sábado, 25 de abril de 2015

DE CARLOS I Y EL MES DE ABRIL

Puede resultar curioso, al menos en un momento dado, tratar de comprender primero, y hacer lo posible por explicar después, los efectos que algo tan superficial como una fecha puede tener cuando lo vinculamos a algo tan absoluto como lo que por otro lado puede parecer una vez contextualizado dentro de un fenómeno como puede ser el de el reinado de Carlos I.

Arquetipo regio por excelencia, modelo de gobierno y tal vez no exageremos si decimos que de gobernante también; la Historia nos auxilia cuando caemos en la cuenta de los múltiples vínculos que se alían con nosotros para explicitar tales consideraciones a partir de la exposición concreta de los fenómenos aludidos.

Ubicamos a Carlos I y lo hacemos bien, al menos con corrección, cuando decimos que desarrolla sus funciones en el siglo XVI. Sin embargo tal consideración, ajena al rango de las suposiciones toda vez que no ya su gobierno, que se extiende hasta 1558, como sí más bien la trascendencia de éste, implícita por supuesto en la manera de gobernar que tendrá su hijo Felipe II el cual será en responsable de extender de manera inexorable sus modelos hasta el mismísimo final del XVI, lo cual dota de nuevo de absoluta propiedad a nuestras palabras toda vez que el monarca había nacido en Gante, en el año 1500.

Podemos así pues, y por ende lo afirmamos, que denominar al XVI como el siglo de autoridad no supone en absoluto un exceso, a lo sumo una licencia, toda vez que la alargada sombra de los Habsburgo, que todo lo alcanzaba, y que por ende todo lo sabía, aportaba al siglo una idea de coherencia que, a modo de columna vertebral, apuntala de manera imprescindible, de manera impresionante, todo el siglo XVI, afirmando de nuevo sin exageración que nada pasa en Europa sin que Carlos I o Felipe II lo sepan, y por ende autoricen.

Tal y como es de suponer de lo hasta el momento sugerido, nos encontramos ante unos personajes, cuando no ante un momento de la Historia, evidentemente específicos, concretos y del todo irrepetibles.

Como personaje, es Carlos I un hombre complicado. Beligerante, diplomático, culto y refinado, no dudará en cualquier caso en sustituir de su mano la pluma dadora de Diplomacia por la espada dadora de Justicia si en verdad se considera promotor de una vigencia dotada de autoridad, algo a lo que estaba muy acostumbrado en tanto que la mayoría de los conflictos a los que se vio abocados tenían en la Religión, bien la causa directa, o a lo sumo la causa residual. Y supone la Religión, como por todos es sabido, un espécimen muy propenso a hacer uso casi natural del fenómeno para otros vedado, que es el absolutismo dogmático.

Heredero por parte de su abuelo no solo de ingentes territorios cuando sí más bien en tanto que del título de Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de los rudimentos conceptuales de lo que podríamos identificar como los ancestros del espíritu de Europa; ya sea a consecuencia de su afán de poder (inexorablemente vinculado a la posesión de territorios) o ciertamente vinculado a una evidente aptitud que nunca dudó en mostrar toda vez que de la misma penden los que probablemente son sus mayores logros, lo cierto es que de nuevo afirmamos nuestra presencia en el senda del decoro cuando afirmamos sin el menor recato ni pudor que con Carlos I tiene lugar la apuesta definitiva hacia la modernidad, una modernidad para la que contará con el paradójico instrumento del que se dota con el ya mentado instrumento de la Religión.

Católico a ultranza, lo cierto es que supondría un error imperdonable, fruto por otro lado de un gran desconocimiento, cuando no ejemplo de ese lamentable proceder que supone reproducir un hecho histórico sin revisarlo, cundiendo con ello en la miseria que supone el vertebrar la Historia a base de convertir en verdades lo que no son falacias por repetidas hasta la extenuación; reducir el papel de la Religión respecto de la forma de gobernar, o más concretamente de articular el Gobierno, que tendría Carlos I. Convencido sin duda de la necesidad de una Europa neta y exclusivamente Católica, la intransigencia que sin duda se haya implícita en el uso carente de cualquier matiz del término Católica, ha de ser el caso que nos ocupa entendida como parte de un compendio de procederes muy diverso y variado el cual, tal vez a causa, o quién sabe si como motivo de tamaña disparidad, ha de hacerse fuerte para no extinguirse amparándose no solo en conceptos, sino a la vez en procederes, como en este caso son todos los que van implementados al uso de cuantos menesteres resulten necesarios para garantizar la unicidad de los magníficos territorios implicados, a partir de la unicidad que aporta no ya una forma de pensar, cuando sí más bien una forma de creer.

