Sumidos en la sinrazón espesa del presente, manifiesta a
partir del aquí y del ahora, expresión
redundante del devenir absoluto preconizado a partir del cual solo la promoción
al rango de deidad de los parangones propios de “lo que resulta actual” parecen
ser dignos del elogio en tanto que propicios a ser elevados según el
condicionante de lo que “es a su vez considerado como útil”; es cuando una vez
más nos disponemos a elevar nuestra queja, manifestación tal vez tenue, aunque
no por ello menos adecuada en pos de mantenerse como manifestación no de unan
consideración irascible, sino simplemente convencida de que a veces la mayor de
las rebeliones comienza con un pálpito apenas perceptible.
Pocas por no decir ninguna habrán de ser las posibilidades
que ante nosotros se presentes en pos de las cuales, integrando si no todas, sí
al menos las más importantes de las variables traídas a colación hasta el
momento, seamos no obstante capaces de componer un escenario en el que la
coherencia, a pesar insisto de lo múltiple de las consideraciones observadas
sea capaz, no obstante, de mantener un atisbo de presencia; dejando con ello
evidencia de la por otro lado magnífica presencia de la que gozará el momento
al que bajo tales artificios seamos capaces de dotar de realidad, o por ser más
exacto, de volver a hacer real, pues se trata de momentos cuando no de dramas
que en otro tiempo fueron sin duda, visibles, en tanto que conformaron no solo
el escenario de España, sino que contuvieron además, con notable prestancia y
no sin firmeza, el arcón en el que ésta guardaba sus sueños.
Sueños, capacidad de soñar. Matizados luego por los desvelos
propios de la realidad, o lo que es peor por el lacónico éxito del que
constituye la peor de sus manifestaciones, a saber la que pasa por la
constatación del latigazo de la frustración.
Porque bastaría con tejer una línea imaginaria que redundara
en la unión del tiempo y del espacio que hay contenido en el intervalo
demarcado por la paradoja referida entre los extremos que definen semejante
intervalo, para definir de manera notoria la práctica totalidad de los
considerandos que antes o después, y por ende a lo largo de la Historia, han
venido a señalar en un sentido o en otro el devenir de nuestro país.
Pero si existe una época en la que todo lo dicho hasta el
momento adquiere no ya sentido, cuando sí más bien amplia carta de notoriedad, ésta
es sin el menor género de dudas la que en términos cronológicos queda albergada
en la centuria del 1900, que en otros términos vincularemos a los auspicios del
Romanticismo.
Movimiento propio y completo en sí mismo, valuarte en
esencia de la interpretación extensa y palpitante del “en tanto que tal”; lo
cierto es que el Romanticismo habría de suponer en sí mismo, uno de esos momentos absolutos de la Historia los
cuales, lejos de ser una herramienta encaminada a suponer cuando no a hacer más
sencilla la interposición de elementos ordenados en pos de convertir en
comprensible algo; viene a mostrarse en sí mismo como mucho más; viene a
consolidarse en sí mismo y por sí en una magnífica notoriedad compuesta desde
la integración vertebrada de una serie de factores de cuya misma ordenación
puede interpolarse la generación exhaustiva de un proceso al menos en
apariencia tan absoluto y complejo, que bien cabría albergara en su interior
realidades tan notorias, a la par que tan palpables, que de insistir en
confundirlo con un mero proceso, con un mero trámite, no haríamos sino agravar
en nuestra ignorancia la cual, además de ser eterna, pasaría ahora a ser
voluntaria, lo que nos conduciría de manera ahora ya sí inevitable, a una
suerte de ignominia.
