El 30 abril de 1945, acompañado de sus más íntimos, entre
los que se encontraba por supuesto la mujer con la que había compartido los
últimos trece años, y con la que apenas trece horas antes se había casado; Adolf
HITLER, uno de los hombres que sin duda más ríos de tinta ha hecho correr, y
que se ha hecho acreedor del mayor catálogo de calificativos, tanto en número
como en consideración, de cuantos conoce la historia; se quitaba finalmente la
vida acudiendo para ello al nada wagneriano
método de la ingesta de una cápsula de cianuro.
El cadáver de su Eva BRAUNM, la mujer que fascinada tanto
por su figura como por el trasfondo del hombre no solo había consentido, sino
que había deseado hacerlo así, descansa en un diván a su lado. La pistola que
en un principio estaba destinada a ser el medio que llevara a ambos a su
encuentro con el Tesoro del Nibelungo de
Wagner, ha sido estrambóticamente depositada en el suelo, en un intento de
desempeñar un papel de contexto en el que su vez ya es el contexto apocalíptico
de lo que ha sido el Apocalipsis de Alemania, el Apocalipsis del mundo.
Cerca de setenta y cinco millones de muertos, seis de ellos
correspondientes a los que fueron víctimas de La
Solución Final , el
proceso expresamente diseñado por el Führer, gestado personalmente y a tal fin
atribuido en pos de lograr no la desaparición sino el exterminio de hasta el
último de los integrantes de la
Raza Judía ; constituyen o al menos deberían constituir
motivos más que suficientes para entender en la medida de lo posible no ya la
mentalidad de un sujeto que para la
Historia de Europa es y ha sido siempre omnisciente, en la medida en que
por más que su existencia es un hecho del que aún hoy sus consecuencias dan
cumplida cuenta, no lo es en menor medida el intento que aún hoy algunos llevan
a cabo para negar que tanto él, como por supuesto su obra, han acontecido. O
que de haberlo hecho nunca hubiera sido, siempre según ellos, de la manera
mediante la que la manipulada verdad procedente de los judíos, trata de hacernos
creer.
Pero si de verdad resultan sorprendentes los esfuerzos que
tanto en el terreno cualitativo como por supuesto en el cualitativo, son
llevados a cabo por los que atendiendo a razones tan diversas como las que
vienen a componer la naturaleza humana vienen
a tratar de lavar la imagen de un Régimen
de rapiña y desesperación; del todo incomprensibles e igual de infundados
resultan los que de parecida manera son desplegados por aquéllos que de verdad
se cargan de razones, a falta de la
razón, para afirmar que todo, absolutamente
todo, se debió y por ende ha de ser atribuido al devaneo mitológico de un
hombre que en su fuero interno deseaba
tomar el té con los Dioses.
Sinceramente: ¿Todavía resulta útil para alguien decir que
todo, absolutamente todo, ocurrió por obra
y gracia de los devaneos que un hombre y su aparente locura mantuvieron en
pos de preparar el terreno a una supuesta
Teocracia?
Para echar abajo semejante consideración, nos bastan las
declaraciones llevadas a cabo por Hoffman
en el tribunal a efectos inferido para juzgar los crímenes que se
cometieron: “Que se me acusa de sacar
provecho del Régimen del Terror impuesto por Hitler. ¿Y quién, en aquel momento
no lo hizo? ¿Por qué se vendieron, entonces, tantos de mis libros?
Los libros, sin duda, una de las piedras de toque sobre las que apoyar todos los desarrollos,
curiosamente tanto los que abogan en un sentido, como paradójicamente los que
lo hacen en el sentido contrario (así de ambiguo, contradictorio y enigmático
resulta sin duda un género que hace precisamente de la instantaneidad uno de sus mejores argumentos) y que a la hora no
tanto de esclarecer, cuando sí más bien de aportar algo de luz al respecto se
mueve lógicamente entre el propio Mein Kampf
y los libretos de Wagner, pasando, cómo no, por los paralelismos que en la
Obra de Nietzsche algunos interesadamente han intentado encontrar.
Si bien puede ser éste sin duda el momento adecuado para
desistir en tanto que lejos de concretar un punto de anclaje no hacemos, al
menos en apariencia más que diversificar los procederes; lo cierto es que el no
encontrarse entre los motivos que facultan la presente disquisición ni uno solo
que lleve al autor a mostrarse imbuido en la suerte de locura que significaría
el creerse de verdad competente como para añadir ni siquiera una coma a cuanto
correcta o incorrectamente se ha considerado digno de formar parte de lo definitorio de alguien capaz de lo que fue
capaz; es por lo que acudimos a la obra de ensayistas al respecto tales
como Sebastian HAFFNER, quien en base a la certeza de su pluma desarrolla, con
enorme audacia las estrategias que se suceden de hilvanar de manera muchas
veces original la enorme madeja formada por sus ingentes conocimientos en la materia. Madeja
que a menudo da lugar a construcciones tan sagaces como deslumbrantes.
