Sometidos como pocas veces a la presión intratable que el
presente, o más bien la interpretación que del mismo nos imponen, ejerce sobre
nosotros, es cuando tal vez más necesario resulta tener la sangre fría
suficiente para detenerse un segundo en pos no solo de coger aire, sino de
llevar a cabo el imprescindible ejercicio de reflexión que sin duda resulta
como pocas veces aconsejable.
De esta manera, sumidos no en recuerdo melancólico, como sí
más bien en la introspección profunda, es que corremos el riesgo de comprender
que más que indagar en el pasado en busca de las soluciones, a menudo la franca
lectura que no la interpretación de éste puede abocarnos a la comprensión no de
los hechos por separado, cuando si más bien a la de una visión integral de
acontecimientos para cuya íntegra consolidación resulta imprescindible
aprovechar el efecto que la perspectiva proporcionada por el paso del tiempo
aporta.
Abril de 1917. La heladora sensación provocada por los
gélidos vientos, que en cualquier otro lugar sería lo único que no habría
cambiado con el paso del tiempo, azota las paredes de los aparentemente
desiertos edificios que componen la Estación Finlandia. Datos más que suficientes para saber que estamos
en Petrogrado, y que el tren que está a punto de hacer su entrada, puntual si tenemos en cuenta que resulta
casi imposible comprender no ya solo cómo ha llegado, sino más bien por qué ha
salido.
A bordo, Vladimit Llich Uliánov. Lenin. Procedente, al menos en los aspectos estrictamente
geográficos, de Suiza; Lenin y sus treinta acompañantes ha logrado algo que de
atenernos a cualquier otra consideración que no proceda de considerar lo
extraordinario, habría resultado sencillamente imposible a saber, atravesar
territorio enemigo en un periplo que ha comenzado una semana antes, y que
además de sorprendente dadas sus condiciones objetivas, resultará si cabe más
descomunal una vez pueda ser analizado incluyendo para ello las tesis y condicionantes
que el paso del tiempo aporten.
Si bien no nos encontramos ante el primer caso en el que
Alemania permite el paso de enemigos de su Estado y de su Historia, ya había
ocurrido a principios de la guerra, en 1914 cuando el viaje se había producido
entre Austria y Hungría; lo cierto es que nunca como hasta entonces las
circunstancias, ya de por sí impresionantes, se veían en este caso no solo
reforzadas, cuando sí más bien evidentemente superadas, si tenemos en cuenta no
solo los condicionantes materiales (el tren iba cargado de divisas) como sí más
bien aquéllos que habrían de salir a la luz en caso de llevarse a cabo un
análisis más pormenorizado de los mismos incluyendo pues en el mismo los
condicionantes conceptuales que lo preñaban.
Para comprender la magnitud de los hechos, hemos, cómo no,
de retrotraernos unos años, concretamente al límite conceptual y vital que
separa la vitalidad propia del Romanticismo del XIX, de las concepciones
estrictamente pragmáticas del Relativismo que ha impuesto el Realismo práctico
del XX.
Ubicada toda la esencia de tamañas acepciones en el último
cuarto del XIX, lo cierto es que un mero y aunque esté mal decirlo, superficial
repaso de las sensaciones que la realidad nos ofrece, brinda un impresionante
tamiz de consideraciones que resultan del todo imposibles de abarcar,
resultando a lo sumo eficaz tratar de obtener de la impronta que las mismas nos
ofrecen, una somera tentación que pronto se revelará por sí sola como necesaria
de un esfuerzo alienante toda vez que los objetivos de las acciones que están a
punto de desencadenarse pondrán en marcha acontecimientos de tamaña magnitud
que solo la percepción de la energía cuya inversión resulta imprescindible,
acierta a proporcionarnos un mero espejismo de las consecuencias que están en
aquel entonces aún por venir, y de las que hoy todavía sentimos en unos casos,
o padecemos en otros, sus efectos.
Último cuarto del XIX. Europa se desmorona. Y cierto es que
tal desmoronamiento habría de entenderse como el esperable al observar el
colapso de protagonizado por un castillo de naipes de no ser que tal y
como se desprende del inigualable trabajo llevado a cabo por Sebastian HAFFNER,
podemos afirmar que tal hundimiento esconde en realidad un derribo controlado. El motivo, todo ocurre, una vez más, siguiendo
las tesis que los planes de Alemania, ¡cómo no! han impuesto.