Sea así pues como fuere, que el Romanticismo supera los
límites, ya sean éstos de naturaleza propia, o respondan en realidad a alguna
suerte de celo devengado. De una manera o de otra, el componente subjetivo
conformado a partir de la vertebración de la enorme suerte de interpretaciones
que los múltiples condicionantes semánticos pero sobre todo formales y
estéticos albergan, conforman en sí mismos una forma de realidad paralela que
si bien solo en contadas excepciones amenaza con provocar episodios
enajenantes, en la mayoría de los casos permanece bajo absoluto control toda vez
que los individuos, o habrá de considerar como afortunados toda vez que son en
todo momento conscientes de la naturaleza ficticia del mundo que han creado, en
realidad a veces desean permanecer en el mismo.
Es por ello que poco a poco va adquiriendo carta de
notoriedad la certeza de que el componente subjetivo, ya analizado y por ello
mesurado, supera si no en importancia sí al menos en intensidad al componente
estrictamente cuantitativo. A partir de tales conclusiones, comprometemos la
construcción del edificio de la Historia,
al menos si insistimos en hacerlo usando de manera exclusiva, los
materiales que el saber y la razón nos proporcionan. De tal manera, que los
condicionantes subjetivos superan a los objetivos, habiendo pues de ceder a la
certeza de que las emociones acaban por convertirse en el hilo conductor que coordina a la par que cohesiona toda la
aportación al sentido común que
cabría hacerse a la par que esperarse.
Supera así pues el Romanticismo como Campo Semántico a cualquier otra consideración que al respecto del
XIX pudiera llevarse a cabo, ya respondiera ésta a consideraciones
epistemológicas, semánticas, o de cualquier otro orden o calado. Pero ¿A qué
puede deberse tan absoluta consideración? Una vez más, la ventaja que nos da la
Historia y que de nuevo se materializa ante nosotros en forma de perspectiva, acude en nuestra ayuda.
Supone en Romanticismo mucho más que el triunfo de las
emociones. En realidad el Romanticismo trae consigo la renuncia voluntaria a
cualquier atisbo de conducta racional, científica y por ende propensa a ser
juzgada en términos axiológicos. Es por ello el XIX el siglo de la renuncia a todo vestigio de responsabilidad
ética o moral. Y el motivo resulta evidente. El siglo XIX ha visto colapsar
el sistema a una profundidad como pocas veces antes había sido presenciado por
hombre alguno, dando con ello la profusión de que el Hombre del XIX asiste estoico a la ordenación indefectible de todos
los elementos que debidamente concatenados presagian en la medida que vehiculan,
su propia desaparición.
En una sociedad manifiestamente iletrada a la par que
objetivamente analfabeta, es precisamente el resarcimiento que el mundo emotivo
y límpido, ajeno a las obligaciones que la realidad impone, o solo triunfa,
sino que lo hace con absoluta franqueza. De hecho, el contexto espacio temporal
que refiere como excelencia el modelo romántico que tiene su arquetipo en la
escena que se desarrolla en una verde pradera donde una pajera se solaza a la
orilla de un río cuyo nacimiento solo acertamos a intuir, la caverna oscura que
por otro lado encierra todos los misterios, incluyendo por supuesto los que no
presagian un final feliz, requiere inexorablemente para garantizar su
continuidad, de la aportación del plebeyo ignorante que generalmente adoptando
como propia la función de escudero, acompaña al paladín que raudo no obstante
ha de emplear su pericia para o por la dama, en otros menesteres. Y todo porque
toparse con la muerte en la fría soledad de una gruta resulta mucho menos
intrépido que hacerlo en lid con dragón de fuego o león de centuria, capaces
ambos en cualquier caso de proporcionarnos hermoso combate, digno en cualquier
caso de formar parte de cualquier cantiga,
y por supuesto de los mejores cantarse
de ciego.
Resulta pues, o tal vez por ello, territorio abonado para la
chusma, El plebeyo deja de sentirse
un poco menos como tal, pero sin abandonar en absoluto su condición, no
corriendo por ello en ningún momento peligro la posición ni por supuesto la
dispensa de quien superior posición arbitra.
