sábado, 4 de octubre de 2014

DE LO IMPRESCINDIBLE DE ALGUNAS DUDAS, QUE ACABAN POR CONVERTIRSE EN JUSTIFICACIÓN.

De obligado cumplimiento resulta ya, y por ende sin dejar pasar un instante más, en acudir dentro de lo que ha evolucionado ya hasta una inexcusable Cita con la Historia, a la rememoración de los hechos más que sucesos acontecidos a lo largo de 1814, y que tienen tanto en la figura como por supuesto en la autoridad de Fernando VII a su sin duda, máximo responsable.

Porque cierto es que si sometemos a el común de la patria a una sencilla pregunta, como puede ser un sencillo enumere algunos de los monarcas que le pasen por la cabeza; seguro que uno de los que aparezca en la mayoría de las listas que posteriormente se elaboren será Fernando VII. ¡Pero sin duda que las causas que en este caso se enumeren en pos de tal posicionamiento serán bastante poco emotivas!

Protagonista del que estaba llamado a ser uno de los periodos históricos más influyentes a la hora de tener consecuencias para el devenir de España, diversas circunstancias, entre las cuales una vez más hemos de mencionar las ya conocidas como peculiaridades de España, vendrán a conspirar no ya solo contra el monarca, cuando sí más bien contra España.
Necesitados de citar a CALATRAVA, uno de los máximos damnificados por los múltiples procesos devengados en este caso a partir de los arrestos de la noche del 10 al 11 de mayo de 1814 (los cuales acabarán constituyendo el primer ejemplo de persecución por causas políticas de la España Moderna; comprendemos que no ya el Rey, cuando sí más bien todos los que con él o contra él forman España, tienen verdadera necesidad de comprender, e incluso en algunos casos de redefinir las que suponen cuestiones tan básicas como imprescindibles, en tanto que forman parte de las estructuras básicas de cualquier Estado, ya sea éste pasado, presente o por supuesto, futuro.
“Es así que aunque la soberanía resida esencialmente en una Nación, eso no significa que la Nación misma ha de ejercerla, ni que cuando es  Monárquico su gobierno no la ha de ejercer el Monarca y no sea por consiguiente Soberano en la común acepción de esta palabra. La soberanía es una esencia y su origen no es otra cosa, a mi juicio, que la potestad, el derecho natural que toda sociedad independiente tiene para conservarse y por consiguiente para gobernarse como mejor convenga. Pero no pudiendo gobernarse por si misma, establece un gobierno que lo haga. Tengo pues por verdad innegable que no solo en la Nación Española, pero aun en la Turca reside tan esencialmente la soberanía como en la francesa. (…) De todo esto resulta que (La Constitución) no consideró la soberanía sino en su esencia y origen. No solo dejó ilesas las prerrogativas y facultades de Su Majestad sin disminuirlas ni aumentarlas de manera alguna, sino que no dio a la Nación ningún derecho nuevo, no haciendo más que expresar uno que ha tenido desde su origen. Un derecho puesto en uso del modo más grandioso y noble  en mayo y junio de 1808 cuando la Nación Española… declaró por sí nulas las renuncias arrancadas a La Familia Real proclamando de nuevo al Rey que amaba y despreciando la voz de sus primeras autoridades, tomando las armas para asegurar su libertad, y su independencia.”
El texto, tomado del dossier del tercer interrogatorio a CALATRAVA, pone de manifiesto las múltiples contradicciones en las que por entonces, ya diciembre de 1815, seguía inmersa la Nación Española, contradicciones que se hacían visibles en el permanente proceder dubitativo en el que se movía el Rey.
Contradicciones síntoma sin duda de la permanente duda a la que recurrentemente ha de acudir un Monarca que tiene, porque ha tenido siempre, muchos problemas a la hora unas veces de comprender su condición, y de justificar sus actos en tanto que Rey, en otros. Un Monarca que nacido estando vivo aún su abuelo, el que fue Carlos III, hubo de presagiar en unos casos, a la par que vivir en carne propia en otra, algunos de los mayores dramas de la Historia Moderna de España.

Y si las que podríamos encajar como circunstancias personales no fueran ya lo suficientemente consistentes, dediquemos por derecho propio cuando menos unos instantes a revisar algunos de los hechos sociopolíticos en los que se enmarca el todavía nuevo siglo XIX.
Más que delimitado, verdaderamente constreñido entre dos periodos conceptualmente primorosos dueños de resultados tales como la realidad ilustrada, con su desasosegante apuesta por la Ciencia como motor básico de todo lo “real; y la no por necesaria menos sorprendente reacción que a la mencionada se dará en forma de Romanticismo; lo cierto es que las peculiaridades tantas veces esgrimidas harán presa en esta ocasión sobre una España endeble, que se muestra además especialmente dócil frente al ya más que evidente ataque que por parte de las fuerzas sempiternas es ya no una amenaza, cuando sí una amenaza cierta.

