sábado, 10 de mayo de 2014

DE NAPOLEÓN. ELBA, Y DE SANCHO EN SU ÍNSULA.

Porque resulta más que probable que muy cercano a las psicologías que Sancho hubiera de hacerse una vez que encajara la promesa que el Ingenioso Hidalgo le hiciera, ubicadas todas en pos de “…y venir a hacerte así gobernador y mando de una ínsula…” que el mismísimo Napoleón hubiera de hacerse, una vez en este caso que viniera a cumplirse el acuerdo que en lo concerniente al Tratado de Fontainebleau requería no tanto el exilio, como sí más bien la entrega del gobierno y la dirección de la Isla de Elba, al que desde ese instante y durante un periodo de diez meses se convertiría en su dueño y señor.

Emplazada entre Córcega y la Península Itálica, la Isla de Elba es un pequeño reducto que en su momento gozó de cierta preponderancia devengada ésta de sus posibles como elemento a tener en cuenta en lo concerniente a estrategia de cara a la acción de las armadas en una guerra en el Mediterráneo.
Es posible que haya que sondear a partir de tales consideraciones en pos de entender por ejemplo que la isla fue territorio de España.
En la guerra que sostuvieron Carlos V y Francisco I, la isla fue literalmente arrasada por el Pirata BARBARROJA, el cual permanecía a las órdenes de SOLIMÁN, por aquél entonces aliado de Francia.
La devastación fue tan sangrienta, que la isla permaneció deshabitada, siendo imprescindible para su recuperación un trabajo de colonización que acabó con la anexión de la misma a Francia, tal y como queda reflejado en los textos del Tratado de Amiens, en 1804.

De ahí que la isla que la isla que Fontainebleau entrega para su gobierno a Napoleón hace ahora justos doscientos años, contiene y alimenta a una población cercana a las 12.000 almas, la mayoría de las cuales viven de la pesca de cabotaje.

Mas en cualquier caso, creemos justo traer hoy aquí a colación la evolución (hablar de desarrollo nos resulta escaso) de unos acontecimientos cuya perspectiva original bien podría haber de contenerse en pos de aquel 18 de mayo de 1804, día en el que París, y por su medio el mundo, contempla desde el ensimismamiento cercano al éxtasis, la proclamación de Napoleón como emperador.

Pero la excusa de la enajenación transitoria deja de ser válida en este caso, cuando el mundo no solo no se retracta de sus actos, sino que más bien redunda en sus errores cuando meses después, en este caso en diciembre; y con la presencia de excepción del Papa Pío VII, la proclamación resulta definitiva.

Napoleón Bonaparte es nombrado Emperador de todos los franceses. Dos de diciembre de 1804.

Es así que un hombre de personalidad tan compleja que le permite pasar de militar a gobernante sin padecer muestras de la inusitada esquizofrenia moral de la que tantos ejemplos ha dado la historia en procederes semejantes, y que por otro lado logra evolucionar desde General Republicano durante La Revolución, hasta Primer Cónsul de la República en 1799, cuando se erige en principal artífice del Golpe de Estado del 18 de Brumario.

El Eterno Revolucionario, tal y como le guste o no habrá de ser reconocido, constituye por sí mismo, esto es, por motivos propios y fama absolutamente ganada, uno de esos extraños ejemplos que guarda la Historia, de personaje en el que convergen toda una suerte no sabemos si de virtudes, aunque lo que está claro es que sí de maravillosas aptitudes, que acaban por conciliar por un lado la certeza de su genio, con la condena de un maldito.

Y sumido en la certeza de una dialéctica delimitada por factores tan distantes, será donde Napoleón habrá de jugar sus verdaderas batallas. Aquéllas que se desarrollarán de manera insostenible en su propio e insondable interior.

Cuando aquel 4 de mayo de 1814 un bote procedente del navío inglés Undauneted lo lleva hasta tierra; la mezcla de algarabías y silencios obrantes en el pequeño puerto en el momento del arrío, no hacen sino poner de manifiesto la mezcla de desazón, extrañeza y cierto aire de resentimiento que preside las almas de todos los hombres, mujeres y niños que se encuentran presentes en el momento en el que el emperador, acompañado de su corte, (y por qué negarlo, de los 100 soldados ingleses que por petición expresa del corso han procedido a escoltarlo, según él, porque se siente amenazado) viene a poner su pie en tierra.

Una tierra que no lo quiere, y que pronto, al menos en un principio, no dudará en manifestarle el escaso agrado que produce su presencia.
Desagrado, es el término que mejor describe el estado de ánimo de una población que, con su gobernador, el general DALESME al frente, solo puede envolver en sorpresa el ataque de ácido que la presencia del ilustre invitado provoca en su ser.

