Constituyen a menudo las pasiones, el último reducto en el
que encuentran alojamiento aquellas partes menos humanas, y a la sazón tal vez
por ello menos reticentes a mostrarnos ante los demás como los verdaderos
animales que realmente nunca hemos dejado
de ser.
Mas justo cuando pensamos que el cúmulo de sorpresas está ya
superado, que nada ni nadie, ni tan siquiera nuestra imaginación puede superar
el límite de lo moralmente correcto, es
cuando nuestras pasiones, acuden raudas si no prestas a su cita para con la
historia, pudiéndonos hacer partícipes, cuando no abiertos protagonistas, de
algunos de esos grandes momentos de la
historia.
Nadie queda, en cualquier caso exento, ni por supuesto al
margen, del azote de las mismas. Ya
sea de manera brusca, en conductas francamente
animales; o por medio de conductas más o menos socializadas, las pasiones forman parte ineludible de nuestra
condición, protagonizando con ello de manera magistral, algunos de los que bien
podríamos decir han pasado a ser grandes
momentos de la historia.
Pero si todo esto resulta obvio, no menos ha de resultar el
hecho de comprender que a la hora de encontrarles
una ubicación en el complejo mundo, cuando no en la difícil sociedad hacia
la que el Hombre tiende, es necesario hacerlo en pos de algo que reúna una serie de condiciones previas tan claras y definidas,
como imprescindibles.
Es entonces cuando precisamente ahí, en la delgada línea que
separa lo racional de lo estrictamente físico; en ese ubicuo lugar en el que
conviven con parecida destreza aspectos del inframundo
con los ángeles del cielo, viene a ser donde con mayor presteza se
desarrollan los grandes acontecimientos que han sorprendido al mundo.
Es entonces cuando, en otra magnífica muestra de sutileza,
quién sabe si la misma que lleva a algunos a preconizar lo cerca que el Hombre
puede estar del cumplimiento de todos sus deseos (prometiendo en algunos casos
incluso el logro de deseos que el sujeto en cuestión ni tan siquiera era
consciente de ser capaz de albergar) que surge ante nosotros de manera
brillante, facultada y excelsa, la que bien podría ser la creación más retorcida de cuantas la perversión humana ha sido capaz de
crear. La Religión se persona ante nosotros como manifestación ordenada de la pasión.
Ocupa así la Religión, un escenario tan específico como
restringido dentro de los que vienen a configurar el universo de cuyo compendio podemos albergar la posibilidad de
entender éste complicado logro en el que el Hombre ha terminado convirtiéndose.
Fuente a menudo de las máximas satisfacciones, reducto en
otros donde llorar con o sin fortuna aquellas miserias cuya comprensión queda
definitivamente alejada de los métodos humanos; la Religión viene como digo a
impulsar en unos casos, cuando no a limitar en otros, los materiales de los que
se compone la ligazón que ha de hacer comprensible al Hombre para el propio
Hombre.
Tal y como puede entonces comprenderse de manera bastante
sencilla, podemos incluso decir sin miedo a la prepotencia que jugando una
relación de mutua interdependencia; que la Religión adopta un papel
imprescindible dentro de los esquemas de desarrollo del Ser Humano, papel que
lejos de quedar limitado a los aspectos estrictamente antropológicos, termina
pronto por superarlos, instalándose definitivamente en campos tan importantes
como el ideológico, el de gestión, o incluso el propio de la gestación de
recursos encaminados a crear y discernir de manera adecuada procederes encaminados
a conformar la manera mediante la que los hombres han de conducirse respecto de
sí mismos.
Es así pues que no ha de resultar nada difícil comprender
los fuertes y casi instantáneos vínculos que se fraguan entre la Religión, y
los modos de gobierno a través de los
cuales, unas veces con mayor fortuna que otra; los hombres se conducen respecto
de sí mismos, y de sus relaciones.
Podemos así ir proyectando poco a poco un escenario en el
que, de manera aparentemente sencilla, las relaciones entre formas de gobierno y pensamiento religioso, guardan
un vínculo tan estrecho, que puede incluso dar lugar a curiosos casos de
precisión predecible. Así, sociedades sometidas al absolutismo, bien por su juventud antropológica, o por su
ambigüedad a la hora de asumir la imprescindible responsabilidad para con el
resultado de sus acciones, apuestan descaradamente por teorías religiosas
manifiestamente dogmáticas, propensas por definición al monoteísmo, con
presencia de naturalezas castigadoras.
Llegados a este punto, parece casi imprescindible rescatar
del hastío el argumento pasional con el que hemos abierto nuestra disertación
de hoy, para ir poco a poco conformando una suerte de realidad en la que el
reconocimiento de las múltiples conexiones entre formas de gobernarse, y formas de “creer” desde las que se conducen
los hombres, forman un todo, en tanto que están conectados por una especie de
pasarela dotada de una puerta giratoria, que permite el flujo tanto de medios,
como de conceptos, de un lado a otro.