Resulta pues por ello sorprendente a la par que inevitable
que haya de ser una mujer, y además perteneciente a la nobleza de abolengo,
quien venga a poner fin a esta falta de mesura.
Emilia PARDO BAZÁN, nacida en La Coruña el 16 de septiembre
de 1851 emerge hoy ante nosotros para tomar posesión del mérito que la otorgamos. Mérito
que de ser enumerado daría sin duda para muchos recodos, pero que en el día de
hoy resumiremos en la excelencia de ser la persona que de manera flagrante a la
par que evidente, despertará a todo un país de los sueños en los que
personalidades como el sevillano Gustavo nos habían inmolado.
Será la fría a la par que objetiva visión de la Bazán la que haga despertar a este
país a la miseria que la realidad nos arroja. Una miseria que tiene su
traducción a lo artístico en los modos y las formas que el Naturalismo habían
iniciado como siempre decenios antes en Europa, en esta ocasión a través sobre
todo de la pluma de Émile ZOLA.
Unas formas “Realistas” descritas desde el punto de vista
“impresionista”, en aras de refrendar la tesis de que esconder la verdad no nos
vacuna contra ella, por lo que solo redundando en la miseria que en la mayoría
de los casos presenta, podremos llegar a conocer la enfermedad en sí misma.
Será así pues la publicación en 1883 de una serie de
artículos sobre el tema, agrupados bajo el título de La cuestión palpitante lo que acabe por traernos a Zola a
territorios españoles. Posteriormente, autores como “Clarín” o incluso el
propio Galdós se dejarán seducir por los ambientes y las formas que éstos
presagian, suponiendo su beneplácito un impulso inmejorable de cara a que el
inexistente movimiento del Naturalismo Español acabe por regalarnos
genialidades del tipo de las que por ejemplo se dan en Los pazos de Ulloa, en la que la colisión entre dos mundos
intransigentes, como son el medieval caciquil y el moderno chocan, ilustrando
el proceso de desarrollo ya imparable no solo en Galicia, sino más bien en toda
España.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
Sumidos en la sinrazón espesa del presente, manifiesta a
partir del aquí y del ahora, expresión
redundante del devenir absoluto preconizado a partir del cual solo la promoción
al rango de deidad de los parangones propios de “lo que resulta actual” parecen
ser dignos del elogio en tanto que propicios a ser elevados según el
condicionante de lo que “es a su vez considerado como útil”; es cuando una vez
más nos disponemos a elevar nuestra queja, manifestación tal vez tenue, aunque
no por ello menos adecuada en pos de mantenerse como manifestación no de unan
consideración irascible, sino simplemente convencida de que a veces la mayor de
las rebeliones comienza con un pálpito apenas perceptible.
Pocas por no decir ninguna habrán de ser las posibilidades
que ante nosotros se presentes en pos de las cuales, integrando si no todas, sí
al menos las más importantes de las variables traídas a colación hasta el
momento, seamos no obstante capaces de componer un escenario en el que la
coherencia, a pesar insisto de lo múltiple de las consideraciones observadas
sea capaz, no obstante, de mantener un atisbo de presencia; dejando con ello
evidencia de la por otro lado magnífica presencia de la que gozará el momento
al que bajo tales artificios seamos capaces de dotar de realidad, o por ser más
exacto, de volver a hacer real, pues se trata de momentos cuando no de dramas
que en otro tiempo fueron sin duda, visibles, en tanto que conformaron no solo
el escenario de España, sino que contuvieron además, con notable prestancia y
no sin firmeza, el arcón en el que ésta guardaba sus sueños.
Sueños, capacidad de soñar. Matizados luego por los desvelos
propios de la realidad, o lo que es peor por el lacónico éxito del que
constituye la peor de sus manifestaciones, a saber la que pasa por la
constatación del latigazo de la frustración.
