sábado, 17 de octubre de 2015

SOLO CUANDO PARECE QUE NOS MOVEMOS EN LA MÁS ABSOLUTA OSCURIDAD, ES CUANDO PUEDE LLEGAR EL TRIUNFO DE LA LUZ.

Constatada una vez más la presencia inequívoca de todos y cada uno de los componentes que podríamos considerar imprescindibles para la evocación, cuando no para el desarrollo de lo que sin duda denominaremos Drama Clásico, es cuando convencidos de que cualquier tipo de manipulación por pequeña que sea no solo no mejorará en absoluto los tintes de cualquiera de los originales, sino que en medio de la constatación inequívoca de la mediocridad, solo lograremos constatar una vez más lo mediocre del tiempo que nos es propio, haciendo surgir en nosotros la trágica sensación de la frustración propia de la certeza mal atendida; será pues por lo que habremos de satisfacer una vez más la insaciable necesidad de nuestras almas, acudiendo raudos a nuestra cita con la Historia.

Constatamos ésta incapacidad del Hombre para saciar sus verdaderos apetitos sobre todo en el hecho evidente manifestado en su incapacidad para detenerse. Dicho de otro modo es el Hombre permanente movimiento, aunque en la mayoría de ocasiones, sobre todo cuando logra recorrer las mayores distancias, la sensación de movimiento no responde necesariamente con aquél que habría de haberse llevado a cabo en el plano digamos físicamente convenido esto es, en el plano del espacio físico.
Más bien al contrario, los  mayores logros asociados al movimiento, entendiendo al menos como tales los que logran permanecer en el tiempo, se dan obviamente dentro de una consideración física en la que el componente espacial no solo carece de relevancia, sino que resulta efectivamente inútil a la hora de ejercer o constatar acción o efecto alguno sobre el hecho considerado. Resulta pues que de constatar la ineficacia de lo espacial a la hora de inferir efecto alguno sobre las consideraciones de partida, que hemos de entender como imprescindible la aportación que el tiempo por medio de la Historia puede hacer a nuestra disquisición.

Es entonces que a medida que vamos poco a poco desentrañando el puzzle en el que hemos entramado hoy la identidad, o en este caso identidades de los protagonistas a los que rendimos tributo; vamos constatando las dificultades propias de un proceso en otras ocasiones bastante más sencillo. Es entonces que una vez superado el shock propio de la ya enunciada novedad, que habremos pues de acudir a la aportación de la lógica en aras de ir apropiándonos del escenario que efectivamente hemos vuelto a constreñir.

Es así que haciendo uso de los parámetros que hasta el día de hoy han servido para erigir la lógica desde la que semana tras semana hemos ido desentrañando la Historia y sus personajes a través de los vínculos que ellos o en su defecto sus acciones, tenían para con la Música, es que hoy habremos de tratar de identificar a dos personajes de consabido renombre y si cabe mayor prestigio los cuales además tengan vinculación a partir del momento histórico que protagonizaron, existiendo de manera conjunta o individual una clara relación para con la Música.

Dicho así, las tinieblas del misterio que al menos en apariencia jalonaban nuestro destino dejan paso a un suspiro de tranquilidad cómplice cuando las incuestionables figuras de Giuseppe Verdi y Friedrich Nietzsche emergen claras de nuestro imaginario basado en el pasado, para protagonizar una vez más otro de nuestros episodios del presente.

Nacidos ambos bajo el inestimable sello que confiere el siglo XIX, el compositor el 10 de octubre de1813 en Milán; en Weimar el 15 de octubre de 1844 el… alemán, ambos vendrán como pocos otros a inflamar el presente que les tocó respectivamente vivir. Y en contra de lo que se pueda suponer dadas las en apariencias insalvables distancias que les separan, ambos lo harán pergeñando y desarrollando estrategias que si bien pueden obviamente ser y constituir realidades neta y absolutamente incompatibles, lo cierto es que en ambos casos se dirimirá un denominador común no menos claro procedente de la existencia de una suerte de espíritu común que en forma de llama, hará arder en nuestros respectivos personajes un fuego muy característico a la par que poco común, responsable en gran parte del efecto que para sus contemporáneos, pero sobre todo para la Historia, tendrán.

