Son múltiples las circunstancias que convergen en pos de los
acontecimientos que acabarán por desatarse aquél 2 de mayo de 1808. Serán pues
muchos los estadios emocionales que en justicia habrán de ser citados en pos de
lograr un análisis lo más exacto posible, en busca no tanto de una explicación,
como sí tal vez del logro de una serie de consideraciones a partir de las
cuales, suplidas ya las carencias propias de la ausencia de perspectiva, y por
supuesto una vez que hemos superado las necesidades patrias; nos lleven a
dibujar un escenario cuando menos someramente plausible.
Distas ya las propuestas, y una vez ya aunque sea
someramente encomendadas las certezas, es cuando podemos dar por iniciadas las labores
de ubicación de cuanto menos, percibir desde la libertad que proporciona la
libertad cronológica, un listado de emociones, sinsabores y a veces hasta
conductas patrias realmente fallidas, algunas de las cuales tienen su
respuesta, cuando no manifiestamente su explicación, en el alboroto conceptual
que supone el empeñaros en mantener de manera artificiosa componendas y rigores
que, una vez ausentes del imprescindible contexto, amenazan con verse reducidas
a meras soflamas.
Aclarados cuando menos los conceptos previos, es cuando
podemos comenzar sin riesgo una exposición que, ciertamente, puede estar no
exenta de sus riesgos. Porque de entrada hay que ser serio al implementar la
certeza de saber que los rigores que impulsaron los acontecimientos de aquél
dos de mayo no fueron patrios; o no
al menos si por tal percepción referimos lo que realmente por entonces se
refería a los ardores patrios.
Es España, como tantas veces hemos dicho, una mala componenda si de la misma hemos de
extraer consideraciones proclives a ser consideradas en pos de albergar una
mera esperanza de generalización. A lo sumo, siguiendo una vez más los
preceptos apostillados en la obra de Julián MARÍAS “Ser Español”; nos daremos
por satisfechos en el caso de ser capaces de generalizar un concepto, o en el
colmo de la osadía, un precepto, a partir del cual y en todo caso, hilvanar una
línea cuando menos meramente somera desde la que cultivar un futuro categórico.
De ahí, que cuando BLAS DE MOLINA lanzó aquél tremendo,
impactante y fundamental ¡Que nos lo llevan!, escenificó, seguramente sin
saberlo uno de los múltiples ejemplos a los que se refiere una y otra vez
MARÍAS cuando dice que dos españoles
pueden no haberse visto nunca, mas en cualquier caso ambos se identifican como
tales a la hora no ya de defender a su país, cuando sí, y sin dudarlo, en
batirse en pos del honor de una Dama a la que bien pueden ni tan siquiera
conocer.
¿Qué decir entonces, de un caso como éste, en el que
convergen los dos aspectos? Quiero decir, la Dama, y el tan denostado
patriotismo.
Desde la pantomima de
Fontainebleau, firmado en octubre del año previo, hasta las Capitulaciones de Bayona, pasando por
supuesto por El Motín de Aranjuez y
los diversos beneficios que MURAT acaba obteniendo por su desmantelamiento; lo
cierto es que muchas son las circunstancias, la mayoría incomprensibles para
los propios, qué decir entonces de los extraños, que nos llevan a poder decir
dejando escaso margen para el error, que todo lo que acontecerá desde no solo
la entrada en Madrid de las tropas de MURAT, a finales de marzo del año en
curso, cuando sí más bien desde las propias capitulaciones,
tiene su origen en el hecho subjetivo vinculado de manera expresa a la
declaración de NAPOLEÓN como Emperador, por lo que habremos de retrotraernos a
mayo de 1804.
Es así que, el exceso de confianza con el que se movía el eterno revolucionario, habría en el caso
que nos ocupa de jugarle una mala pasada. La misma que ya en su momento jugó en
contra de SCIPIÓN, la misma que acabó por facultar los acontecimientos del dos
de enero de 1492. Una circunstancia que pasa inexorablemente por entender lo en
apariencia incomprensible de ciertas pautas que rigen el proceder de la personalidad española. Pautas que en
este caso van ligadas y determinan lo específico e inabordable de la cuestión patria, y por supuesto de
las peculiaridades del espíritu español a
la hora de afrontar el inusitado fervor patrio.
Por eso que cuando BLAS DE MOLINA gritó el conocido ¡Que nos
lo llevan!, vertió en pos del amago de frustración que el grito llevaba, una
multitud de emociones, traumas y miserias, la mayoría de las cuales viene a ser
por sí sola suficiente para comprender no ya la necesidad de conmemorar una
festividad autonómica, cuando sí más bien el proclamar una vinculante necesidad
de proclamar otra Fiesta Nacional.
Porque lo que estaba en juego en la madrugada del dos de
mayo de 1808 era mucho más que el comienzo de la que acabaría siendo
encarnizada lucha contra los franceses. Lo que estaba en juego era la supervivencia
de un vínculo artificialmente creado en pos de la figura regia, el cual obligaba inexorablemente al Pueblo en pos de
cumplir con una serie de obligaciones de cuya existencia ni el propio monarca,
el recién nombrado Fernando VII, era consciente.
Es así pues que, bien por ignorancia, bien por manifiesta
incompetencia; la cesión que aquél dos de mayo había llevado a cabo el
mencionado Fernando VII, y que se traducía en la permisividad de cara a que el Infante de Paula fuera trasladado a
Francia, en lo que suponía el definitivo alejamiento de la Familia Real , de
España era, virtualmente, imposible de asumir por los españoles.
De ahí que no solo lo que tenía que suceder sucediera, sino
que más bien lo propio, sencillamente por serlo, acabase traduciéndose de
manera inevitable a lo largo y ancho de todo el plano nacional, elevando el
tono del conflicto local, pasando éste de local, a nacional.
Estalla así no tanto la
Guerra de Independencia, como sí más bien que una suerte de irrenunciables
circunstancias en tanto que legítimas necesidades del bien llamado espíritu
español son francamente puestas en tela de juicio.
Es así que tal grito, vinculado a las circunstancias
imprescindibles, las propias de literalmente no poder más, abocan no tanto a un
conflicto, como si a una verdadera guerra, en muchos casos sin cuartel, en la que están en juego consideraciones de cuya
importancia no son conscientes en la mayoría de ocasiones, ni los mismos
protagonistas.
Desde tal perspectiva, la que resumiendo nos lleva a
considerar de todas todas no solo el
asalto a palacio, sino la concatenación de haberes en que se traduce el motín
generalizado que se extendió como años antes por las calles del Madrid de
Esquilache, compartiendo ambos episodios la certeza de que para el madrileño
hay ciertas cosas que no se tocan; podemos extraer sin demasiado esfuerzo la
certeza de que detrás de los acontecimientos reseñados se esconden aptitudes que en la mayoría de ocasiones redundaron en
conductas de indudable valor y sacrificio la gran mayoría de las cuales no
puede verse desde la óptica local, pues tal hecho supondría minimizarlo;
obligándonos en consecuencia a abordarlo desde una perspectiva más amplia, la
que nos eleva a la consideración nacional.
Por ello que, de manera parecida a como aconteciera en la
segunda mitad del XVI, cuando en torno a 1561 Felipe II decreta el fin del
concepto de Monarquía Itinerante, fijando en Madrid la sede de la Corte,
elevando con ello al rango de patrio todo lo que aconteciera lo que hasta ese
momento había sido poco más que un villorrio: de parecida manera una vez más
los en apariencia caprichos de la
historia, llevan en este caso a Madrid a ser el desencadenante no solo de
una Guerra de Independencia cuyas consecuencias bien superarán incluso el rango
nacional, toda vez que pocos son hoy quienes dudan de que Napoleón comenzó a
despertar de su mitomanía en España.
Si no por la valía de los enfrentamientos, sí tal vez por el daño que a todos
los efectos le causó el luchar en España contra unos Manolos que, si bien eran capaces de matarse entre sí por una
discusión de taberna, minutos después no dudaban un instante en desenfundar sus
facas para iluminar con el brillo de
la luna unos aceros que simbolizaban el odio común contra el Gabacho.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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