Porque sí, Europa se hunde. Las presiones procedentes del
Imperio Otomano procedente del Sureste resultan un juego de niños al menos en
lo concerniente a sus consecuencias, de comparar las mismas a las tensiones que
inflaman de nuevo las relaciones entre Francia y Gran Bretaña cuando éstas se
reflejan en unos enfrentamientos que si bien hunden sus raíces en lo más
recóndito de la génesis de ambos países, adoptan ahora un tinte de actualidad
al trasladarse, al menos en lo concerniente a su quehacer práctico, a las colonias africanas y asiáticas, lo cual
por otro lado no logra disimular del todo los ancestrales motivos que una y mil
veces inflaman esta llama cuales son el imprescindible mantenimiento de la
mutua vigilancia al que ambas potencias se someten, mientras por el rabillo del
ojo, y a veces sin el menor disimulo, vigilan de manera conjunta exponiéndose
al más claro ejemplo de simbiosis
política comprendido hasta el momento, el posible efecto que una improbable
aunque a la vez igualmente inevitable confrontación con Alemania tendría; un
enfrentamiento que a la luz de las
nuevas relaciones formalizadas por todo el mundo a raíz de la
internacionalización que ha venido promovida por el éxito de la nueva forma de
relacionarse, a saber la relación comercial internacional, amenaza con
mostrarse mundial.
Débiles pues, al menos en apariencia, las tesis sobre las
que se sustenta el que definitivamente parece ser el procedimiento elegido para
inferir el nuevo orden mundial. Y en
el centro, como siempre, Alemania. Una Alemania que ubicada en el que a todas
luces constituye el fin de un ciclo, el
que denominaremos Ciclo Bismarck.
Se consolida, o al menos así se acepta en términos
estrictamente históricos (en caso de que tales existan) la certeza de que de
las mimbres que Bismarck urdió, se devengarán luego con intereses y costas los
pagos que del cesto así confeccionado habrá de hacerse cargo Europa, incluyendo
en ello las relaciones que para con el resto de actores internacionales hayan
de ser de recibo, siendo aquí precisamente donde se justifica de manera necesaria, esto es, por sí mismo, el
motivo de la inclusión de la presente reflexión.
Porque cuando las tesis que para con Rusia dictaba el Modelo Bismarck terminaron por
imponerse, convirtiendo en casi imprescindible lo que en cualquier otro caso
hubiera sido un error a saber, promover la guerra; lo que estaba por venir
vinculó como nunca y para siempre a ambas naciones, aunque no como
probablemente hubiésemos podido esperar.
Porque cuando aquel tren procedente de Suiza que durante
siete días había atravesado Alemania llevando a Lenin y a treinta de sus
adeptos, así como ingentes cantidades de oro y divisas directamente extraídas
de los bolsillos de los emigrantes y expatriados rusos que en aquellos tiempos
se encontraban repartidos por Europa, lo que en realidad estaba a punto de
desencadenarse no era sino el primer lanzamiento de unos dados que ocultaban
uno de los mayores engaños desarrollado a
cuatro bandas, de cuantos la Historia ha sido testigo.
Porque si complicado resulta de entender el razonamiento que
lleva a los alemanes a provocar la entrada de Rusia en la Guerra del 14, a saber las que afirman que no podemos
desguarnecer la frontera del este provocando al enemigo, lo que ocurriría sin
duda en caso de desplazar las tropas allí destacadas, para atacar Francia; no
menos descabellado resulta el plan pergeñado y desarrollado ahora, y que
consiste en proporcionar refrendo económico al movimiento revolucionario precisamente en aquel momento,
caracterizado por la más que evidente debilidad de un Gobierno Provisional surgido de la primera revolución; y que
resulta siempre según los servicios de información alemanes un ente carente de peligro para el resto de
potencias extranjeras beligerantes o no, a la vista de sus escasas capacidades
de proyección y sustento, lo que en todo caso no hace sino reforzar tales
conclusiones.
Pero cómo desestabilizar al enemigo sin que la posible
participación de potencias extranjeras, más concretamente del eterno enemigo, Alemania, lejos de
despejar la incógnita rusa de la ecuación, no haga sino enquistar aún más su
presencia en la contienda mundial.
La respuesta: Lenin. Líder, revolucionario, ideólogo y ante
todo, militante, no solo sus opiniones cuando sí más bien el impacto que éstas
tenían en la comunidad rusa (especialmente en la judía) exiliados en Europa, le
dotaban no solo de los condicionantes ideales para convertirle en el hombre
idóneo, cuando sí incluso en el más eficaz en tanto que tal vez el único que
creía fervorosamente en la naturaleza de la misión que se iba a desarrollar. O
al menos en la parte que concernía a los alemanes, a la sazón la única que
permitiría se supiera hasta que llegara el momento de ir desentrañando todas
las demás.
