Jugaremos una partida
de cartas. Si ganas, te cortaré la cabeza. Pero si noto que haces trampas para
perder, te la cortaré también.
Extraído directamente de la primera conversación que Alicia mantiene con la Reina de Corazones nada más entrar en El País de las Maravillas, tanto la
forma como por supuesto el fondo constituyen en sí mismos una prueba más que
evidente, relevante, de la suerte de parámetros que en tan específico sitio
tienen cuando no adquieren vigencia, llegando a consolidarse como ley.
Publicado hace justo ahora un siglo y medio, Alicia en el País de las Maravillas se
convierte, y uso un verbo dinámico porque la obra sin duda continúa
evolucionando; en uno de los instrumentos imprescindibles para comprender no
solo, o no tanto, el instante en el que ha sido compuesta, como sí más bien
aquél al que los pobres mortales habrán
inexorablemente de enfrentarse una vez que los cambios presagiados por los que
poseen la sagacidad para entenderlos, o quién sabe si la valentía para
aceptarlos; acontezcan en todo su esplendor haciendo
saltar por los aires el mundo que parece constituirse como epílogo del
siglo XIX en lo que es en sí misma la decadencia del Hombre de una época llamada a su extinción por agotamiento.
La relación entre una obra y su época resulta siempre clara
y evidente. La una no puede existir sin la otra. Un requisito imprescindible para que una
obra sea buena pasa por que de la misma pueda extraerse conclusiones que sirvan
como descriptores fieles de la época de la que se convierte en reseña. De
parecida manera una época habrá sido productiva
cuando de su seno sean reconocibles obras de suficiente grandeza como para
pasar a la historia, devolviendo la integridad al mutuo de reciprocidad que
habíamos infringido al extirpar de manera traumática a la obra de la época de
la que formaba parte de manera aparente indiscutible.
Sin embargo todo el razonamiento anterior salta por los
aires cuando tratamos de aplicarlo, precisamente, en pos de validar su esencia
en relación al juego que se establece
siempre según los cánones hasta ahora refrendados, y que habrá de afectar en
consecuencia a la relación de causalidad que en principio cabría de esperarse
entre el siglo XIX y Alicia en el País de
las Maravillas.
Y la causa de tamaña debacle es sencilla, y se muestra ante
nosotros como una realidad clara y
distinta. Todo el siglo XIX transcurre según unos parámetros cuya
contingencia o necesidad solo resulta evidente si en pos de averiguarlos entran
en juego razonamientos, conclusiones y paradigmas no solo específicos, sino
absolutamente imposibles de ubicar en cualquier otro momento o lugar. Y esto
adquiere especial vigencia para la Inglaterra de la segunda mitad del XIX.
Charles Lutwidge Dogson, más conocido como Lewis Carroll
nace, crece y por supuesto desarrolla toda su actividad dentro de ese contexto.
Se trata sin duda de una actividad tan prolífica como satisfactoria, lo cual
viene a redundar en el hecho de que sin ningún tipo de recato podamos
promocionarlo al rango de autoridad, considerando pues a priori sus
conclusiones y disposiciones como acertadas, lo cual viene a hacer dignas de
tamaña consideración a todas las que se desprenden de la lectura, o para ser
más exactos habría que decirse interpretación, de la que formalmente está
considerada su mejor obra. Precisamente Alicia
en el País de las Maravillas
Convergen por primera vez en el siglo XIX las circunstancias
suficientes para poder afirmar sin cometer exceso de halago que por primera vez
nos encontramos de verdad ante el Siglo
del Hombre. Así, las vicisitudes atribuibles a la Economía parecen haberse
ordenado de manera alentadora presagiando definitivamente un periodo de
esplendor destinado a promover una revolución similar a la que la aparición del
excedente trajo en el Neolítico. Si
para entonces tamaña saturación provocó nada más y nada menos que el nacimiento
del comercio, podemos entonces
afirmar que nos encontramos ante la consagración definitiva de el Capitalismo.
Resulta pues evidente que una renovación tan drástica de los
cánones que hasta ese momento habían regido el quehacer económico del hombre
habría, más pronto que tarde de afectar a los protocolos sociales; y el salto
de éstos a la concurrencia política más que una circunstancia potencial, habrá
de percibirse casi como una necesidad imparable.
