sábado, 11 de abril de 2015

LA PAZ DE UTRECHT. DE CUANDO LA DESGRACIA DE UNOS, NO GARANTIZA EL ÉXITO DE OTROS.

Cuando las postrimerías del uno de noviembre de 1700 eran testigo de cómo La Parca ganaba finalmente la batalla a Carlos II, el lento tañido de las campanas de El Escorial, acompañadas pronto por el resto de los campanarios de Madrid, se hacían eco (mejor que cualquier otro menester) del hecho consuetudinario a la par que inexorablemente ligado. Lo cierto es que muchas más cosas que la miserable por mor que lacónica vida del monarca fueron las que desaparecieron para siempre con aquélla triste noche de Madrid. Una forma de entender la vida, reflejada sin duda en una forma de gobernar, sucumbían definitivamente. El fin de los Austrias Españoles era una hecho. Y no lo era por sucumbir ante el implacable empuje de algún enemigo, ya fuera la procedencia de éste interior o extranjera. Ni las habilidades de un valioso enemigo, ni las iniquidades de un peligroso traidor, según lo uno o lo otro sería de consideración en base a lo que tradicionalmente venía aconteciendo en Europa, vendrían en este caso a poner fin a tan distinguida estructura dinástica.
El enemigo en este caso, desconocido por invisible, y más temible si cabe por venir alimentado de los más terribles miedos, a saber los procedentes de la superstición, se escondía tras unos artes cuando no unos usos que la ciencia ha venido a conjurar muchos años después.

En lo que bien podría considerarse como la magnífica conclusión de un proceso largamente bruñido tanto por sus protagonista, en hábil confabulación con el Tiempo disfrazado éste con sus mejores galas, a saber las que proporciona la Historia; la Casa de Austria viene a proclamarse en los territorios españoles, entiéndase pues por ello tanto los propios de la metrópoli, como especialmente los de ultra mar, como la estructura perfecta, y a saber si la única a tal efecto competente, para desarrollar con éxito lo que para otros sin duda hubiese sido una ardua tarea saber, la de lograr no solo la continuidad del Imperio, sino el hacerlo contribuyendo de todas las formas posibles, algunas conocidas, otras originales, a lograr la mejoría de éste bien poniendo en práctica cuestiones de política exterior, o no rechazando cuando era necesario o inevitable, el conflicto armado; demostrando también entonces a sus rivales, ya fueran éstos potenciales o de facto, cuáles eran o debían de ser los parámetros en los que habría de moverse quien se creyera realmente competente para derrocar a la Casa de Habsburgo del poder.

Mas como sueles ser habitual en estos casos, o por ser más justos, aprovechando la ventaja que la perspectiva te proporciona una vez más a la hora de entender que conocer con antelación los acontecimientos te dota de un instrumento único a la hora de establecer vínculos entre hechos o estructuras que de otra manera difícilmente podrían ser coincidentes; es como podemos aventurar que convertirse en el último heredero de tamaña responsabilidad, o más concretamente los hechos a los que ello condujo, podrían estar en la base de la concatenación de accidentes que acabarían por traducirse en el fin de Carlos II, y por ende de la Dinastía.

Si bien las comparaciones siempre resultan odiosas, en esta ocasión tal proceder resultaría además de desagradable, injusto. Si bien nadie, o al menos yo no, habría en un estado de buen juicio, cuestionar los logros alcanzados por los monarcas del XVI, asumiendo pues con sus éxitos no tanto sus fracasos, como sí más bien lo aparentemente inadecuado de alguno de los métodos que para lograrlos se habilitaron; nadie habrá igualmente de dudar que efectivamente las consideraciones tanto generales como concretas que vinieron a contextualizar los protocolos desde los que inferir el Gobierno de los monarcas del XVII, son marcadamente diferentes.
Para argumentar tal disposición, bastará por ejemplo inferir durante un instante los efectos que sin duda tuvieron hechos constatados como pueden ser la larga sequía que vino a esquilmar no solo los Pósitos Reales, sino que, y casi como peor consecuencia a largo plazo por poder establecerse como consecuencia objetiva a tenor de una decisión regia, la subida posterior de los precios de los alimentos básicos, primera y más importante consecuencia de tamaña decisión vendrá a empañar para siempre todo intento de rememorar viejas glorias del pasado.

Sea como fuere, y en vinculación directa con la línea argumental elegida, lo cierto es que complicada era a priori la labor a la que había de enfrentarse Carlos II, con aspirar tan solo a mantener, que ni tan siquiera a ampliar, el Reino que se había encontrado. Y si la tarea hubiera sido compleja para cualquiera, aún habiendo estado el elegido de más luces, qué decir al respecto cuando imaginamos el efecto que a propios y extraños podía causar una figura como la que correspondía al monarca.
Era pues Carlos II (El Hechizado) dueño de todos los pormenores propios de quien ha sido víctima de un quehacer diabólico, o que en el menor de los casos ha sido objeto de una confabulación en la que ha mediado la brujería. Enfermo desde y hasta la extenuación, lejos de necesitar acudir a la participación de fuerzas malignas, o en todo caso ajenas al dominio de los campos terrenales; vinieron a confluir en el rey todas y cada una de las desgracias que hoy podemos atribuir a la acción y efecto de una política matrimonial vinculada a la consaguinidad, quién sabe si promovidos desde la paradójica conjunción de la idea de que tal conducta vendría a garantizar mejor que ninguna la pureza de sangre.

