Acudimos hoy, prestos, a la conmemoración de la muerte de
uno de los hombres más insignes de la Historia de España…
El mero hecho de que a la vista de las anteriores líneas, la
imagen de precisamente aquél al que van dirigidas, el Rey Fernando (II de
Aragón, V de Castilla), no sea la primera de las sin duda muchas imágenes de
protagonistas que sin lugar a dudas pueden encajar en un desarrollo tan abierto
una vez analizado fríamente; nos lleva a implementar sin duda con más fuerza el
elemento vertebrador desde el que ven la luz estas humildes líneas. A saber, la
constatación palmaria de lo mal que la Historia ha tratado, y sin duda trata la
figura de Fernando. Sí, efectivamente, El
Católico.
Porque sin duda habría que navegar mucho y muy profundamente en los archivos y documentos
históricos a los que directa o en su falta, indirectamente ha dado lugar
nuestra querida España, para enfrentarnos con otra muestra de desafección,
cuando no de franca manipulación sazonada con grandes dosis de abandono, como
las que se han protagonizado respecto de la forma de comportarse para con la Figura, Obra y “Milagros” de, no lo
olvidemos, uno de los monarcas más influyentes de la Historia de España.
Si algo resulta a estas alturas ciertamente inexcusable, es
sin duda la constatación de la gran
riqueza que a todos los efectos se dirimió en pos de los tiempos a lo largo de los cuales el rey Fernando ejerció su cargo.
Así, atendiendo con firmeza al ya tradicional esquema desde
el que nos enfrentamos al análisis de la historia; podemos decir que en
referencia directa al capítulo de la economía,
la enorme cantidad de oro y en definitiva de metales preciosos procedentes
del descubrimiento y paulatina colonización del Nuevo Mundo, pusieron a la aún
por entonces Corona de Castilla en una predisposición ciertamente
extraordinaria de cara a disponer de unos recursos los cuales, tanto por
procedencia, como por supuesto por calidad y cantidad, merecían ser terciados atendiendo escrupulosamente al
rango de la excepcionalidad.
Siguiendo y ocupándonos del consabido capítulo que
conformamos a partir del aglutinamiento de todas las variables que a su vez
preconizan la generalización de la sociedad,
podemos decir que Fernando , en este caso bajo su forma ya obvia de Fernando El Católico, se verá
necesariamente conmovido por la existencia de una forma de sociedad en la que
se darán cita, indefectiblemente, las sombras de un modelo moribundo, con los
brillos cegadores de otro modelo que no es que esté por venir, sino que más
bien está irrumpiendo a pasos vista, deslumbrando
de manera impropia con un modus desconocido hasta el momento toda vez que es la
primera vez en la que la Historia es consciente de la existencia de una
verdadera revolución estructural, o lo que es lo mismo, nunca antes nada ni nadie se las había visto con una
revolución entre cuyos objetivos se encontraran, definitivamente, la absoluta
totalidad de los elementos que componen la realidad del Reino.
De esta manera, es y será la figura del Rey Fernando, la
encargada de lidiar con la
escenografía que pone de manifiesto no ya una nueva forma de ver el reino, sino
una verdaderamente nueva composición del reino. Porque basta con un ligero
vistazo para comprobar hasta qué punto los usos y maneras a los que nos
referimos han cambiado las formas. Unos cambios que, sin embargo, necesitarán
como es obvio de un tiempo de implementación, tiempo en el que habrán de
compartir escenario con los procederes correspondientes a los vestigios del
pasado. Mas será precisamente en las continuas controversias que esos tiempos
deparan, donde precisamente podemos entender la magnitud de los cambios que se
avecinan. Así, los usos y costumbres propios
de la Edad Media ,
y que en el terreno de lo estrictamente social están vinculados a, por ejemplo,
el efecto que en el individuo tienen cuestiones como la de la superación de las
relaciones que se establecen en el marco del vínculo señor-vasallo; en
contraposición, insistimos, con las pretensiones de un nuevo modelo en el que la modernidad se
refleja en aspectos como los que se derivan de decisiones como las tomadas por
Fernando II, a primeros de 1502, en los que en consonancia con su esposa, y
vinculado a lo que se daría en llamar “Ley de Mancebías”, quedaban autorizados
los matrimonios interraciales en lo que vendrá a suponer la constatación, a
título de corolario cierto es, de la decisión que la reina ya tenía asumida y
que reconocerá después, en base a la cual se determina que los indios
efectivamente tienen derechos humanos.