Porque bastaría con tejer una línea imaginaria que redundara
en la unión del tiempo y del espacio que hay contenido en el intervalo
demarcado por la paradoja referida entre los extremos que definen semejante
intervalo, para definir de manera notoria la práctica totalidad de los
considerandos que antes o después, y por ende a lo largo de la Historia, han
venido a señalar en un sentido o en otro el devenir de nuestro país.
Pero si existe una época en la que todo lo dicho hasta el
momento adquiere no ya sentido, cuando sí más bien amplia carta de notoriedad, ésta
es sin el menor género de dudas la que en términos cronológicos queda albergada
en la centuria del 1900, que en otros términos vincularemos a los auspicios del
Romanticismo.
Movimiento propio y completo en sí mismo, valuarte en
esencia de la interpretación extensa y palpitante del “en tanto que tal”; lo
cierto es que el Romanticismo habría de suponer en sí mismo, uno de esos momentos absolutos de la Historia los
cuales, lejos de ser una herramienta encaminada a suponer cuando no a hacer más
sencilla la interposición de elementos ordenados en pos de convertir en
comprensible algo; viene a mostrarse en sí mismo como mucho más; viene a
consolidarse en sí mismo y por sí en una magnífica notoriedad compuesta desde
la integración vertebrada de una serie de factores de cuya misma ordenación
puede interpolarse la generación exhaustiva de un proceso al menos en
apariencia tan absoluto y complejo, que bien cabría albergara en su interior
realidades tan notorias, a la par que tan palpables, que de insistir en
confundirlo con un mero proceso, con un mero trámite, no haríamos sino agravar
en nuestra ignorancia la cual, además de ser eterna, pasaría ahora a ser
voluntaria, lo que nos conduciría de manera ahora ya sí inevitable, a una
suerte de ignominia.
Sea así pues como fuere, que el Romanticismo supera los
límites, ya sean éstos de naturaleza propia, o respondan en realidad a alguna
suerte de celo devengado. De una manera o de otra, el componente subjetivo
conformado a partir de la vertebración de la enorme suerte de interpretaciones
que los múltiples condicionantes semánticos pero sobre todo formales y
estéticos albergan, conforman en sí mismos una forma de realidad paralela que
si bien solo en contadas excepciones amenaza con provocar episodios
enajenantes, en la mayoría de los casos permanece bajo absoluto control toda vez
que los individuos, o habrá de considerar como afortunados toda vez que son en
todo momento conscientes de la naturaleza ficticia del mundo que han creado, en
realidad a veces desean permanecer en el mismo.
Es por ello que poco a poco va adquiriendo carta de
notoriedad la certeza de que el componente subjetivo, ya analizado y por ello
mesurado, supera si no en importancia sí al menos en intensidad al componente
estrictamente cuantitativo. A partir de tales conclusiones, comprometemos la
construcción del edificio de la Historia,
al menos si insistimos en hacerlo usando de manera exclusiva, los
materiales que el saber y la razón nos proporcionan. De tal manera, que los
condicionantes subjetivos superan a los objetivos, habiendo pues de ceder a la
certeza de que las emociones acaban por convertirse en el hilo conductor que coordina a la par que cohesiona toda la
aportación al sentido común que
cabría hacerse a la par que esperarse.
Supera así pues el Romanticismo como Campo Semántico a cualquier otra consideración que al respecto del
XIX pudiera llevarse a cabo, ya respondiera ésta a consideraciones
epistemológicas, semánticas, o de cualquier otro orden o calado. Pero ¿A qué
puede deberse tan absoluta consideración? Una vez más, la ventaja que nos da la
Historia y que de nuevo se materializa ante nosotros en forma de perspectiva, acude en nuestra ayuda.
Supone en Romanticismo mucho más que el triunfo de las
emociones. En realidad el Romanticismo trae consigo la renuncia voluntaria a
cualquier atisbo de conducta racional, científica y por ende propensa a ser
juzgada en términos axiológicos. Es por ello el XIX el siglo de la renuncia a todo vestigio de responsabilidad
ética o moral. Y el motivo resulta evidente. El siglo XIX ha visto colapsar
el sistema a una profundidad como pocas veces antes había sido presenciado por
hombre alguno, dando con ello la profusión de que el Hombre del XIX asiste estoico a la ordenación indefectible de todos
los elementos que debidamente concatenados presagian en la medida que vehiculan,
su propia desaparición.