Pero de parecida manera a como ocurre entre el agua y la
luz, esto es, como comprobamos al observar el comportamiento de un rayo de luz
al pasar del aire al agua, éste se desvía, se refracta, para ser más precisos.
El rayo cambia de dirección y, aunque no se aprecia cambio alguno en su
naturaleza, lo cierto es que la manera mediante la que este nuevo rayo ilumina
la realidad ha cambiado, no es la misma; y por ello cabe pensar en una
posibilidad de interpretación errónea a la hora de valorar cómo apreciamos la nueva
realidad que ante nosotros se presenta a la
luz de este rayo.
Identificando en este fenómeno de la refracción una metáfora
destinada a legitimar la consideración al respecto del más que posible valor
pernicioso de la Religión al que antes hacíamos mención, lo cierto es que nos
sirve igualmente para ilustrar la otra parte del proceso físico, ésta es, la que se observa estrictamente cuando hablamos de
manera aislada del cambio de medio.
Así, cuando la Religión trasciende a los escenarios para los
que supuestamente su naturaleza tiende a suponerla restringida, entiéndase
aquéllos configurados en pos de hacer preguntas metafísicas, buscando pues con
ellas respuestas de la misma concepción; es cuando nos encontramos frente a
otra de esas paradojas a las que el
Hombre, dada sus especiales concepciones ha tenido que acostumbrarse.
Cuando la Religión trasciende sus campos, invade de manera
violenta campos y competencias propias del ejercicio de gestión humana. Y
cuando esto ocurre lo hace de manera inexorablemente violenta, ya que se trata
de una acción intrusiva, en la que de la franca contraposición de conceptos,
recursos y procedimientos; solo puede anticipar el desastre.
Ateniéndonos pues a la mera consideración procedimental, y
siguiendo para ello los métodos de desarrollo aristotélicos, consolidaremos de
manera tan directa como eficaz la certeza de que de la lectura de protocolos
metafísicos, orientados sobre consideraciones tan terrenales como habrán de ser
las destinadas a albergar formas de dirección o gobierno, solo podremos obtener
cuando menos respuestas y soluciones erróneas. En términos genuinos, es así que en el caso de intensificar la
acción encaminada a relacionar medios observables a través de nuestros
sentidos, haciendo luego necesario su retracto acudiendo a elementos propensos
al a priori, (…) que solo hallaremos el error como medio.
Con todo, cuando a principios del pasado siglo XX el
españolito de a píe se encuentra, en consonancia con los procederes desde los
que este país se ha venido moviendo desde el fin del reinado de los Reyes
Católicos, enfrentado a la tesitura de verse obligado a vivir una realidad que
no es la suya, ya que de ésta le separan varios
lustros; configurándose entonces en torno de sí ese ambiente por otro lado
tan reconocible en la Historia de España. El de el olor a azufre.
Es España un país trágico, conformado a partir de un maremágnum de individuos, muchas veces
poco merecedoras de ubicarse bajo el título que les aporta su única ilusión de
coherencia, a saber, la de ser españoles.
Por ello es España un país acostumbrado a convivir con la
tragedia, la que casi siempre procede de saber que el origen de los problemas
que acucian a su realidad, se halla netamente implícito en la esencia de la
realidad misma.
Es así que, atendiendo a circunstancias netamente
históricas, y extraídas además de fuentes netamente históricas, y por ello
inexcusablemente objetivas; que podemos decir que el Periodo de La Restauración, el que abarca desde la vuelta al poder
de Alfonso XII con el Golpe de Estado de 1874, hasta 1923, con los movimientos
de Primo de Rivera, bien puede conceptualizarse como el último de una larga
serie de atenciones destinadas, en la mayoría de ocasiones a hacer más
llevadero, en la medida de lo posible, tales dramas.
A partir de semejantes conceptualizaciones, y del drama que
inexorablemente va unido a las mismas, tenemos que los diferentes gobiernos que
al periodo le son propios comparten, dentro de su característica anodina e insulsa, la certeza de que nada es viable, en tanto
que en esta España cualquier cosa es posible.
Desde los ejercicios de aparente mesura basados en el
aparente ejercicio de prudencia que constituía la alternancia en el poder, hasta las imposiciones meramente
ilusorias de radicales conservadores, (y no necesito citar a Lerroux, me basta
con los momentos iluminados de Sagasta), podemos
entre todos ir componiendo un escenario destinado no tanto a comprender los
protocolos que regía y definían las acciones correspondientes, sino sencillamente
ubicado en pos de tratar de pintar de
manera comprensible los escenarios en los que la misma había de
desarrollarse.
Es sin lugar a dudas un periodo oscuro, tanto por los
procedimientos, como sin lugar a dudas por las consecuencias de inexorable calado
histórico que las mismas traerán aparejadas.
Un periodo en el que la política, en todas sus acepciones,
se retira, unos, los menos críticos dirán que a descansar. Otros, que somos
menos considerados, decimos sin lugar a dudas que a llorar sus penas por los rincones.
Se trata en términos formales del periodo de los trienios. Estructura diseñada por Cánovas, desde una
aparente buena fe, constituye un
ejercicio experimental fruto de la certeza que da el saber que España, bien
podría ser ingobernable.
Se trata en términos prácticos, de la exposición real de la
posibilidad de desarrollar para Alfonso XII un esquema de gobierno en el que
desde una Constitución como la de 1976, en la que el Rey es de verdad soberano, se genere una ilusión de
democracia que sirva sobre todo de
puertas hacia fuera.
Se trata, en definitiva también, y atendiendo a marcos
estrictamente internos en este caso, de consolidar la posibilidad de que de la
alternancia de las dos formas no de poder, sino de concebir el mismo,
representadas a saber por Conservadores por un lado, y Liberales por otro; se
construya una ficción de estabilidad desde
la que plantar cara a las amenazas residuales, a saber los rescoldos carlistas, y la sempiterna cuestión de la Reforma Agraria ,
verdadero Talón de Aquiles de la
España del momento.
La realidad se impone. Tasas de analfabetismo que se sitúan
en el caso de las mujeres por encima del 70%. Una nobleza restaurada ahora en
forma de terratenientes que, gracias a la incapacidad de todos los gobiernos
para aprobar la a todas luces imprescindible Reforma Agraria. Un sistema
productivo basado eminentemente en la producción primaria, que hace de España
un país agrario, terminarán por hacer que primero el pueblo, y después el
gobierno, despierten de un sueño que se torna ya en pesadilla.
Es así que la ficción
de España se aprecia, como suele pasar con la mayoría de las grandes cosas,
mejor desde fuera que desde dentro.
Ficción política, toda vez que el aparente modelo de
gobierno Liberal de España, se torna en una mera dictadura regia cuando se
observa con más detalle.
Ficción social, en tanto que la brecha existente en todos
los planos, convierte en poco menos que en un ejercicio onírico el hablar de
unidad.
Ficción económica, ya que siendo España un país de campo,
lleva más de 30 años enfrascada en una polémica que hace imposible la
aprobación de la ley que más imprescindible resulta.
Es una España la de principios del pasado siglo XX, que se
halla a su vez obligada a entenderse con un contexto sociopolítico integrado
por países que conforman una unidad solo apreciable en términos geográficos.
Los hasta ahora incipientes problemas que han dificultado el
correcto desarrollo de los asuntos desde la segunda mitad del XIX, amenazan
ahora con volverse del todo intratables, constituyendo con todo la certeza de
que la Europa de Bismarck es en realidad una ilusión interesada, cuyo mero
cuestionamiento puede hacer saltar por los aires toda Europa.
Porque la certeza de que ni los Liberales ni los
Progresistas, constituían de manera alguna, verdaderas fuerzas políticas, se
comprende claramente en 1930.
Cuando la ficción se acaba, resulta imprescindible afrontar la realidad. Y ésta se
hace patente con la Reforma Azaña para la Secularización del Estado. El
objetivo parecía claro, y hasta justo. La omnipotente Iglesia
Católica se apoya en un Clero formado por nada menos que
140.000 miembros, lo que supone un religioso por cada 493 españoles. Además, se
quedan con más del 2% del Presupuesto Nacional, que a cambio se hace cargo de la Enseñanza Primaria ,
y sobre todo Secundaria.
Es así que el gobierno afronta medidas destinadas a
secularizar el Estado, medidas que van desde la promoción de la Libertad de
Culto, hasta la retirada del presupuesto, pasando por una Ley de Matrimonios Civiles.
¡Hasta se secularizaron los cementerios!
Con la IIª República
hemos topado. El sector católico ve en la reforma un
ataque sin paliativos, y lleva a la jerarquía católica, en voz del primado
Cardenal Segura, a enfrentarse activamente con el gobierno republicano.
A la salida de una reunión, pronuncia la histórica frase: “El
español siempre va detrás de sus curas, con un cirio, o con una estaca.”
Esa noche, recibe la respuesta que el momento propicia, y lo
hace mediante un mensaje claro, y muy contundente. La noche madrileña se ve
sobrecogida por la quema de los conventos de múltiples órdenes, sobre todo
Jesuitas.
Y en medio, o quién sabe si como verdadero telón de fondo, la constatación de otra
de esas realidades a las que somos propensos en España, la que pasa por saber y
demostrar que no somos dados ni a los ejercicios de prudencia, ni por supuesto
a las medias tintas.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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