Aunque vendrá a ser sin embargo en el terreno de lo que
identificaríamos como propio de la política,
donde sin duda con más fuerza, tal y como en principio cabría esperar, se
nota la mano de Fernando. Protagonista tan evidente como sin duda involuntario
de un periodo en el que las relaciones estructurales ya mencionadas para lo
social, redundan sus cánones de manera virulenta en el terreno de la política; el rey se verá obligado a
enfrentarse con cuestiones que como es propio dada su naturaleza y carácter
novedosos, ponen a la Corona en tesituras y disposiciones ciertamente
desconocidas, las cuales como es propio requieren de la franca adopción de
procedimientos y conductas tan novedosas como desconocidas, las cuales redundan
en una manifiesta incapacidad para, en la mayoría de ocasiones, presagiar con
un mínimo de tiempo y soltura, cuáles van a ser los resultados, inundando pues
con el viso de la incertidumbre, la ya de por sí compleja labor que lleva impuesta
la acción de gobierno.
Como prueba evidente de lo dicho, la manera mediante la que
el monarca logra mantener a raya a los nobles
levantiscos, implementando sus nuevas visiones en este caso no tanto sobre
los procederes, toda vez que la guerra es inevitable, sí más bien haciéndose
notar en los resultados, los cuales se ponen de manifiesto en la consecución de
pautas y acuerdos de más larga duración. El motivo de semejante logro: la
certificación evidente de que tal vez por primera vez nos encontramos ante el
primer monarca estadista de la Historia de España, esto es, el primero que de
verdad se plantea la supervivencia de la Institución Regia
más allá de lo que propiamente devenga de
los asientos que en términos históricos depare su heredero; para en este
caso concreto permitirnos constatar la existencia del primer monarca con
verdaderos usos y afecciones de estratega. Un monarca que tiene muy claros sus
objetivos. Unos objetivos que pasan por la supremacía de una todavía en ciernes
España; y que abusando de los derechos que nos otorga la perspectiva, nos
permite quién sabe si intuir lo que él intuyo…¿Europa?
Y es entonces que abandonamos los nebulosos caminos de la
especulación, para pisar con fuerza en los dogmáticos a la par que absolutos
que son propios del otro y por ende último camino, a saber, el de la religión:
Elemento imprescindible en la época, eje en el que se verán
reflejados los éxitos, así como los fracasos de cualquier acción de gobierno,
será en la religión, o más concretamente en la figura de un religioso, donde
Fernando encuentre su más fiel seguidor. El Cardenal Cisneros, hombre culto y a
la sazón eminente, terminará por convertirse en el más fiel aliado del monarca,
si no por compartir sus objetivos, sí cuando menos por desear los mismos fines.
De esta manera, el rey Fernando entrará en dominio y disposición de una de las
fuerzas más poderosas e influyentes de cuantas han consolidado la Historia de
Europa. Y no dejamos al capricho del azar el empleo de ninguno de los términos,
cuando sí más bien afirmamos que el dúo formado por el rey Fernando y el
cardenal Cisneros, puede erigirse como el primero que más allá de una visión
procedimental, esto es desde una visión que podríamos decir netamente
conceptual, y por ende un tanto visionaria, fue capaz de entender e interpretar
las conjeturas de lo que habría de ser la futura Europa.
Y como prueba de semejante ejercicio de solvencia y
elegancia política, nos vemos en la tesitura de llamar la atención de un hecho
a todas luces solvente, y que hace irrefutable lo expuesto hasta el momento a
saber la existencia de el que habría de
estar llamado para ser el primer príncipe
de España educado desde niño con tal finalidad. Así, el príncipe D. Carlos,
muerto desgraciadamente en Salamanca mucho antes de haber podido ponerse a
disposición de cumplir la misión para la que había venido destinado; se
convierte en la esencia de razonamiento en pos de la que pivota de manera
evidente la que es primera prueba real y plausible de la existencia de un
verdadero plan de futuro destinado no ya solo a garantizar la supervivencia de la Institución Regia ,
como sí más bien a lograr de forma manifiesta la ampliación de los protocolos
que tanto en el terreno de lo meramente territorial, como en campo de mayores
vistas lo propio del incremento de la influencia internacional; pudieran venir
a deparar.
Y como prueba evidente de ello, la existencia de un plan en
el que tanto en su génesis, como por supuesto en la forma de llevarse a cabo,
encontramos la sutileza propia de la mano de una mujer.
Así, si bien en la que denominaremos Política de Matrimonios la cual está sin duda destinada a ocupar
por medio de matrimonios la mayoría cuando no la totalidad de las coronas de
cierto peso de Europa, lo cierto es que una vez más hay que reconocerle al rey
su capacidad para supeditar su por otro lado afán de notoriedad, a otras
cuestiones sin dudas más importantes.
En esencia, ejercicio importante a la hora de reconocer en
Fernando “El Católico” a una de las figuras más importantes de la Historia de
España.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario