sábado, 28 de septiembre de 2013

DE LA EDUCACIÓN, DEL PASADO COMO COMPROMISO DE FUTURO.

Asistimos, sin duda, a momentos complejos. La Tierra gira a menudo varias veces en el intervalo de tiempo que antaño estaba reservado a un solo día, en tanto que las estructuras, los valores y, por qué no decirlo incluso las creencias, se tambalean de manera burda, reduciendo a poco menos que cenizas las estructuras que hasta ayer pensábamos conciliaban nuestra posición en esa, la eterna lucha que el Hombre tiene para con su presente, para consigo mismo.

No en vano el filósofo alemán ya lo dejó escrito: “Nuestros Ídolos tienen los pies de barro.”

Arrojados como estamos, en esta realidad, o en lo que consentimos de común acuerdo considerar como tal; lo cierto es que una vez asumido el primer golpe, pocas por no decir ninguna posibilidad le queda a ese mismo Hombre más que levantarse una vez encajado el impacto que se desencadena como efecto primitivo de el Saber, y reincorporarse como responsable que es de su destino. Ha de reconstruir el mundo una vez que ser consciente de su miseria ha destruido todo germen de posible recuperación.
Porque sí, paradójicamente, el saber destruye. Destruye las falsas creencias cimentadas en vanos deseos, construidos a menudo en el deseo de no saber. Destruye las vanas ilusiones, forjadas casi siempre en la falacia de la infancia, entendida como eterno aferro a la ausencia de realidad, mitigadora por excelencia del pánico que produce la responsabilidad, último vínculo del Hombre con la realidad.

Pero entonces, ¿dónde se halla la fuerza para recomenzar? Pues como no puede ser de otra manera, en la misma fuerza causante de la destrucción. Tan solo la que tiene capacidad para destruir, es suficiente para llevar a cabo no solo la reconstrucción, sino que amparada en el nuevo vínculo para con la realidad, dará pie a una nueva visión.
La esencia de la paradoja radica en ser capaz de comprender que la fuerza del Apocalipsis, es la misma que la que se convierte en generatriz.

Y es en preciso lugar, en ese preciso momento, donde converge no ya la fuerza, sino el catalizador encargado de conducir sus efectos. La Educación, como esencial catalizador, habrá de participar en la reacción, obrando como parte de los reactivos, pero evidentemente sin formar parte de los productos. Su misión, canalizar la Reacción Química más importante. La que se lleva a cabo obrando con El Hombre como reactivo, para dar lugar a una Sociedad neta y desarrollada como producto.

Constituye la Educación, dicho en términos estrictamente humanos, la actividad más arraigada en el género. Educar es formar, y formar es, aparte de las más diversas acepciones que el término pueda adoptar en función de los interlocutores; desarrollar de manera consciente y voluntaria un proceso destinado a generar en el individuo las actitudes vinculantes de cara a permitirle integrarse de manera completa en el espacio y en el tiempo que le son propios.
Afrontado pues en términos evolutivos, la Educación viene a ser el proceso más absoluto de cuantos el Hombre ha sido consciente, toda vez mediante el ejercicio de la Educación, el Hombre experimentará las sensaciones más cercanas al Creador, entendiendo tal aseveración desde el punto de vista de que si El Hombre procede de un origen que le dotó de aptitudes, el proceso de la Educación será el encargado de pulir los matices derivados del inexorable paso del tiempo.
Es así pues la Educación un poderoso mecanismo, destinado en origen a pulir los errores que bien pudo cometer El Creador.

Resulta pues del todo baldío, cualquier ejercicio destinado ahora a mitigar la intensidad o la fuerza de tal procedimiento. Constituye así el proceso de educar el ejercicio más poderoso al que un ser humano puede aspirar. En el educar, como en ninguna otra acción, convergen fuerzas cuya intensidad era hasta entonces desconocida, cuyos resultados son, salvo para los educadores, inalcanzables.

Y obviamente ni tales fuerzas ni por supuesto sus posibilidades, podían pasar desapercibidas.

Como podemos imaginar, una fuerza tan poderosa, surgida enteramente de la propia potencialidad humana, y destinada como ninguna otra a conformar de manera notoria tales potencialidades de cara a conformar una realidad definitiva; no podía por supuesto permanecer al margen de las estructuras de poder igualmente construidas por el Hombre, pero que en este caso habían evolucionado por cauces enteramente diferentes. Cauces por otro lado tan diferentes que no en vano habían logrado enajenar su contenido hasta el punto de alejarlas completamente de la función para la que en principio habían sido consideradas. Se produce así, y entonces, el choque inevitable. Educación y Política, ambas estructuras inexorablemente arraigadas en el Hombre, entran en franca divergencia precisamente en tanto que el modelo que consideran propio para él no solo difiere, sino que franca y absolutamente se contrapone.

