Inmersos como pocas veces en la debacle conceptual y
procedimental en la que se convierte el fervor con el que estos tiempos nos
obligan a vivir, no resulta para nada extraño, de hecho la situación creada
adquiere tintes reveladores, cuando
detenidos un instante al borde de la senda que recorremos, constatamos a menudo
con sorpresa, que circunstancias incluso de mérito y resonancia han pasado no
solo desapercibidas, sino que han quedado abiertamente olvidadas.
Es entonces cuando la constatación no ya del hecho, como sí
más bien de la reflexión generalmente funesta que le acompaña, viene a ponernos
en la tesitura de, necesariamente, abordar de manera presta la labor de
recomponer los fragmentos en los que aquello, sea lo que sea, que se ha roto,
pueda volver a lucir espléndido, sea cual sea el lugar que en justa medida sin
duda haya de ocupar.
Pero hay cosas que una vez rotas, desgraciadamente, no se pueden arreglar.
Existen cosas cuyos fragmentos, una vez esparcidos por el suelo, no se pueden
recomponer. Hay olvidos que una vez cometidos, resultan imposibles de permutar.
Por eso, comprobar hasta qué punto el nueve de mayo ha
pasado desapercibido y lo que es peor, constatar cómo el efecto de la crisis ha tapado con su negra sombra el azul de la
bandera europea, debería hacernos reflexionar no solo en pos de
cuestionarnos si efectivamente tenemos un problema. La cuestión a estas alturas
es ya comprobar si estamos en condiciones de resolverlo.
En el 65º aniversario de la presentación formal de la Declaración Schumann , hecho que formalmente tiene lugar el nueve de mayo de 1950, y que
a efectos constituye la consagración
formal de un proceso destinado a lograr la gestión común del carbón de, en un
primer momento la por entonces República Federal Alemana y Francia, creando
especialmente un espacio al que después podrán ir adhiriéndose el resto de
países; lo que viene es a quedar de
facto constituido el primer ensayo de proyecto
de desarrollo extranacional que viene, no obstante no a delimitar sino a
poner de manifiesto las potencialidades de beneficio y crecimiento que para
todos los países contenidos físicamente
en el Viejo Continente, tendría la concepción y posterior puesta en marcha
de medidas y proyectos concebidos a la sazón a partir de ideas consolidadas
desde la grandeza que a priori promete el consoldar un espacio de desarrollo
común, a partir del cual pergeñar primero y después desarrollar, un modelo de
desarrollo no solo común, sino que abiertamente trascienda a las fronteras, ya
sean éstas de carácter físico o conceptual.
La impresión que el proyecto sigue causando hoy, cuando como
decimos han transcurrido ya 65 años desde el primer acto en el que el mismo vio
la luz; puede sin duda servir para hacernos una idea de la magnificencia del
concepto. Un concepto que se ha visto afectado, ¡cómo no! por el paso del
tiempo. Aunque lo que sin duda se ha visto afectado por el tiempo ha sido sin
duda, el procedimiento mediante el cual llevar a cabo la consecución de los
objetivos que al menos en principio, constituían el motivo de su génesis.
Se constituye ante todo aquella CECA, germen insistimos no
solo de la actual EU
sino más bien de todos y cada uno de los macroproyectos
de consolidación transfronteriza en los que se ha embarcado el Viejo Continente, al cual hasta ese
preciso instante solo podíamos referirnos de manera común desde un punto de
vista estrictamente geográfico; como el primero de los sin duda numerosos e
intensos esfuerzos que habrán de ser llevados a cabo en pos de lograr una
suerte de coordinación arbitrados en pos de la consecución de arbitrios comunes
para lo cual, lo más sencillo sobre todo a efectos de lograr una justificación
práctica, pasa por centrar los mencionados esfuerzos en torno a proyectos y
desarrollos certeramente identificables como de económicos.
Porque resulta una obviedad que sin lugar a dudas en
justicia ha de ser mencionada, es la Economía, y nada más que la Economía la
que pasa por hacer comprensible el que la energía desde la que se alimentó el
proyecto destinado a resucitar a la Diosa Europa para
ayudarla a cumplir la misión que le había sido encomendada; pasaba inexorable y
certeramente por la contraposición de una serie de cuestiones cuya
consideración obedecía en principio a cánones escuetamente económicos. Puede
resultar frío, pero paradójicamente de tal frialdad, escueta y científica,
podemos extraer las causas principales a partir de las cuales explicar la
superación de los múltiples impedimentos que sin duda jalonaron el proyecto.