Una vez que lo magnífico
del proceder se revela ante nosotros podremos, en la medida de lo posible,
y siempre por supuesto dentro de ciertos cánones, atribuirnos algunas licencias
No podrán ser éstas de concepto ya que desvirtuarían de manera inexorable el
estudio, reduciendo a la nada cualquier logro que a las mismas pudiera ser
atribuible. Mas sí será de
procedimiento, en tanto que mientras el mismo responda a lo que ha sido
validado, sus resultados no parecen discutibles. Adecuamos así pues la escala,
y nos acercamos a la realidad objeto hoy de nuestro interés desde la
perspectiva que en este caso nos aporta la introducción de una suerte de acción
que denominaríamos la historia de la Historia. Se trataría,
como es de suponer, de disponer las piezas que confieren rigor a nuestro
escenario siguiendo en este caso un criterio que procede de la lectura de los
hechos no a partir de 1939, ni siquiera desde principio de los años 20, como
preconizan los que ven en el cierre del ciclo que comenzó con la chapuza
de Munich la explicación de todo lo que sucedió.
Porque en contra de lo que pueda parecer, la propensión de
un hecho a ser considerado de forma justa
como de histórico, no desmerece en nada en el caso de que en la génesis del
mismo pueda subyacer la esencia de otro acontecimiento que igualmente en su
momento lo fuera.
La prueba, evidente. Diplomáticos alemanes y diplomáticos
franceses se hallan sentados, frente a frente en un vagón de tren detenido y abandonado en una vía muerta en el
bosque de Compiégne al noreste de
París. En la mesa, un tratado de rendición incondicional. Si a la escena le
añadimos nieve, resultaría adecuado que nos encontramos narrando los hechos que
acontecieron el 11 de noviembre de 1918, y que además de poner fin a la Primera Guerra
Mundial , supusieron el en apariencia definitivo hundimiento
de Alemania. Si por el contrario quitamos la nieve, podemos vernos en el
proceder que Hitler construyó en julio de 1940 para devolver la afrenta causada
por el anterior hecho, obligando a los franceses a firmar su rendición en el
mismo lugar, incluso en el mismo vagón, que había permanecido exhibido en un
museo.
Se va así construyendo casi por sí solo un escenario en el
que de nuevo la magnitud de los hechos parecen conducirnos a constatar que ni
los protagonistas, ni por supuesto los propios hechos, responden en criterio de
proporcionalidad, al momento que en terminología histórica les corresponde.
Tenemos así pues que con la salvedad de la venganza
escenificada en el dulce plato que
sin duda supuso la escenita del tren en el bosque de París, el resto de los
acontecimientos desarrollados si bien lo hacen en la parte del siglo XX que se
corresponde cronológicamente con su primera mitad, ponen de relevancia una
larga lista de conductas y consecuencias que solo pueden explicarse asumiendo
la posibilidad de que al siglo XX le sobraran etimológicamente por aquel
entonces ¡los cincuenta años transcurridos!
Porque si ya para entender las causas de la Primera Guerra
Mundial jugueteamos con la posibilidad de que las causas que
la provocaron se encontraran realmente en lo que denominaríamos el cierre en falso del XIX, y que se
explica asumiendo que si bien el siglo XX comienza en el año 1900, habrán de
pasar bastantes años hasta poder afirmar sin el menor género de dudas que el
siglo XIX ha finalizado; no es menos cierto que en términos culturales, y al
ser éstos mucho más absolutos el razonamiento no hace sino ganar en condición, para
encontrar muchas de las causas del desastre que supuso la primera mitad del
siglo XX, haya que lanzarse hasta el fondo en la Cultura del XIX.
Un siglo, el XIX, propenso al Nacionalismo. Un siglo, el
XIX, canalizado por el fervor patrio, conducido por las corrientes
procedimentales tendentes a la escenificación de Grandes Héroes precursores incluso de una suerte de mitología
particular cuyos desarrollos tienen lugar en lugares idílicos, míticos. Con
fuentes y cuevas, con cavernas llenas de tesoros en pos de cuya consecución el
Hombre ha de lanzarse en brazos de la oscuridad protegido solo por la luz que
le aporte su virtud, cuando no su conocimiento. Un siglo el XIX propenso a los
príncipes, y por supuesto a las princesas en el que las convicciones y las
certezas más descabelladas otrora, adquieren ahora visos no solo de
contingencia, sino más bien de necesidad.
El Romanticismo pues, como síntoma del desastre. Y en medio,
un arquitecto del Caos.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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