Albergando en su interior de manera evidente el sello que imprime la neta permanencia en el siglo XIX, ambos murieron con el siglo, como si hubieran supuesto que o bien su genio, o bien la categoría de sus aportaciones estuvieran amenazadas por alguna suerte de maldición que podría traducirse en la constatación de verse víctimas de alguna clase de merma en el caso de haber permitido que sus vidas se hubieran extendido más allá de los límites impuestos por el mencionado siglo XIX.

Será así pues el siglo XIX, o para ser más exacto las circunstancias que a título de definición lo enmarcan, lo que conferirá de nuevo rango de sentido a todas y cada una de las afirmaciones hechas hasta el momento, o que están por venir.
Es entonces, tal y como no podía ser de otra manera que el Romanticismo, patrón indiscutible, dueño del timón del barco que una vez más surca las aguas del mencionado siglo, se erige por plena autoridad como el mejor de los arquetipos desde el que tratar de aproximarnos cuando no netamente interpretar, el escenario sobre todo temporal en el que hoy nos hemos sumergido.

Tanto es así que, rauda y magníficamente, si no todos sí la mayoría de los grandes elementos que componen y trazan esta navegación acuden a su cita no con el presente, sino con su tiempo en pos de reclamar lo que siempre fue suyo.
Y entre todos, o en este caso concreto por encima de todos, uno, el nacionalismo. 

Componente substancial donde los haya, el Nacionalismo hace gala como pocos otros de todos y cada uno de los ingredientes que elevan al rango de mitos todas y cada una de las consideraciones propias que a su vez erigen en inmortal el carácter del Romanticismo, más allá por supuesto de cualquier limitación temporal dentro de la cual queramos constriñir semejante fenómeno.
Es así que pocos fenómenos de estricta consideración social como es el caso del nacionalismo, logran acaparar y de manera tan precisa todas y cada una de las emociones cuya comprensión resulta a la par imprescindible para determinar el grado de éxito del Romanticismo.

La pasión, el amor a la belleza en tanto que tal, pero sobre todo el tributo que a la belleza como fin en si mismo que se lleva a cabo por medio de la exaltación de los sentidos reflejado en el triunfo de lo que en cualquier otro momento hubiese sido insoportable, como es el caso del Parnasianismo, vienen a describir un cuadro cuando no una escenografía que si bien se muestra con tintes de sutil evidencia cuando persistimos en la búsqueda del cromatismo característico del mentado Romanticismo, comprobamos que no queda en absoluto desasistida cuando tratamos de aplicarla al Nacionalismo.
Así, como entes estrictamente pasionales que ambos son, conviven prácticamente en igualdad de condiciones cuando han de desarrollar sus virtudes o sus iniquidades en los campos de batalla que les son propios, ya que por más que pueda parecer difícil de aceptar, la Música y la Filosofía redundan de manera inmisericorde al mostrarse como magníficos mecanismos destinados a la exaltación de los valores y procedimientos que hasta el momento hemos descrito. Además nuestros protagonistas han dado sobradas muestras de ser respectivamente los mejores, cada uno  en el ejercicio de su respectiva disciplina.