Una Economía que resulta especialmente adecuado recordar,
tenía por aquel entonces el para nada desdeñable apellido de “de guerra.”
Europa está devastada. Más allá de que técnicamente todavía
no se haya despejado en su totalidad el humo que vuelve tan inexorable como
difuso el horizonte hacia el que habrá de tender no tanto el continente, como
sí más bien sus gentes, el eco de una guerra que ha dejado una estela de más de
sesenta millones de muertos, entre los que en términos de Pirámide Demográfica se encuentran el 67% de los que habrían de
estar destinados a constituirse en la mano
de obra destinada a reconstruir un continente que además ha visto arrasado todo
su compendio económico, ha de enfrentarse además a una serie de
consideraciones imprescindibles las cuales tienen además efectos similares a
los que en otras épocas que podrían haber sido olvidadas tendrían, no obstante,
alguno de los fenómenos epidemiológicos o destructivos que tantas veces habían
recorrido Europa.
Con la mano de obra desmenuzada, los territorios
esquilmados, las reservas en mínimos o directamente desaparecidas; la única
opción que a Europa le queda no tanto para reconsiderarse, como sí más bien
para sobrevivir, pasa inexorablemente por reinventarse.
Porque de reinventarse, o al menos de iniciar un proceso
cuya inversión en términos de energía habrá de ser igual, cuando no mayor, es
de lo que hablamos en tanto que lo que se pide es algo sintetizable en pos de
una suerte de renuncia a, nada más y nada menos que, la esencia nacional.
En un territorio, o por expresarse de manera más precisa, en
un continente, que todavía tiene frescas cuestiones
que lejos además de encontrarse en la base del conflicto reseñado pasan por
formar parte imprescindible de las estipulaciones a partir de las cuales se
conminan no tanto la certidumbre de los territorios, como sí más bien la
sensación de pertenencia a algo de sus habitantes; lo cierto es que resulta
difícil promover un cisma traumático como pocos en un lugar en el que aún siguen
frescas tanto las fronteras como por supuesto el modus vivendi del Sacro Imperio Romano-Germánico.
Es por ello que, a medida que vamos asumiendo las
consecuencias de semejante escenario, vamos no solo entendiendo, como sí más
bien elevando al rango de categoría existencial, los procedimientos sin los
cuales hubiera sido imposible primero gestar, y finalmente desarrollar, los
cánones que han terminado por alumbrar esto que hoy consideramos como nuestro proyecto europeo.
Pero hablando con sinceridad, y mostrarnos excesivamente
apocalípticos: ¿Tenía Europa alguna otra posibilidad?
1950 no ya tanto como fenómeno cronológico, sino más bien
contemplado desde el punto de vista del contexto en el que se halla implícito,
nos muestra una Europa no ya solo devastada en presente, como sí más bien
arruinada en futuro.
Con todo absolutamente hipotecado, la única opción pasa,
asumiendo procedimientos casi escatológicos, por aceptar las condiciones que
los vendedores estipulen, a la hora
de firmar cuanto antes los criterios de la rendición. ¿Pero cómo, acaso los países aliados integrados en el
continente no resultaron victoriosos? Puede que así fuera, pero lo cierto
es que el precio que pagaron se traduce, en términos de destrucción, que el
estado de conservación (más bien de destrucción) en el que quedaron sus
infraestructuras, difería poco del que se podía observar en los territorios
vencidos.
Y lo que en términos objetivos era ya un hecho
incuestionable, la verdad es que adquiría tintes dramáticos cuando lo poníamos
en contraste con respecto a los países miembros de la coalición aliada, por
ejemplo los EE.UU los cuales, por su posicionamiento geográfico, estaban
intactos. Y lo que es más importante para lo que nos ocupa, deseosos de poner
su maquinaria productiva a trabajar.
Porque es en tal consideración donde se ubica la base del
actual razonamiento: Europa se había convertido en la principal receptora de
producto acabado, reactivando con ello un mercado en el que además
colaborábamos por partida doble, al ser su proveedor de materia prima, lo único
de lo que a la sazón disponíamos.
Así, y con la ventaja
tramposa que proporciona la perspectiva del tiempo, podemos decir que el Plan Marshall había ya herido de muerte
desde su incipiente nacimiento, al Proyecto
Europeo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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