De esta manera, cuando Lenin pisó de nuevo la tierra de la nueva Rusia en la Estación Finlandia
de Petrogrado aquel 16 de abril de 1917, lo hizo convencido de que iba a
cambiar la historia de su patria, y algunos pensamos que en su fuero interno también
era consciente, como correspondería al análisis de evidencias desarrollado por
alguien de su talla, de que al menos en parte iba a contribuir a restablecer
los viejos equilibrios, cambiando con ello el desarrollo que para la Historia
del Mundo cabía esperar.
Porque junto con el dinero y los adeptos, en una escala
diferente, y tal vez más importante, Lenin alcanzó Rusia con el acervo que le
inferían sus teorías. Unas teorías así denominadas aunque nunca definidas desde
la intención de permanecer al abrigo que proporciona la teoría, sino que más
bien al contrario era el mundo de lo práctico al que tendían, infiriéndose de
las mismas todo un marco teórico destinado en este caso, nada más y nada menos
que a sustentar un nuevo Gobierno amparado en su legitimidad por un nuevo y si
cabe más revolucionario modelo
ideológico.
El éxito de las a partir de entonces denominadas Tesis de Abril fue tan espectacular, que
superó las expectativas de todos, a excepción del propio Lenin, inductor tanto
de sus esencias como de su naturaleza.
La Revolución ha degenerado. Así, tras lograr la renuncia de
Nicolás II en un tiempo récord, y su sustitución por un gobierno de transición
en un tiempo igualmente admirable, se pierde luego en una serie de debates en
los que la falta de práctica política tiene
gran parte de culpa.
Bolcheviques y
Mencheviques, o lo
que es lo mismo radicales y moderados, se lanzan a una fraticida guerra civil
que es manejada con gran habilidad por un Lenin que da muestras de ser mucho
más de lo que no ya los alemanes, sino sus propios compatriotas, habían
imaginado. Como prueba de ello, la publicación de las que pasarán a la Historia
como las tesis de Abril, en las que promete la paz inmediata, el reparto de las
tierras antaño propiedad de los aristócratas, entre el campesinado; la
colectivización del tejido industrial, y el respeto a las nacionalidades o
diferencias sociales rusas.
Finalizada la guerra en 1921, la antigua Rusia se
amolda ahora a los nuevos tiempos mediante la imposición de una Dictadura Comunista de la que Lenin será su gran
defensor y a efectos padre.
Desarrolla además una serie de medidas, entre las que
destaca sin duda el Plan NEP (Nueva Política Económica) cuyo desarrollo, como
no podía ser de otro modo, tiene consecuencias que desbordan con mucho los en
principio límites de la estructura económica. La conformación de Soviets,
estructuras en principio solo productivas, atendiendo a criterios de
autosuficiencia; promueve a la par que constata en 1922 el nacimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas,
URSS la cual bajo un nuevo orden basado en la estructura federal, concita
los principios de nación inalienable en tanto que se agrupa en torno a un Soviet Supremo el cual, junto al resto de órganos
legislativos, quedan bajo el férreo control del Partido Comunista (PCUS)
Las Tesis de Abril, han
triunfado.
Y de ahí, a un devenir incuestionable, del que muchas veces
las nuevas formas de dictadura disimulada en tanto que ahora no se ejecuta por
un solo hombre, sino por un Gobierno, la Duma en este caso, dan forma al que es
sin duda el último gran Imperio de Europa.
Un imperio que a mi entender, junto al de muchos otros, da
sus últimos pasos a raíz de la muerte de su último gran jerarca, Stalin,
acaecida el 5 de marzo de 1953.
La URSS, como toda estructura ingente, pasará a partir de
ese momento a vegetar en pos de un
colapso que tardará en llegar sólo por la enormidad del proyecto, en todos los
campos.
De esta manera, y al abrigo de las mismas, rápida y
eficazmente habilitaría los procesos necesarios para la absoluta implementación
no solo de las mismas, sino también de todos y cada uno de protocolos que eran
o se consideraban imprescindibles para el triunfo del nuevo formato que a
partir de ese momento quedó determinado para la Revolución. Un
formato que pronto permitió discernir la condición paternalista que impresa por
el Líder, acabaría por dotarle de una suficiencia casi imprescindible, lo que
influiría como ninguna otra circunstancia a la hora de convertir al por
entonces generador de ideas, en el
líder, tirano y dictador que acabó siendo. Y todo ello, implementando el modelo
de procedimiento que desde ese momento será el preferido por otros tiranos a
saber, el que pasa por la manipulación de los mecanismos democráticamente
establecidos al utilizarlos para la aprobación de reformas legislativas al
amparo de una acumulación de poder lenta aunque progresiva, en pos de convertir
al líder en el menor de los males, cuando no en el único salvador.
Lo demás es conocido, o por ser más exactos, no necesita de
interpretación.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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