Cuando las postrimerías del uno de noviembre de 1700 eran
testigo de cómo La Parca ganaba
finalmente la batalla a Carlos II, el lento tañido de las campanas de El
Escorial, acompañadas pronto por el resto de los campanarios de Madrid, se
hacían eco (mejor que cualquier otro menester) del hecho consuetudinario a la
par que inexorablemente ligado. Lo cierto es que muchas más cosas que la
miserable por mor que lacónica vida del monarca fueron las que desaparecieron
para siempre con aquélla triste noche de Madrid. Una forma de entender la vida,
reflejada sin duda en una forma de gobernar, sucumbían definitivamente. El fin
de los Austrias Españoles era una
hecho. Y no lo era por sucumbir ante el implacable empuje de algún enemigo, ya
fuera la procedencia de éste interior o extranjera. Ni las habilidades de un
valioso enemigo, ni las iniquidades de un peligroso traidor, según lo uno o lo
otro sería de consideración en base a lo que tradicionalmente venía
aconteciendo en Europa, vendrían en este caso a poner fin a tan distinguida estructura dinástica.
El enemigo en este caso, desconocido por invisible, y más
temible si cabe por venir alimentado de los más terribles miedos, a saber los
procedentes de la superstición, se escondía tras unos artes cuando no unos usos
que la ciencia ha venido a conjurar muchos años después.
En lo que bien podría considerarse como la magnífica
conclusión de un proceso largamente bruñido tanto por sus protagonista, en
hábil confabulación con el Tiempo disfrazado éste con sus mejores galas, a
saber las que proporciona la Historia; la
Casa de Austria viene a proclamarse en los territorios españoles, entiéndase pues por ello tanto los propios
de la metrópoli, como especialmente
los de ultra mar, como la estructura
perfecta, y a saber si la única a tal efecto competente, para desarrollar con
éxito lo que para otros sin duda hubiese sido una ardua tarea saber, la de
lograr no solo la continuidad del Imperio, sino el hacerlo contribuyendo de
todas las formas posibles, algunas conocidas, otras originales, a lograr la
mejoría de éste bien poniendo en práctica cuestiones de política exterior, o no
rechazando cuando era necesario o inevitable, el conflicto armado; demostrando
también entonces a sus rivales, ya fueran éstos potenciales o de facto, cuáles
eran o debían de ser los parámetros en los que habría de moverse quien se
creyera realmente competente para derrocar a la Casa de Habsburgo del poder.
Mas como sueles ser habitual en estos casos, o por ser más
justos, aprovechando la ventaja que la perspectiva te proporciona una vez más a
la hora de entender que conocer con antelación los acontecimientos te dota de
un instrumento único a la hora de establecer vínculos entre hechos o
estructuras que de otra manera difícilmente podrían ser coincidentes; es como
podemos aventurar que convertirse en el último heredero de tamaña
responsabilidad, o más concretamente los hechos a los que ello condujo, podrían
estar en la base de la concatenación de accidentes que acabarían por traducirse
en el fin de Carlos II, y por ende de la Dinastía.
Si bien las comparaciones siempre resultan odiosas, en esta
ocasión tal proceder resultaría además de desagradable, injusto. Si bien nadie,
o al menos yo no, habría en un estado de buen
juicio, cuestionar los logros alcanzados por los monarcas del XVI,
asumiendo pues con sus éxitos no tanto sus fracasos, como sí más bien lo aparentemente inadecuado de alguno de los
métodos que para lograrlos se habilitaron; nadie habrá igualmente de dudar
que efectivamente las consideraciones tanto generales como concretas que
vinieron a contextualizar los protocolos desde los que inferir el Gobierno de
los monarcas del XVII, son marcadamente
diferentes.
Para argumentar tal disposición, bastará por ejemplo inferir
durante un instante los efectos que sin duda tuvieron hechos constatados como
pueden ser la larga sequía que vino a
esquilmar no solo los Pósitos Reales, sino
que, y casi como peor consecuencia a largo plazo por poder establecerse como
consecuencia objetiva a tenor de una decisión regia, la subida posterior de los
precios de los alimentos básicos, primera y más importante consecuencia de
tamaña decisión vendrá a empañar para siempre todo intento de rememorar viejas glorias del pasado.
Sea como fuere, y en vinculación directa con la línea
argumental elegida, lo cierto es que complicada era a priori la labor a la que
había de enfrentarse Carlos II, con aspirar tan solo a mantener, que ni tan
siquiera a ampliar, el Reino que se había
encontrado. Y si la tarea hubiera sido compleja para cualquiera, aún
habiendo estado el elegido de más luces, qué
decir al respecto cuando imaginamos el efecto
que a propios y extraños podía causar una figura como la que correspondía al monarca.
Era pues Carlos II (El Hechizado) dueño de todos los
pormenores propios de quien ha sido víctima de un quehacer diabólico, o que en
el menor de los casos ha sido objeto de una confabulación en la que ha mediado la brujería. Enfermo
desde y hasta la extenuación, lejos de necesitar acudir a la participación de
fuerzas malignas, o en todo caso ajenas al dominio de los campos terrenales;
vinieron a confluir en el rey todas y cada una de las desgracias que hoy
podemos atribuir a la acción y efecto de una política matrimonial vinculada a la consaguinidad, quién sabe si
promovidos desde la paradójica conjunción de la idea de que tal conducta
vendría a garantizar mejor que ninguna la pureza
de sangre.
Sea como fuere, y aunque no necesariamente como causa,
aunque quién puede negar que reforzando tal consecuencia, lo cierto es que la
imagen decadente del Rey de España parecía estar perfectamente contemporizada con el evidente a la par que galopante
estado de decadencia que ya sacudía España hasta la médula.
Tal y como ocurre siempre, y como enésima muestra de lo que
la Historia ha demostrado una y mil veces, caminar por una senda dura cuando el
premio que se ofrece es brillante; resulta mucho más exitoso que si con la
misma propuesta de dureza, no nos hallamos en condiciones de proponer una
ventajosa salida. Fue así como la concatenación de los hechos anteriormente
aproximados vinieron a constituirse en una losa excesivamente pesada, o al
menos a tal conclusión podemos llegar a la vista de cómo reaccionó el Pueblo Español ante las cada vez más
exigentes pretensiones de las que eran acreedores desde el Gobierno, hay que
recordar en este caso todavía absolutamente
vinculado al Rey.
El nuevo campo que así se nos abre, y que pasa por conjugar
de manera espectacular las derivadas que se centran por un lado de consolidar
lo que ya es una evidencia a saber, la decadencia de las consideraciones
absolutistas dentro de la concepción de gobierno en Europa; alcanza es este
caso en España un auge desconocido, al menos en sus consecuencias, cuando el
mismo lo concebimos en el marco de transición de acontecimientos que ofrece un
monarca a todas luces imposibilitado para
el desarrollo cuando no la ejecución de las obligaciones que la exigencia de
Buen Gobierno lleva aparejado. Así, si incluso hoy la acción de Gobierno
trae implementada en cierta manera unas exigencias que más allá del bien decoro
habrán de pasar por unas consideraciones que permitan extrapolar del aspecto
del Rey, los poderes que éste representa vinculados a toda una nación, De una
lectura contraria, la ausencia de tales considerandos bien podrían convertir
incluso en acertada una suerte de extrapolación por la que la nación
representada por un monarca enfermo, bien
podría estar igualmente enferma; constituyendo con ello un momento magnifico
para dar paso a una confabulación, una estrategia, o una suerte combinada de
todo ello, destinada si no al derrocamiento del monarca y de la nación en
cuestión, si al menos a generar en ambos una debilidad tal que, como en el caso
del Imperio Español, garantice su
definitivo derrocamiento en lo concerniente al escenario en el que se mueven, a
partir de este momento lo harán otras, las grandes
potencias.
Queda así pues perfectamente explicado el vínculo entre
Carlos II, la Guerra de Sucesión y por supuesto El Tratado de Utrecht, hecho en
última instancia que nos ha traído hoy aquí,
En términos estrictamente objetivos, esto es según los que
proceden de la lectura atenta de los hechos irrefutables en tanto que
procedentes de la concatenación estadística, lo cierto es que a todo lo ya
explicitado se unen aspectos tales como las dificultades cada vez más evidentes
que se hacen patentes en materias tales como la política de ultramar. Así, las necesidades legítimas de América van
poco a poco confeccionando un escenario de una complejidad tal, que pronto
quedará lejos no solo de las capacidades del monarca, sino incluso de las que
en este caso sí que hubieran sido más exigibles, capacidades de su Consejo de
Gobierno, antes de Regencia.
El nuevo escenario económico, del todo desconocido, tanto en
el fondo como en las formas, vendrá a consolidar un marco en el que la cuestión de la esclavitud, desconocido
hasta el momento, al menos en los parámetros en los que ahora parece escenificarse,
se erigirá rápidamente primero en la excusa, y pronto en el verdadero detonante
de una serie de acontecimientos que en el marco de la Guerra de Sucesión pueden
venir a resumirse en la adopción por parte de Gran Bretaña y de Francia de toda
una serie de medidas, la mayoría de las cuales hubieran sido en otro caso tan
inverosímiles como inaceptables, y que acabaron defenestrando el Imperio Español, con unas consecuencias macro tan impredecibles como duraderas,
las cuales van mucho más allá de las meras pérdidas económicas o territoriales,
alcanzando en todos los casos consecuencias que aún a día de hoy son palpables.
Así, el paso de España a lo que podríamos considerar como una potencia de segundo orden, contribuyó
de manera imprescindible al desarrollo y consideración de una serie de formas y fondo cuyo ruido se irá
amplificando a lo largo de todo el Siglo XVIII, haciendo que la tesis según la
cual los acontecimientos que para bien o para mal harán saltar por los aires la Vieja
Europa , tienen
sin duda su origen en la nueva
configuración de Europa cuyas mimbres han de ser buscadas en el Tratado de
Utrecht.
Es así que para saber cuándo una potencia es o ha sido
verdaderamente importante, hay que mirar en el resultado que han tenido no ya
sus victorias y logros, sino sus aparentes desastres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario