Encaramados una vez más al pretil de este cada vez más
desmadejado puente desde el que decimos aproximarnos a la realidad, lo cierto
es que después de revisar durante unos instantes los protocolos que han
sustentado la línea que ha venido a definir la coherencia de estos ya bastantes
años, procede de comprobar, que no de comprender, el lento pero inexorable camino hacia la perdición en el que nos
hallamos imbuidos. Un camino sórdido, contumaz y malediciente. Sembrado de
falacias que por obviadas evolucionan hasta
convertirse en probabilidades que acaban por enrolarse en el barco de las opciones dignas de consideración, sembrando
con ello la ponzoña no tanto por la valía de su propio contenido, como si más
bien por el daño que causan en tanto que desplazan de los lugares serios a estructuras y procesos de pensamiento que de otra
manera recibirían sin duda mejor grado de atención.
Sumidos, cuando no sometidos, a tales ardides, es una vez
comprendido el nuevo escenario en el que a partir de ahora tendrán lugar las
confrontaciones, cuando aparejado al mismo empezamos a considerar con cierto
rigor las nuevas marcas desde las que
a partir de ahora habrá que llevar a cabo cualquier suerte de consideración
cuando éstas estén vinculadas a determinados campos semánticos. Comprobamos, aunque más bien sin comprender,
cómo la subjetividad, elemento
ciertamente considerado como intrusivo, cuando no franco enemigo en el campo
del estudio de todo lo vinculado con lo histórico, emerge ahora dotado no ya de
renovados bríos, cuando sí de una inconmensurable fuerza. De una fuerza
desmesurada, propia de los objetivos que de ahora en adelante se pretenden, a
saber, el dogmatismo. Objetivo: El adoctrinamiento.
Es a partir de la paulatina comprensión de éstos, los nuevos conceptos, cuando se hace
presente ante nosotros no tanto la nueva realidad, como sí más bien la nueva
perspectiva desde la que ahora, de manera inexorable, habrá de ser regida no
tanto el estudio, como sí la comprensión de la nueva realidad que sea cual sea
el resultado de los estudios, habrá en última instancia de formar parte de las
conclusiones que de los informes destinados a referir la misma hayan de ser
redactados a partir de ahora.
En definitiva, si queremos que todo ande bien, habremos de
asumir, y por ende soportar, que el presente presione sin mora ni disimulo sobre la Historia.
Concitados ya todos los invitados a la mesa, a saber un exceso de presente, en forma de desmedida
actualidad, una Historia deteriorada, que ha de hacer de su versión remasterizada su más eficaz
representante; nos queda solo elegir el tema bajo el cual celebrar la fiesta
que sin duda nos tienen preparada. ¡Qué mejor que elegir como denominador común
al Relativismo! Es magnífico, el sinónimo del todo vale. Máxime si viene
acompañado de su fiel escudero, la subjetividad.
Es así pues que aglutinando, no hace falta ni siquiera ser
demasiado exigente, tal y como resultaría en el caso de creer necesario el
análisis; que podemos ir poco a poco suponiendo la calidad del escenario que se
nos presenta cuando desde consideraciones tales nos disponemos a introducirnos,
dicho sea de paso, una vez más, en los truculentos desfiladeros hacia los que
un tratamiento taimado de la realidad histórica nos arroja cuando, como venimos
diciendo, son la subjetividad y el relativismo propios de la manipulación
incipiente quienes ejercen el control de la nave que lleva por nombre actualidad.
El sometimiento a cuestiones mucho más exigentes tales como
el análisis y la consideración comparativa, recursos a la sazón mucho menos maquiavélicos, y por ende al menos a
priori menos proclives a sentirse tentados por fines oscuros; resultan mucho
más aconsejable, cuando no sencillamente imprescindibles, cuando ciertamente
nos hallamos en disposición de hacer una nueva incursión, sin duda no la
última, en un terreno tan trillado como puede ser el de los acontecimientos que
promovieron el devenir de los acontecimientos que interpretados hoy parecen si
no vinculados, sí inexorablemente conducidos hacia la Diada
Catalana.
Porque lo cierto es que, una vez despojados los mismos del falso barniz que lo envuelve y por qué no
decirlo lo mancilla, lo cierto es que el proceso que se inicia en 1701, y
que viene a terminar no el 11 de septiembre de 1714 con la toma de Barcelona a
manos de BERWICT, sino con la toma de Mallorca en 1715; nos ratifica por
enésima vez en la firme voluntad que hoy nos guía no tanto de poner de
manifiesto las múltiples falacias de las
que la interpretación está preñada, como sí más bien de traer a colación de
nuevo la certeza de que comenzar un proceso de análisis histórico teniendo la lección bien aprendida, o lo que
es lo mismo con las conclusiones redactadas, suele ser síntoma de una
enfermedad incurable, que suele traer aparejado el desastre para todo el que lo
promueve.
Lejos de permitir que de la lectura de la presente pueda
argumentarse alguna voluntad de negar la valía histórica de los acontecimientos
que se desencadenaron, o que más bien concluyeron en la jornada del 11 de
septiembre de 1714, lo cierto es que una vez más hemos de llevar a cabo la
precisión destinada a esgrimir que lo verdaderamente escatológico se encuentra
no tanto en la interpretación, cuando sí más bien en este caso en la mera
disposición que al respecto de cómo se consideran los acontecimientos, podemos
llegar a imaginarnos.
