Constatada una vez más la presencia inequívoca de todos y
cada uno de los componentes que podríamos considerar imprescindibles para la
evocación, cuando no para el desarrollo de lo que sin duda denominaremos Drama Clásico, es cuando convencidos de
que cualquier tipo de manipulación por pequeña que sea no solo no mejorará en
absoluto los tintes de cualquiera de los originales, sino que en medio de la
constatación inequívoca de la mediocridad, solo lograremos constatar una vez
más lo mediocre del tiempo que nos es propio, haciendo surgir en nosotros la
trágica sensación de la frustración propia de la certeza mal atendida; será
pues por lo que habremos de satisfacer una vez más la insaciable necesidad de
nuestras almas, acudiendo raudos a nuestra cita con la Historia.
Constatamos ésta incapacidad del Hombre para saciar sus
verdaderos apetitos sobre todo en el hecho evidente manifestado en su
incapacidad para detenerse. Dicho de otro modo es el Hombre permanente
movimiento, aunque en la mayoría de ocasiones, sobre todo cuando logra recorrer
las mayores distancias, la sensación de movimiento no responde necesariamente con aquél que habría de
haberse llevado a cabo en el plano digamos físicamente
convenido esto es, en el plano del espacio físico.
Más bien al contrario, los
mayores logros asociados al movimiento, entendiendo al menos como tales
los que logran permanecer en el tiempo, se dan obviamente dentro de una
consideración física en la que el componente espacial no solo carece de
relevancia, sino que resulta efectivamente inútil a la hora de ejercer o
constatar acción o efecto alguno sobre el hecho considerado. Resulta pues que
de constatar la ineficacia de lo espacial a la hora de inferir efecto alguno
sobre las consideraciones de partida, que hemos de entender como imprescindible
la aportación que el tiempo por medio de la Historia puede hacer a nuestra
disquisición.
Es entonces que a medida que vamos poco a poco desentrañando
el puzzle en el que hemos entramado hoy la identidad, o en este caso
identidades de los protagonistas a los que rendimos tributo; vamos constatando
las dificultades propias de un proceso en otras ocasiones bastante más sencillo.
Es entonces que una vez superado el shock propio de la ya enunciada novedad,
que habremos pues de acudir a la aportación de la lógica en aras de ir apropiándonos del escenario que efectivamente
hemos vuelto a constreñir.
Es así que haciendo uso de los parámetros que hasta el día
de hoy han servido para erigir la lógica desde la que semana tras semana hemos
ido desentrañando la Historia y sus personajes a través de los vínculos que
ellos o en su defecto sus acciones, tenían para con la Música, es que hoy
habremos de tratar de identificar a dos personajes de consabido renombre y si
cabe mayor prestigio los cuales además tengan vinculación a partir del momento
histórico que protagonizaron, existiendo de manera conjunta o individual una
clara relación para con la Música.
Dicho así, las tinieblas del misterio que al menos en
apariencia jalonaban nuestro destino dejan paso a un suspiro de tranquilidad
cómplice cuando las incuestionables figuras de Giuseppe Verdi y Friedrich
Nietzsche emergen claras de nuestro imaginario basado en el pasado, para
protagonizar una vez más otro de nuestros episodios del presente.
Nacidos ambos bajo el inestimable sello que confiere el
siglo XIX, el compositor el 10 de octubre de1813 en Milán; en Weimar el 15 de
octubre de 1844 el… alemán, ambos vendrán como pocos otros a inflamar el
presente que les tocó respectivamente vivir. Y en contra de lo que se pueda
suponer dadas las en apariencias insalvables distancias que les separan, ambos
lo harán pergeñando y desarrollando estrategias que si bien pueden obviamente
ser y constituir realidades neta y absolutamente incompatibles, lo cierto es
que en ambos casos se dirimirá un denominador común no menos claro procedente
de la existencia de una suerte de espíritu común que en forma de llama, hará
arder en nuestros respectivos personajes un fuego
muy característico a la par que poco común, responsable en gran parte del
efecto que para sus contemporáneos, pero sobre todo para la Historia, tendrán.