En una sociedad manifiestamente iletrada a la par que
objetivamente analfabeta, es precisamente el resarcimiento que el mundo emotivo
y límpido, ajeno a las obligaciones que la realidad impone, o solo triunfa,
sino que lo hace con absoluta franqueza. De hecho, el contexto espacio temporal
que refiere como excelencia el modelo romántico que tiene su arquetipo en la
escena que se desarrolla en una verde pradera donde una pajera se solaza a la
orilla de un río cuyo nacimiento solo acertamos a intuir, la caverna oscura que
por otro lado encierra todos los misterios, incluyendo por supuesto los que no
presagian un final feliz, requiere inexorablemente para garantizar su
continuidad, de la aportación del plebeyo ignorante que generalmente adoptando
como propia la función de escudero, acompaña al paladín que raudo no obstante
ha de emplear su pericia para o por la dama, en otros menesteres. Y todo porque
toparse con la muerte en la fría soledad de una gruta resulta mucho menos
intrépido que hacerlo en lid con dragón de fuego o león de centuria, capaces
ambos en cualquier caso de proporcionarnos hermoso combate, digno en cualquier
caso de formar parte de cualquier cantiga,
y por supuesto de los mejores cantarse
de ciego.
Resulta pues, o tal vez por ello, territorio abonado para la
chusma, El plebeyo deja de sentirse
un poco menos como tal, pero sin abandonar en absoluto su condición, no
corriendo por ello en ningún momento peligro la posición ni por supuesto la
dispensa de quien superior posición arbitra.
Resulta pues por ello sorprendente a la par que inevitable
que haya de ser una mujer, y además perteneciente a la nobleza de abolengo,
quien venga a poner fin a esta falta de mesura.
Emilia PARDO BAZÁN, nacida en La Coruña el 16 de septiembre
de 1851 emerge hoy ante nosotros para tomar posesión del mérito que la otorgamos. Mérito
que de ser enumerado daría sin duda para muchos recodos, pero que en el día de
hoy resumiremos en la excelencia de ser la persona que de manera flagrante a la
par que evidente, despertará a todo un país de los sueños en los que
personalidades como el sevillano Gustavo nos habían inmolado.
Será la fría a la par que objetiva visión de la Bazán la que haga despertar a este
país a la miseria que la realidad nos arroja. Una miseria que tiene su
traducción a lo artístico en los modos y las formas que el Naturalismo habían
iniciado como siempre decenios antes en Europa, en esta ocasión a través sobre
todo de la pluma de Émile ZOLA.
Unas formas “Realistas” descritas desde el punto de vista
“impresionista”, en aras de refrendar la tesis de que esconder la verdad no nos
vacuna contra ella, por lo que solo redundando en la miseria que en la mayoría
de los casos presenta, podremos llegar a conocer la enfermedad en sí misma.
Será así pues la publicación en 1883 de una serie de
artículos sobre el tema, agrupados bajo el título de La cuestión palpitante lo que acabe por traernos a Zola a
territorios españoles. Posteriormente, autores como “Clarín” o incluso el
propio Galdós se dejarán seducir por los ambientes y las formas que éstos
presagian, suponiendo su beneplácito un impulso inmejorable de cara a que el
inexistente movimiento del Naturalismo Español acabe por regalarnos
genialidades del tipo de las que por ejemplo se dan en Los pazos de Ulloa, en la que la colisión entre dos mundos
intransigentes, como son el medieval caciquil y el moderno chocan, ilustrando
el proceso de desarrollo ya imparable no solo en Galicia, sino más bien en toda
España.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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