Tenemos así pues el ingrediente fundamental a partir del que relatar los acontecimientos que mayores quebraderos de cabeza traerán no tanto al monarca, cuando sí más bien al emperador. Implícito en la terminología, aclaramos no en mano que bien por satisfacer sus pretensiones, bien por que creyese a pies juntillas en lo predicado a tenor de lo que podríamos denominar la cuestión religiosa; lo cierto es que a lo largo de toda su vida Carlo ejerció más como emperador que como monarca. La razón es sencilla cuando no evidente, y pasa por comprender que la amenaza que suponía el surgimiento y posterior asentamiento de interpretaciones del dogma ajenas o incluso enfrentadas a la implementada desde el Catolicismo, suponían en Europa mucho más que un riesgo, una realidad cada vez más asentada.

Suponer que tras esos movimientos se encontraban fuerzas exclusivamente vinculadas a terrenos propios de la creencia, constituiría un ejercicio de naturaleza absolutamente ingenua, a excepción hecha de lo concerniente a las disposiciones vinculadas a la manera de creer que podríamos atribuir a los miembros integrantes del todavía por entonces Tercer Estado. Acostumbrados cuando no necesitados de que otros fueran los que les dijeran en este caso no lo que hay que pensar, sino más bien en qué toca creer; la chusma tan abigarrada como ajena a cualquier proceso que fuera más allá de la lógica preocupación vinculada a la cuestión de cómo arreglárselas hoy para dar de comer a su familia; se convertirán de manera lógica en el arma arrojadiza con el que los incipientes príncipes que han pasado a poblar el otrora cerrado universo dinástico de Europa, se dispondrán contra el Emperador del Sacro Imperio Germánico. No lo harán porque esencialmente estén en contra de la naturaleza del Sacro Imperio, de hecho la mayoría de ellos se muere, literalmente por ceñirse la corona y aferrarse al cetro. La realidad es pues mucho más vulgar, resumiéndose en las consabidas luchas de poder las cuales, reproduciéndose de manera invariable a lo largo del pasado y del futuro de Europa convergen en la costumbre de regar los campos de batalla de Europa no con la sangre de la Nobleza que promueve los conflictos, cuando sí más bien con la sangre de una plebe que ha de decidir por el poder de qué tirano ha de decidirse.

Y ocurre así en la Batalla de Mhlberg.  Acontecida en la noche del 24 de abril de 1547, las tropas imperiales formadas en su mayor parte por elementos de los Tercios muy bregados en combate, sorprenden abusando no solo de la nocturnidad, cuando sí más bien de su innegable superioridad estratégica, a las tropas auspiciadas por la denominada Liga de Esmalcada, cuya naturaleza ha de inferirse de una suerte de conveniencia que se da entre varios de esos príncipes aspirantes anteriormente mencionados, los cuales representan de manera vinculante esa doble versión que proporciona el quejarse de una supuesta opresión religiosa cuando detrás lo que de verdad hay es una flagrante sed de poder y dinero.

Si bien es cierto que el inapelable resultado de la batalla se traduce objetivamente en la disolución de la Liga, que ve el encarcelamiento en el Castillo de La Halle de todos sus mandos e invocadores; lo cierto es que subjetivamente no puede evitar el desencadenamiento de una serie de tensiones hasta ese momento incipientes y que finalizarán en 1555 cuando la Paz de Augsburgo permitirá a los príncipes elegir la Religión que habrán de profesar sus súbditos, arrogándose una victoria igual de incontestable en este caso en el terreno de lo subjetivo, la cual por otro lado quedará demostrado como un territorio mucho más doloroso a la hora de infligir derrotas, o asumir victorias.

Sea como fuere, igual de importantes aunque mucho menos trascendentales, son los episodios considerados en La Revuelta de las Comunidades de Castilla. Imprescindible en sí misma, la Revuelta Comunera se erige en la verdadera visión para comprender el capítulo que en relación al abandono del gobierno que de los territorios de interior, incurre de manera un tanto inconsciente el Rey.
Unida a la Revuelta de las Germanías, en Valencia, ambos movimientos ponen de manifiesto la propensión a los claroscuros que Carlos I, primero como monarca de su época, y luego como monarca español, incurrirá dentro de la coherencia por otro lado imprescindible para comprender la naturaleza que le es propia.

Sin embargo, esta naturalidad, lejos de constituir un motivo de crítica, ha de erigirse en el más justificado de los argumentos a la hora de definir a un Rey que fue capaz de hacer y pensar lo que ninguno había sido capaz con anterioridad, y todo sin perder su condición ante todo de Hombre.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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