En este escenario ha de maniobrar un Rey que nacido en 1784 ha presenciado, aunque de manera un tanto distante, toda una serie de circunstancias que no obstante vendrán a confluir en los hechos de 1808, de los que hablaba CALATRAVA, y que vendrán a confeccionar un teatro de operaciones tan complejo como contradictorio, lo que por otro lado viene no ya a justificar, sino más bien a hacer comprensible el tono no cínico, sino abiertamente pedagógico, que el político encarcelado emplea en su confesión. Una confesión que encierra muchas verdades objetivas, así como algunas sucintas, que como todo proceso interesante, se hace esperar, obligando en este caso a poner todo el interés en el menester de leer entre líneas, extrayéndose de tales la constatación de que efectivamente en el Código Penal vigente en ese momento en España, no está definido ni a la sazón tipificado el delito por el que se juzga a CALATRAVA,  a ARGÜELLES y así hasta veintitrés Parlamentarios Liberales promotores de, entre otras disposiciones legales, algunas de ellas todavía en ese instante vigentes, la propia Constitución (la Pepa). La consecuencia directa, en parte forzada por lo mucho que en el tiempo se demoraban los juicios, algunas de cuyas sesiones habían comenzado quince meses antes; llevaron al de nuevo Rey a tomar una decisión directa, cual fue la de pasar por encima de la propia Ley, ordenando el inmediato destierro de los veintitrés mencionados, arrastrando de paso a otros afines, completando un número no inferior a cuarenta.

Y es precisamente del análisis de lo que compone la esencia de este comportamiento, de donde podemos extrapolar la naturaleza de todo el proceso de rehabilitación que del Monarca se hace no ya tanto a partir de los elogios emitidos a partir de la publicación del conocido Manifiesto de los Persas, como sí más bien de la al menos en apariencia constatación evidente de la imprescindible necesidad que el español parece tener de vivir subyugado al ser él incapaz de hacer o ni tan siquiera decidir por sí mismo. Y no existiendo para evitar la duda que tal menester presagia mejor recurso que el dogmatismo de un Absolutismo, al final termina por resultar que La Traición de Fernando VII a la Constitución no solo no es de cuestionar, sino que incluso parece de merecer.

Tal habrá de ser la fuerza que insufla el espíritu del Rey, como por supuesto el de los integrantes del ya numeroso ejército de serviles cuando finalmente, y traicionado el espíritu del Acuerdo de Valençay dan el Golpe de Estado en Cortes que restaura no ya el Rey, como sí al Absolutismo.
Y digo que no restaura al Monarca porque tal y como CALATRAVA se encargó de dejar bien claro, la Constitución nunca tuvo en su ánimo refutar ni discutir al Rey. Más bien al contrario, y como el mismo parlamentario afirma, ellos nunca perdieron la esperanza de que el Monarca regresara a su Patria para gobernar, habiendo aceptado jurarla.

Pero esto no ocurrirá, no al menos en los términos que por aquellos visionarios habían sido trazados. El Rey volvió, que no regresó. Y lo hizo para cobrarse venganza al hacer responsables de toda su supuesta desgracia a quienes por unan acertada o desacertada visión, pero siempre leal a España; habían diseñado un escenario innovador en el que como casi todo, el papel reservado al Rey resultaba tan innovador como adelantado a su época.

Será a partir de esa incapacidad para comprender, y por supuesto a partir de las en apariencia imposibles alianzas que se forjan en forma no ya de saber con quién, cuando sí más bien en contra de quién se está, como sin duda que el Monarca trenza su retorno.

Y una vez entronizado el Rey, llega el momento de satisfacer a sus fieles. Unos fieles, en este caso serviles, que están perfectamente identificados no solo por su conducta, cuando sí más bien por la comprensión de esa serie de facetas que, como diría Julián MARÍAS, solo de un español son propias, comprensibles para otro español. Intrigas, ruindades y venganzas que bajo el paraguas integrador del gran ingrediente, el de la envidia, consolidarán el ambiente que definirá la España que terminará por cerrar el primer tercio del XIX.

Con todo, Fernando VII. Un Monarca que como pocos ha hecho correr regueros de tinta en pos no tanto de discernir a tenor de su reinado, como si más bien de poder dar cumplida respuesta a una cuestión no por aparentemente subjetiva, menos trascendental: ¿Estamos realmente ante el peor gobernante de la Historia de España? Una pista, para entenderlo resulta más eficaz leer a BLASCO IBÁÑEZ, que los compendios históricos que a tenor se han publicado.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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