sábado, 27 de septiembre de 2014

DE CUANDO LA ETERNA PERMANENCIA EN LA SOMBRA LIBRA DE TODO MAL, AL MENOS EN APARIENCIA.

Acudimos hoy, prestos, a la conmemoración de la muerte de uno de los hombres más insignes de la Historia de España…

El mero hecho de que a la vista de las anteriores líneas, la imagen de precisamente aquél al que van dirigidas, el Rey Fernando (II de Aragón, V de Castilla), no sea la primera de las sin duda muchas imágenes de protagonistas que sin lugar a dudas pueden encajar en un desarrollo tan abierto una vez analizado fríamente; nos lleva a implementar sin duda con más fuerza el elemento vertebrador desde el que ven la luz estas humildes líneas. A saber, la constatación palmaria de lo mal que la Historia ha tratado, y sin duda trata la figura de Fernando. Sí, efectivamente, El Católico.

Porque sin duda habría que navegar mucho y muy profundamente en los archivos y documentos históricos a los que directa o en su falta, indirectamente ha dado lugar nuestra querida España, para enfrentarnos con otra muestra de desafección, cuando no de franca manipulación sazonada con grandes dosis de abandono, como las que se han protagonizado respecto de la forma de comportarse para con la Figura, Obra y “Milagros” de, no lo olvidemos, uno de los monarcas más influyentes de la Historia de España.

Si algo resulta a estas alturas ciertamente inexcusable, es sin duda la constatación de la gran riqueza que a todos los efectos se dirimió en pos de los tiempos a lo largo de los cuales el rey Fernando ejerció su cargo.
Así, atendiendo con firmeza al ya tradicional esquema desde el que nos enfrentamos al análisis de la historia; podemos decir que en referencia directa al capítulo de la economía, la enorme cantidad de oro y en definitiva de metales preciosos procedentes del descubrimiento y paulatina colonización del Nuevo Mundo, pusieron a la aún por entonces Corona de Castilla en una predisposición ciertamente extraordinaria de cara a disponer de unos recursos los cuales, tanto por procedencia, como por supuesto por calidad y cantidad, merecían ser terciados atendiendo escrupulosamente al rango de la excepcionalidad.
Siguiendo y ocupándonos del consabido capítulo que conformamos a partir del aglutinamiento de todas las variables que a su vez preconizan la generalización de la sociedad, podemos decir que Fernando , en este caso bajo su forma ya obvia de Fernando El Católico, se verá necesariamente conmovido por la existencia de una forma de sociedad en la que se darán cita, indefectiblemente, las sombras de un modelo moribundo, con los brillos cegadores de otro modelo que no es que esté por venir, sino que más bien está irrumpiendo a pasos vista, deslumbrando de manera impropia con un modus desconocido hasta el momento toda vez que es la primera vez en la que la Historia es consciente de la existencia de una verdadera revolución estructural, o lo que es lo mismo, nunca antes nada ni nadie se las había visto con una revolución entre cuyos objetivos se encontraran, definitivamente, la absoluta totalidad de los elementos que componen la realidad del Reino.
De esta manera, es y será la figura del Rey Fernando, la encargada de lidiar con la escenografía que pone de manifiesto no ya una nueva forma de ver el reino, sino una verdaderamente nueva composición del reino. Porque basta con un ligero vistazo para comprobar hasta qué punto los usos y maneras a los que nos referimos han cambiado las formas. Unos cambios que, sin embargo, necesitarán como es obvio de un tiempo de implementación, tiempo en el que habrán de compartir escenario con los procederes correspondientes a los vestigios del pasado. Mas será precisamente en las continuas controversias que esos tiempos deparan, donde precisamente podemos entender la magnitud de los cambios que se avecinan. Así, los usos y costumbres propios de la Edad Media, y que en el terreno de lo estrictamente social están vinculados a, por ejemplo, el efecto que en el individuo tienen cuestiones como la de la superación de las relaciones que se establecen en el marco del vínculo señor-vasallo; en contraposición, insistimos, con las pretensiones de  un nuevo modelo en el que la modernidad se refleja en aspectos como los que se derivan de decisiones como las tomadas por Fernando II, a primeros de 1502, en los que en consonancia con su esposa, y vinculado a lo que se daría en llamar “Ley de Mancebías”, quedaban autorizados los matrimonios interraciales en lo que vendrá a suponer la constatación, a título de corolario cierto es, de la decisión que la reina ya tenía asumida y que reconocerá después, en base a la cual se determina que los indios efectivamente tienen derechos humanos.