Albergando en su interior de manera evidente el sello que
imprime la neta permanencia en el siglo XIX, ambos murieron con el siglo, como
si hubieran supuesto que o bien su genio, o bien la categoría de sus
aportaciones estuvieran amenazadas por alguna suerte de maldición que podría
traducirse en la constatación de verse víctimas de alguna clase de merma en el
caso de haber permitido que sus vidas se hubieran extendido más allá de los
límites impuestos por el mencionado siglo XIX.
Será así pues el siglo XIX, o para ser más exacto las
circunstancias que a título de definición lo enmarcan, lo que conferirá de
nuevo rango de sentido a todas y cada una de las afirmaciones hechas hasta el
momento, o que están por venir.
Es entonces, tal y como no podía ser de otra manera que el
Romanticismo, patrón indiscutible, dueño
del timón del barco que una vez más surca las aguas del mencionado siglo, se
erige por plena autoridad como el mejor de los arquetipos desde el que tratar
de aproximarnos cuando no netamente interpretar, el escenario sobre todo
temporal en el que hoy nos hemos sumergido.
Tanto es así que, rauda y magníficamente, si no todos sí la
mayoría de los grandes elementos que componen y trazan esta navegación acuden a
su cita no con el presente, sino con su tiempo en pos de reclamar lo que
siempre fue suyo.
Y entre todos, o en este caso concreto por encima de todos,
uno, el nacionalismo.
Componente substancial donde los haya, el Nacionalismo hace
gala como pocos otros de todos y cada uno de los ingredientes que elevan al
rango de mitos todas y cada una de las consideraciones propias que a su vez
erigen en inmortal el carácter del Romanticismo, más allá por supuesto de
cualquier limitación temporal dentro de la cual queramos constriñir semejante
fenómeno.
Es así que pocos fenómenos de estricta consideración social
como es el caso del nacionalismo, logran acaparar y de manera tan precisa todas
y cada una de las emociones cuya comprensión resulta a la par imprescindible
para determinar el grado de éxito del Romanticismo.
La pasión, el amor a la belleza en tanto que tal, pero sobre todo el tributo que a la belleza como
fin en si mismo que se lleva a cabo por medio de la exaltación de los sentidos
reflejado en el triunfo de lo que en cualquier otro momento hubiese sido
insoportable, como es el caso del Parnasianismo, vienen a describir un cuadro
cuando no una escenografía que si bien se muestra con tintes de sutil evidencia
cuando persistimos en la búsqueda del cromatismo característico del mentado
Romanticismo, comprobamos que no queda en absoluto desasistida cuando tratamos
de aplicarla al Nacionalismo.
Así, como entes estrictamente pasionales que ambos son,
conviven prácticamente en igualdad de condiciones cuando han de desarrollar sus
virtudes o sus iniquidades en los campos de batalla que les son propios, ya que
por más que pueda parecer difícil de aceptar, la Música y la Filosofía redundan
de manera inmisericorde al mostrarse como magníficos mecanismos destinados a la
exaltación de los valores y procedimientos que hasta el momento hemos descrito.
Además nuestros protagonistas han dado sobradas muestras de ser respectivamente
los mejores, cada uno en el ejercicio de
su respectiva disciplina.
Es así Verdi un músico nacionalista. La afirmación, lejos de
dar lugar a una interpretación que pueda abocarnos a una conclusión
reduccionista, ha de ser por el contrario sometida a la consideración que desde
el carácter magnífico del
Romanticismo se traducirá, en el caso de ser vista desde el punto de vista del
protocolo nacionalista, a un devenir en el que los factores de exaltación
pondrán especial énfasis en este caso sobre los condicionantes destinados a
incrementar, en la medida de lo posible la valía de los entes amplificados, en
tanto que los mismos proceden netamente de una cultura respecto de la que
pueden establecer nexos cuando no elementos de comparación. De esta manera
Verdi se verá inmerso en un proceso de doble
dirección en tanto que la firme voluntad de exaltación de lo nacional, a
partir de su empeño en utilizar como sustento conceptual elementos y estructuras
del folclore por definición típico de Italia, redundará en una implementación
que acabará por hacer resurgir el movimiento alimentando con ello los
procederes de una Italia en plena efervescencia la cual, por otro lado, no
tardará en saltar por los aires. Por otro lado, el marcado interés que en pos
de colocar en su justo lugar tal arte desarrollará en Verdi unas acciones que
en el estricto marco de lo compositivo redundarán en una notable mejora de las
ya de por sí notables habilidades del compositor, denotando con ello la certeza
que algunos tenían y que les llevaban a tomar como posibles las sospechas de
que efectivamente, nos encontrábamos ante uno de los compositores con más
talento de todo el XIX; sin duda el que se ubicará en el ecuador procedimental destinado a separar a los partícipes del Bell Canto, de los que habrán de venir
implementando lo que luego se conocerá como verismo.