Es así Verdi un músico nacionalista. La afirmación, lejos de dar lugar a una interpretación que pueda abocarnos a una conclusión reduccionista, ha de ser por el contrario sometida a la consideración que desde el carácter magnífico del Romanticismo se traducirá, en el caso de ser vista desde el punto de vista del protocolo nacionalista, a un devenir en el que los factores de exaltación pondrán especial énfasis en este caso sobre los condicionantes destinados a incrementar, en la medida de lo posible la valía de los entes amplificados, en tanto que los mismos proceden netamente de una cultura respecto de la que pueden establecer nexos cuando no elementos de comparación. De esta manera Verdi se verá inmerso en un proceso de doble dirección en tanto que la firme voluntad de exaltación de lo nacional, a partir de su empeño en utilizar como sustento conceptual elementos y estructuras del folclore por definición típico de Italia, redundará en una implementación que acabará por hacer resurgir el movimiento alimentando con ello los procederes de una Italia en plena efervescencia la cual, por otro lado, no tardará en saltar por los aires. Por otro lado, el marcado interés que en pos de colocar en su justo lugar tal arte desarrollará en Verdi unas acciones que en el estricto marco de lo compositivo redundarán en una notable mejora de las ya de por sí notables habilidades del compositor, denotando con ello la certeza que algunos tenían y que les llevaban a tomar como posibles las sospechas de que efectivamente, nos encontrábamos ante uno de los compositores con más talento de todo el XIX; sin duda el que se ubicará en el ecuador procedimental destinado a separar a los partícipes del Bell Canto, de los que habrán de venir implementando lo que luego se conocerá como verismo.

Por otra parte, la relación de Nietzsche con el nacionalismo es, a la par que más complicada de definir, mucho más difícil de determinar, en tanto que siguiendo los parámetros que resultan convencionales en todo lo que tiene que ver con el autor y su obra, ésta resulta absolutamente oscura.

Para empezar, la relación de Nietzsche con el nacionalismo es abordada por el autor, como todo lo que acontece en su filosofía, de manera absolutamente propia, quedando por ende muy alejada la realidad, o al menos aquello que el autor consideraba como su realidad, de lo que acababa siendo lo comprendido por el autor.
Así, el nacionalismo entendido como exacerbación de un cierto sentido de pertenencia a algo, en este caso a un país, parece no tener sentido en el caso de las concepciones expresadas a tal efecto por el filósofo de Weimar. A pesar de ello, una comprensión más profunda de las disquisiciones definidas por el autor a lo largo de sus múltiples escritos nos permiten erigir una suerte de teoría a partir de la cual la patria del Hombre es el propio Hombre, de manera que cada individuo asume la sagrada obligación de conocerse a sí mismo dicho lo cual podrá asentarse en el lugar que mejor le permita desarrollar estas ideas, desarrollándose él con ellas.

El Hombre como patria de sí mismo. A partir de esta disposición, la obligación de desarrollo del Hombre a partir del esquema de búsqueda del Superhombre determinará un planteamiento en el que, sin ser abordado de manera específica, podemos no obstante identificar los componentes propios de la lucha que otros autores determinarían dentro del enfrentamiento contra el extranjero, en este caso en la lucha que el Hombre ha de librar contra todas las pulsiones que son residuales en tanto que le alejan de su sagrada obligación, la que pasa por el desarrollo del Hombre en toda su expresión, una expresión que recordemos resulta magnífica en el caso de seguir los preceptos nietzschelianos.

Para finalizar, podemos decir que el elemento que finalmente con mayor rotundidad nos permite albergar alguna esperanza a la hora de considerar como acertado el proceso destinado a integrar en un solo estudio los pensamientos de Nietzsche con las virtudes compositoras de Verdi pasa inexorablemente por poner de manifiesto y aceptar que ambos se revelan como virtuosos de la percepción, en tanto fueron si no los primeros si los que con más fuerza se empeñaron en poner de manifiesto la profunda crisis en la que se encontraba el Hombre del XIX. Una crisis con claras y evidentes connotaciones sociales, que no tardó en generar conductas cuyas consecuencias se extenderán como sabemos no solo más allá del XIX, sino que tal y como hemos puesto de manifiesto en multitud de ocasiones podrán en riesgo los desarrollos del propio siglo, no dudando, lo que es francamente peor, en hipotecar los del siguiente siglo, el XX.

De esta manera, y para cerrar si fuera posible con un ejemplo la proximidad entre ambos protagonistas, bien podríamos decir que el número del Coro de los Esclavos de Nabucco, sin duda habría sido elegido por Nietzsche como banda sonora del drama social e individual en el que se depaupera instante tras instante el Hombre Europeo inmerso en un proceso que le impide alcanzar su verdadero hito, su verdadera conclusión, convirtiéndose con ello en reflejo de lo que le pasa a Europa.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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