Sea como fuere, y aunque no necesariamente como causa, aunque quién puede negar que reforzando tal consecuencia, lo cierto es que la imagen decadente del Rey de España parecía estar perfectamente contemporizada con el evidente a la par que galopante estado de decadencia que ya sacudía España hasta la médula.
Tal y como ocurre siempre, y como enésima muestra de lo que la Historia ha demostrado una y mil veces, caminar por una senda dura cuando el premio que se ofrece es brillante; resulta mucho más exitoso que si con la misma propuesta de dureza, no nos hallamos en condiciones de proponer una ventajosa salida. Fue así como la concatenación de los hechos anteriormente aproximados vinieron a constituirse en una losa excesivamente pesada, o al menos a tal conclusión podemos llegar a la vista de cómo reaccionó el Pueblo Español ante las cada vez más exigentes pretensiones de las que eran acreedores desde el Gobierno, hay que recordar en este caso todavía absolutamente vinculado al Rey.

El nuevo campo que así se nos abre, y que pasa por conjugar de manera espectacular las derivadas que se centran por un lado de consolidar lo que ya es una evidencia a saber, la decadencia de las consideraciones absolutistas dentro de la concepción de gobierno en Europa; alcanza es este caso en España un auge desconocido, al menos en sus consecuencias, cuando el mismo lo concebimos en el marco de transición de acontecimientos que ofrece un monarca a todas luces imposibilitado para el desarrollo cuando no la ejecución de las obligaciones que la exigencia de Buen Gobierno lleva aparejado. Así, si incluso hoy la acción de Gobierno trae implementada en cierta manera unas exigencias que más allá del bien decoro habrán de pasar por unas consideraciones que permitan extrapolar del aspecto del Rey, los poderes que éste representa vinculados a toda una nación, De una lectura contraria, la ausencia de tales considerandos bien podrían convertir incluso en acertada una suerte de extrapolación por la que la nación representada por un monarca enfermo, bien podría estar igualmente enferma; constituyendo con ello un momento magnifico para dar paso a una confabulación, una estrategia, o una suerte combinada de todo ello, destinada si no al derrocamiento del monarca y de la nación en cuestión, si al menos a generar en ambos una debilidad tal que, como en el caso del Imperio Español, garantice su definitivo derrocamiento en lo concerniente al escenario en el que se mueven, a partir de este momento lo harán otras, las grandes potencias.

Queda así pues perfectamente explicado el vínculo entre Carlos II, la Guerra de Sucesión y por supuesto El Tratado de Utrecht, hecho en última instancia que nos ha traído hoy aquí,
En términos estrictamente objetivos, esto es según los que proceden de la lectura atenta de los hechos irrefutables en tanto que procedentes de la concatenación estadística, lo cierto es que a todo lo ya explicitado se unen aspectos tales como las dificultades cada vez más evidentes que se hacen patentes en materias tales como la política de ultramar. Así, las necesidades legítimas de América van poco a poco confeccionando un escenario de una complejidad tal, que pronto quedará lejos no solo de las capacidades del monarca, sino incluso de las que en este caso sí que hubieran sido más exigibles, capacidades de su Consejo de Gobierno, antes de Regencia.
El nuevo escenario económico, del todo desconocido, tanto en el fondo como en las formas, vendrá a consolidar un marco en el que la cuestión de la esclavitud, desconocido hasta el momento, al menos en los parámetros en los que ahora parece escenificarse, se erigirá rápidamente primero en la excusa, y pronto en el verdadero detonante de una serie de acontecimientos que en el marco de la Guerra de Sucesión pueden venir a resumirse en la adopción por parte de Gran Bretaña y de Francia de toda una serie de medidas, la mayoría de las cuales hubieran sido en otro caso tan inverosímiles como inaceptables, y que acabaron defenestrando el Imperio Español, con unas consecuencias macro tan impredecibles como duraderas, las cuales van mucho más allá de las meras pérdidas económicas o territoriales, alcanzando en todos los casos consecuencias que aún a día de hoy son palpables.

Así, el paso de España a lo que podríamos considerar como una potencia de segundo orden, contribuyó de manera imprescindible al desarrollo y consideración de una serie de formas y fondo cuyo ruido se irá amplificando a lo largo de todo el Siglo XVIII, haciendo que la tesis según la cual los acontecimientos que para bien o para mal harán saltar por los aires la Vieja Europa, tienen sin duda su origen en la nueva configuración de Europa cuyas mimbres han de ser buscadas en el Tratado de Utrecht.

Es así que para saber cuándo una potencia es o ha sido verdaderamente importante, hay que mirar en el resultado que han tenido no ya sus victorias y logros, sino sus aparentes desastres.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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