Por otra parte, la relación de Nietzsche con el nacionalismo
es, a la par que más complicada de definir, mucho más difícil de determinar, en
tanto que siguiendo los parámetros que resultan convencionales en todo lo que
tiene que ver con el autor y su obra, ésta resulta absolutamente oscura.
Para empezar, la relación de Nietzsche con el nacionalismo
es abordada por el autor, como todo lo que acontece en su filosofía, de manera
absolutamente propia, quedando por ende muy alejada la realidad, o al menos
aquello que el autor consideraba como su realidad, de lo que acababa siendo lo
comprendido por el autor.
Así, el nacionalismo entendido como exacerbación de un
cierto sentido de pertenencia a algo, en este caso a un país, parece no tener
sentido en el caso de las concepciones expresadas a tal efecto por el filósofo de Weimar. A pesar de ello, una
comprensión más profunda de las disquisiciones definidas por el autor a lo
largo de sus múltiples escritos nos permiten erigir una suerte de teoría a
partir de la cual la patria del Hombre es el propio Hombre, de manera que cada
individuo asume la sagrada obligación de
conocerse a sí mismo dicho lo cual podrá asentarse
en el lugar que mejor le permita desarrollar estas ideas, desarrollándose
él con ellas.
El Hombre como patria de sí mismo. A partir de esta
disposición, la obligación de desarrollo del Hombre a partir del esquema de
búsqueda del Superhombre determinará un planteamiento en el que, sin ser
abordado de manera específica, podemos no obstante identificar los componentes
propios de la lucha que otros autores determinarían dentro del enfrentamiento
contra el extranjero, en este caso en la lucha que el Hombre ha de librar
contra todas las pulsiones que son residuales en tanto que le alejan de su sagrada obligación, la que pasa por el
desarrollo del Hombre en toda su expresión, una expresión que recordemos
resulta magnífica en el caso de seguir los preceptos nietzschelianos.
Para finalizar, podemos decir que el elemento que finalmente
con mayor rotundidad nos permite albergar alguna esperanza a la hora de
considerar como acertado el proceso destinado a integrar en un solo estudio los
pensamientos de Nietzsche con las virtudes compositoras de Verdi pasa
inexorablemente por poner de manifiesto y aceptar que ambos se revelan como
virtuosos de la percepción, en tanto fueron si no los primeros si los que con
más fuerza se empeñaron en poner de manifiesto la profunda crisis en la que se
encontraba el Hombre del XIX. Una crisis con claras y evidentes connotaciones
sociales, que no tardó en generar conductas cuyas consecuencias se extenderán
como sabemos no solo más allá del XIX, sino que tal y como hemos puesto de
manifiesto en multitud de ocasiones podrán en riesgo los desarrollos del propio
siglo, no dudando, lo que es francamente peor, en hipotecar los del siguiente
siglo, el XX.
De esta manera, y para cerrar si fuera posible con un
ejemplo la proximidad entre ambos protagonistas, bien podríamos decir que el número del Coro de los Esclavos de Nabucco, sin
duda habría sido elegido por Nietzsche como banda
sonora del drama social e individual en el que se depaupera instante tras
instante el Hombre Europeo inmerso en un proceso que le impide alcanzar su
verdadero hito, su verdadera conclusión, convirtiéndose con ello en reflejo de
lo que le pasa a Europa.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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