Es así que, llegados a estas alturas, resulta del todo
imprescindible mesurar el efecto que la comprensión de determinados aspectos
puede presagiar para los que son presa fácil a la hora de concitarse en pos de
algo, enrolándose en forma de hueste, forma
en apariencia ordenada a la que tiende la masa.
Porque analizados no tanto los acontecimientos que se
sucedieron en forma de durísima represión con posterioridad a la rotura de las
defensas por parte de las tropas reales, a la sazón las fieles al ya Felipe V
dado que el Tratado de Utrecht ya se
había firmado; como sí algunas de las causas por las que se llegó a este drama;
han de servirnos para comprender muchas cosas, algunas de las cuales están
dotadas sin duda, de gran trascendencia.
El fracaso de las pretensiones catalanas, las cuales aún
carecen por más que algunos se empeñen en demostrar lo contrario, de intereses
nacionalistas; resulta flagrante cuando a consecuencia de la firma de los
acuerdos de la ciudad holandesa, Cataluña se queda, definitivamente sola,
aislada. Este aislacionismo, cuya magnitud resulta en última instancia solo
comprensible en el caso de tener un amplio dominio de las consideraciones a
partir de las cuales tenia lugar el establecimiento de las pautas que por
entonces regían si no regulaban los arquetipos de una más que complicada Diplomacia Externa; quedan definitivamente
superados, cuando no del tono fuera de
sitio, cuando comprendemos que el doble
juego que ahora ya resulta descarado a la vista de las acciones
desarrolladas por las embajadas catalanas
en Francia e Inglaterra de manera indiscriminada; merece y recibe un
merecido y por ende inevitable castigo.
No se trataba así ya tanto, que lo era, de que la asunción
de las nuevas reglas surgidas tras el pacto obligaran a Inglaterra a considerar
a Felipe V como amigo, lo cual se traducía en un abandono inmediato de las
posiciones de presión en pro de los catalanes tal y como hasta el momento se
había venido haciendo. La realidad pasa por comprender que tanto ingleses como
austriacos habían dejado solos a los catalanes en el contexto de Utrecht, reduciendo el
asunto catalán a una cuestión cercana a lo residual en lo concerniente a las
ciudades holandesas.
Además, las nuevas consideraciones geopolíticas surgidas con
motivo de la consideración de Carlos VI vestido ahora con la púrpura imperial dejan del todo en fuera de juego a los que se empeñan
en integrar una cuestión catalana absolutamente condenada al fracaso.
Una cuestión catalana que en términos prácticos comienza su
calvario el 25 de julio de 1713, momento en el que tienen lugar los
acontecimientos destinados a formalizar el Sitio
de Barcelona a cargo de las tropas realistas, pero que tiene en el 26 de
febrero de 1714 otra de las fechas que no por poco consideradas en el contexto
del proceso, resulten a la sazón menos influyentes en el mismo.
Será precisamente en el transcurso del mencionado día de
febrero, cuando de manera un tanto irregular tal y como coinciden en considerar
muchos historiadores; La Generalitat entrega
el poder, entendido éste como la
obligación de defensa de la ciudad, a los concellers
de la ciudad.
Esta acción, además de traer aparejadas las consecuencias prácticas
que se pueden imaginar, y que se traducen en el claro y evidente debilitamiento
de las disposiciones tácticas y estratégicas de la defensa de la ciudad; traerá
otra cuestión menos práctica, y por ende de repercusiones más profundas, como
es el reconocimiento explícito de la razón en pos de los que veían a las
instituciones catalanas incompatibles con el espíritu moderno.
Se consolida así una suerte de golpe de estado concejil, que en términos más políticos que
históricos se traduce en un severo perjuicio del máximo órgano gubernamental
del país a saber, La Generalitat.
Las consecuencias serán, a partir de ese momento, tan
aparatosas como imparables. Lo que en términos prácticos se traduce en el
franco abandono que de la ciudad, y por ende de las instituciones se lleva a
cabo por parte de la burguesía y por
supuesto del clero, se traduce
obviamente en un descabezamiento de los órdenes de directriz de las
instituciones que hasta el momento habían mantenido la ficción no solo de una
suerte de autogobierno, cuando sí de una manera de autoridad a la que podían
agarrarse los que creían ver aún una manera de orden.
El desbarajuste que de tal huída se confiere, se traduce en
una radicalización de las formas ofrecidas por los defensores. Así, la
sustitución de los protocolos militares por los métodos de la pasión, se
tradujeron en términos prácticos en una certeza que en términos cuantitativos
da lugar a prácticas con un masivo número de bajas entre las tropas destinadas a romper el
cerco; un número de bajas que supera con mucho a las concitadas entre los
encargados de defender el cerco, y que dará lugar a un especial afán de
revancha por parte de los conquistadores, quienes no se demorarán un instante a
la hora de hacer cumplir en toda su intensidad y violencia las leyes que la
tradición imponen, cuando no justifican, a la hora de ver cómo el invasor se
nutre para con los poderes del que ha sido conquistado.
Es así pues que, más allá de consideraciones subjetivas del
más diverso pelaje, la tan traída DIADA
CATALANA no es en definitiva sino la manera refinada que adopta la
conmemoración honrosa de una sonada derrota.
LUIS JONAS VEGAS VELASCO.
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