviendo como ejemplo de todo lo expuesto hasta el momento
nada más y nada menos que la manera mediante la que se sirve de los constitucionalistas de Cádiz de los que
no duda en aprovecharse para luego no solo abandonarles cuando sí más bien
declararles abiertamente la guerra promoviendo descaradamente su
exterminio; lo cierto es que el mejor
cuando no el más acertado análisis que de tan atropellado periodo podemos hacer
en el escaso espacio al que la costumbre nos ciñe en estas líneas, pasa por la
específica mención del claro y evidente
intento de restitución de los procederes y más aún de las instituciones de
rango absolutista por las que Fernando VII abogará a lo largo de todo su
periodo.
Con ello, y apoyado ¡cómo no! por la Iglesia en este caso
bajo la alargada sombra de la corriente Jesuita ; Fernando VII reinstaura un
periodo de gobierno basada en el terror y facultada en el abandono de cualquier
corriente ilustrada que pudiera en este caso proceder del extranjero, limitando
con ello el acceso a las mismas de los pensadores españoles, certificando con
ello de manera definitiva la permanencia de España en un ostracismo no solo
cultural, sino flagrantemente social y por supuesto político, entendiendo éste
como la única fórmula que convertía en plausible la supervivencia del gobierno
en caso de extenderse conforme a los parámetros promediados y conocidos en
tanto que supuestamente expuestos.
Con todo, y por supuesto no a título de conclusión, el
reinado de Fernando VII se constituye, a todas luces, en uno de los periodos
más oscuros y a la sazón más difícil de concertar, de cuantos hemos vivido en
España.
¿Vinculado al contexto? ¿Reacción frente a la realidad?
Fuera como fuese, lo único cierto es que probablemente nos encontremos ante el jefe de gobierno menos capaz de la
Historia de España…¡Con permiso del presente!
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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