Aunque vendrá a ser sin embargo en el terreno de lo que identificaríamos como propio de la política, donde sin duda con más fuerza, tal y como en principio cabría esperar, se nota la mano de Fernando. Protagonista tan evidente como sin duda involuntario de un periodo en el que las relaciones estructurales ya mencionadas para lo social, redundan sus cánones de manera virulenta en el terreno de la política; el rey se verá obligado a enfrentarse con cuestiones que como es propio dada su naturaleza y carácter novedosos, ponen a la Corona en tesituras y disposiciones ciertamente desconocidas, las cuales como es propio requieren de la franca adopción de procedimientos y conductas tan novedosas como desconocidas, las cuales redundan en una manifiesta incapacidad para, en la mayoría de ocasiones, presagiar con un mínimo de tiempo y soltura, cuáles van a ser los resultados, inundando pues con el viso de la incertidumbre, la ya de por sí compleja labor que lleva impuesta la acción de gobierno.
Como prueba evidente de lo dicho, la manera mediante la que el monarca logra mantener a raya a los nobles levantiscos, implementando sus nuevas visiones en este caso no tanto sobre los procederes, toda vez que la guerra es inevitable, sí más bien haciéndose notar en los resultados, los cuales se ponen de manifiesto en la consecución de pautas y acuerdos de más larga duración. El motivo de semejante logro: la certificación evidente de que tal vez por primera vez nos encontramos ante el primer monarca estadista de la Historia de España, esto es, el primero que de verdad se plantea la supervivencia de la Institución Regia más allá de lo que propiamente devenga de los asientos que en términos históricos depare su heredero; para en este caso concreto permitirnos constatar la existencia del primer monarca con verdaderos usos y afecciones de estratega. Un monarca que tiene muy claros sus objetivos. Unos objetivos que pasan por la supremacía de una todavía en ciernes España; y que abusando de los derechos que nos otorga la perspectiva, nos permite quién sabe si intuir lo que él intuyo…¿Europa?
Y es entonces que abandonamos los nebulosos caminos de la especulación, para pisar con fuerza en los dogmáticos a la par que absolutos que son propios del otro y por ende último camino, a saber, el de la religión:
Elemento imprescindible en la época, eje en el que se verán reflejados los éxitos, así como los fracasos de cualquier acción de gobierno, será en la religión, o más concretamente en la figura de un religioso, donde Fernando encuentre su más fiel seguidor. El Cardenal Cisneros, hombre culto y a la sazón eminente, terminará por convertirse en el más fiel aliado del monarca, si no por compartir sus objetivos, sí cuando menos por desear los mismos fines. De esta manera, el rey Fernando entrará en dominio y disposición de una de las fuerzas más poderosas e influyentes de cuantas han consolidado la Historia de Europa. Y no dejamos al capricho del azar el empleo de ninguno de los términos, cuando sí más bien afirmamos que el dúo formado por el rey Fernando y el cardenal Cisneros, puede erigirse como el primero que más allá de una visión procedimental, esto es desde una visión que podríamos decir netamente conceptual, y por ende un tanto visionaria, fue capaz de entender e interpretar las conjeturas de lo que habría de ser la futura Europa.
Y como prueba de semejante ejercicio de solvencia y elegancia política, nos vemos en la tesitura de llamar la atención de un hecho a todas luces solvente, y que hace irrefutable lo expuesto hasta el momento a saber la existencia  de el que habría de estar llamado para ser el primer príncipe de España educado desde niño con tal finalidad. Así, el príncipe D. Carlos, muerto desgraciadamente en Salamanca mucho antes de haber podido ponerse a disposición de cumplir la misión para la que había venido destinado; se convierte en la esencia de razonamiento en pos de la que pivota de manera evidente la que es primera prueba real y plausible de la existencia de un verdadero plan de futuro destinado no ya solo a garantizar la supervivencia de la Institución Regia, como sí más bien a lograr de forma manifiesta la ampliación de los protocolos que tanto en el terreno de lo meramente territorial, como en campo de mayores vistas lo propio del incremento de la influencia internacional; pudieran venir a deparar.

Y como prueba evidente de ello, la existencia de un plan en el que tanto en su génesis, como por supuesto en la forma de llevarse a cabo, encontramos la sutileza propia de la mano de una mujer.
Así, si bien en la que denominaremos Política de Matrimonios la cual está sin duda destinada a ocupar por medio de matrimonios la mayoría cuando no la totalidad de las coronas de cierto peso de Europa, lo cierto es que una vez más hay que reconocerle al rey su capacidad para supeditar su por otro lado afán de notoriedad, a otras cuestiones sin dudas más importantes.

En esencia, ejercicio importante a la hora de reconocer en Fernando “El Católico” a una de las figuras más importantes de la Historia de España.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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