Cierto es que hasta la isla habían llegado hacía días los rumores del hundimiento del poder del emperador. De hecho, la guarnición de Porto Longone, maltrecha y mantenida a duras penas gracias a la participación de innumerables italianos, desertores y malhechores, enviados hasta la misma en aplicación de castigos disciplinarios, se había sublevado contra el gobernador francés.
Fruto de tal acción, el mismo Emperador fue quemado en efigie a la par que el gobernador se veía obligado a prometer el licenciamiento de todo soldado no francés.

Por ello que en los días siguientes, cuando llegaron noticias de la abdicación del Emperador, noticias que se completaban con los rumores que ubicaban en la propia Elba su destino, nadie creyó tales nuevas. Al contrario, casi todo el mundo dio por sentado que debía de tratarse de alguna clase de añagaza inglesa destinada a facilitar de alguna manera la ocupación de la isla por los ingleses, que sometían a la isla junto con sus habitantes a un penoso asedio que venía prolongándose desde hace más de cinco meses, y había traído ya un estado cercano a la hambruna.

Por eso que hasta que el general DROUNOT no hizo entrega al gobernador DALESME, el cual actuaba en función de general, carta que obrada de puño y letra del propio Napoleón venía entre otros, a poner en antecedentes de que “obligado por los acontecimientos a abdicar de la corona imperial, acudía a Elba a tomar posesión de la misma, de sus designios y de los de sus habitantes, a partir de ese momento sus súbditos.”

A partir de ese momento tanto la isla como sus súbditos, pasaron no tanto a estar bajo los designios del Emperador, como si más bien a verse sometidos a sus  permanentes afanes de gestión, la mayoría de los cuales se basaban en el desarrollo, experimentación y posterior puesta en práctica de los múltiples proyectos sociales, políticos y por supuesto militares que hacían bullir la mente del Emperador.

Muestra de ello eran sus costumbres las cuales han llegado hasta nosotros de la mano del corones escocés CAMPBELL el cual, en el cumplimiento de la doble misión que le había sido encomendada, y a la que había de acudir unas veces en función de escolta, y otras en función de agente; acababa en cualquier caso por pertrecharnos con una ingente cantidad de información.

“Se levantaba no después de las tres de la mañana. Pasaba gran parte de su tiempo leyendo en el gabinete que se le ha dispuesto contiguo a su dormitorio. Desayuna después, generalmente de manera frugal, aunque no por ello haya de disimular su especial encanto para con las judías y las lentejas; para pasar luego largo tiempo enfrascados en paseos que, unas veces a pie, otras en coche, le sirven para reconocer tanto el terreno, como el impacto que sus diseños y ejecuciones han ido creando.”

Porque nada escapaba al exigente análisis del ojo del Emperador. Desde la red de caminos, hasta el comercio, o la mejora de la hacienda; la práctica totalidad de las encomiendas sobre las que se regía la isla fueron objeto del análisis, inspección y posterior inducción de alguna clase de reforma por parte de su gobernador accidental el cual, poco a poco, fue ganándose el corazón y las mentes de unos habitantes que, una vez vencido el primer sonrojo, del que es prueba una carta que conservarían los familiares del comisario austriaco KOLLER, y que bajo el epígrafe de Protesta de los albenses, viene a decir que han de lamentar que bajo el pretexto de aliviar al mundo, se les enviara a ellos al que había supuesto “el azote del género humano, a un ser que había derramado más sangre que la necesaria para anegar la isla.”
Contrastan estos manifiestos, con los gritos proferidos por la misma población cuando el 26 de febrero de 1815, justo antes de oír misa, se verán sorprendidos por la noticia que el mismo Napoleón anuncia, y que se resume en su firme determinación de abandonar la isla esa misma tarde.

Si hubiésemos sido más cautelosos, menos confiados, nos habría sido fácil descubrir que se avecinaba una catástrofe. De tal volumen se refería el que se declaraba por entonces como acérrimo enemigo, el corso Pozzo di BORGIO.

Las causas de tal decisión han de ser no obstante buscadas en la evolución de unos acontecimientos cuyo resumen queda expresado en la certeza de sus seguidores que no dudaban en decirle que si no apresuraba su vuelta, pronto sus enemigos encontrarían alguien dispuesto a ocupar su lugar en las Tullerías. Por ejemplo, el duque de Orleans.

Sin embargo, el 17 de abril de 1816, ya en Santa Elena, y a propósito de desmentir una nota publicada por el periódico Le Journal des Débats en base a la cual se ponía como cierto que Napoleón iba a ser deportado de nuevo, el por siempre Emperador afirmó que su vuelta desde Elba siempre estuvo prevista, desde el propio Fontainebleau.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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