Dicho en términos lisos, la incipiente mejora de los
condicionantes económicos visualizada en la definitiva superación de la
economía de subsistencia que se traslada por primera vez de manera voluntaria
hacia una nueva forma de economía de generación de riqueza a partir de la
gestión no tanto del excedente, como sí más bien de la generación de plusvalías
acaba por traducirse en el alumbramiento de una nueva clase social. La
incipiente Clase Media irrumpe con fuerza aliviada de los
pesares que lastraron de manera indefectible al menospreciado Proletariado; del cual han heredado sus
demandas, pero no así sus limitaciones.
Añadámosle ahora a la ecuación el ingrediente estrella, el
que procede de constatar que el sustento está en su mayor parte garantizado; y
tendremos sin duda un contexto brillante en el que por primera vez tendrá
cabida la figura del Político, entendida
al menos como la del profesional de la Política.
Así y solo así podemos entender que en apenas cien años
pasemos de la comprensión del mundo que tiene Napoleón; a la incipiente
disposición de los elementos que sin duda se demostrarán como causantes de las
dos guerras mundiales que estarán a punto de condenar a la humanidad entera al
ostracismo (al menos en su versión moral) en los años que discurrirán en la
primera mitad del siglo que estaría por venir.
Así y solo así podemos entender que en apenas cien años
pasemos de buscar a Dios en los orígenes del Hombre; para hacerlo años después
tendiéndolo en un diván, dispuestos a buscar en su pasado, ya sea éste
consciente o no, el origen de todas y cada una de las penas que en mayor o
menor medida lo afligen.
Del efecto de Nietzsche y sus discusiones con Dios y con los Hombres, mejor ni hablamos.
Sea así pues, de una u otra manera, que después de analizar
con un mínimo de calma ésta y otras variables parecidas, no resulta tan
desalentador ni a lo sumo tan sorprendente ubicar en su justo puesto a Carroll,
y por supuesto a Alicia en el País de las
Maravillas.
Una vez superado el Absolutismo.
Cuando hemos aprendido a desprendernos de lo malo filtrando lo bueno del Despotismo Ilustrado; parece casi una
obligación promover una suerte de catarsis que tal y como podemos imaginar,
habrá necesariamente de impactar en la cuestión esencial del Hombre que dentro
de la escala conocida por haber sido en multitud de ocasiones utilizada, nos
queda. Así resultan no ya lógico, cas imprescindible que en el contexto lógico
de un siglo en el que la Ciencia no es que haya superado a la Religión, más
bien la ha sustituido; el Hombre se sienta tentado de experimentar con los
valores propios de lo absoluto de los
que hasta este momento se haya privado precisamente por permanecer éstos
absolutamente reservados a los dioses. En un mundo concebido a la imagen del
Hombre, en el que por consonancia la contingencia
se muestra como el elemento litigante; la mayor forma de rebelión pasa por
jugar a ser dioses, por atribuirse el don de crear.
Pero experimentar con la necesidad es en sí mismo muy
peligroso. De entrada, los efectos sobre el propio hombre son impredecibles,
pero sin duda son tan peligrosos, que una suerte de alienación sería más que
previsible a la sazón, inevitable.
Y qué decir del mundo. Todo en él, desde su naturaleza hasta
por supuesto las circunstancias que redundan en la constatación del mismo
resultan un obstáculo insalvable.
La solución parece pues obvia, y se muestra de manera clara y distinta ante los ojos de
Lewis Carroll. Se hace inevitable fabricar
otro mundo.
Matemático, creador, escritor. Carroll se muestra ante
nosotros casi como caído del cielo. Su
múltiple conformación, lejos de constituirse en un problema, se revela en este
caso como una condición indispensable en aras de generar ese pensamiento multidisciplinar que sin
bien resulta necesario para comprender Alicia en el País de las Maravillas, es
del todo imprescindible para promover su gestación.
De este modo, si con motivo del aniversario hoy traído a
colación os animáis de nuevo a retomar la lectura de Alicia en el País de las
Maravillas; lejos de hacerlo impedidos por el dramático lastre en el que a
veces se convierte el enfrentarse a la obra pensando que es la creación de
alguien desnortado; hacedlo desde el nuevo prisma que proporciona el saber que
paradójicamente Lewis Carroll bien pudiera ser una de las personas mejor
ubicadas en su mundo y en su entorno. Y que tal vez el perfecto conocimiento de
su entorno fuera lo que le obligó a crearse otro completamente distinto. Un
entorno en el que los conejos llevan reloj y chistera, y las Reinas de
Corazones saben que lo son.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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