Estalla así pues la guerra. Una guerra que tiene en los códigos legislativos su desarrollo, y que fecha en los instantes inmediatamente posteriores a las citas electorales sus batallas. Una guerra en la que la designación de los Ministros de Educación lleva aparejado el efecto de nombramiento de un General que, según de dónde procedan sus fuerzas, surtirá a sus ejércitos de elementos procedentes de la Iglesia, o de las calles.

Una guerra que en el caso de España no comienza a librarse hasta 1812. Será sí la Constitución Liberal de Cádiz, promulgada en 1812, La Pepa, el primer documento legislativamente vinculante a título de Rango de Ley Nacional la que en el Título IX proveerá por primera vez como decimos, designaciones destinadas al desarrollo formal de una política nacional destinada a racionalizar el proceso educativo. Éste, hasta ese momento, había permanecido como ocurre con tantas otras cosas, del todo huérfano, sujeto a unas consideraciones vinculadas al carácter de lo religioso, o al albedrío de instituciones de rango privado, que compartían con las anteriores el denominador común de la ausencia de cualquier atisbo de proceso científico.
A lo largo de seis artículos, la Constitución de 1812 convierte al Estado en paladín de la escuela, y por ende de los educandos. Obligará así a la construcción de escuelas públicas en todas las poblaciones, hablará por primera vez seriamente de la puesta en práctica de mecanismos rigurosos para su dotación y, por primera vez dejará el proceso educativo en manos de algo más que la buena fe de instituciones de beneficencia, de la Iglesia, o del monopolio de las sempiternas Clases Pudientes.
Y además, genera La Normal, a saber, Escuela de formación destinada, de ahí su nombre, a establecer la norma de procedimiento magisterial que ejemplifica a la par que convierte en homogénea la manera de enseñar. La misión emprendida por Juan Bautista de LA SALLE, allá por 1685 alcanzaba su máximo desarrollo.

Será pues hacia octubre de 1812, cuando el proceso iniciado en Cortes Constituyentes por D. Manuel José QUINTANA, en la Comisión de Instrucción Pública de ese mismo año, comience a dar sus frutos, los cuales se verán un año después con la publicación  del magnífico informe Decreto del Proyecto de Educación, de 1814.
Se trata de un documento que contiene entre otras las visiones de grandes, tales como Pablo MONTESINO el cual, diputado en Cortes, y exiliado en Londres tras el retorno de Fernando VII; desarrollará una hábil a la par que interesante labor pedagógica que a su retorno tendrá como compensación su puesta al frente de la primera Escuela Normal, desde la que en 1838 elaboró el Reglamento para las escuelas de Primeras Letras.

Mas habrá de ser Antonio GIL DE ZÁRATE quien, en 1845 elaborara el definitivo Plan de Estudios de 1845, pilar fundamental de la LEY MOYANO.

Compone ésta el bastión por antonomasia de la Educación en España. Su demoledora vigencia, hasta 1970 con ligeras modificaciones, provee una ligera idea de su fuerza, estructura y vigor.
Una lay emanada de los espíritus ilustrados de figuras como JOVELLANOS o CAMPOMANES y que participa sin duda de sus talantes a la hora de conceptualizar abiertamente el progreso como objetivo, aunque para ello haya de superar obstáculos conceptuales y prácticos como los que pueden constituir el retorno de elementos como Fernando VII,  elementos que obligan a esperar vientos más propicios, los cuales se dan con Isabel II.

Una ley obviamente escasa, toda vez que sigue amparada por la sempiterna presencia de la Iglesia, cuyo auxilio se requiere abiertamente cuando se reconoce que los ayuntamientos, responsables de las escuelas de pueblo, tendrán realmente complicado ejercer su labor, lo que lleva a la Iglesia a adoptar con gusto el papel de protección eternamente asumido, cobrándose con ello la contraprestación de encargarse de la formación, o adoctrinamiento, de cuantas mentes pasan por sus manos; procediendo además con la selección de las que más propicias considere, las cuales pasarán finalmente a los rangos superiores, universidades que era donde finalmente el Estado asumís plenas competencias educativas.

Ha de entenderse así que si bien la Ley Moyano sobrevive hasta 1970, lo hace con grandes altibajos los cuales se subsanan mediante la adopción de protocolos que a menudo son verdaderas revoluciones, tales como los que por ejemplo convergen en la consolidación de la Institución Libre de Enseñanza. A saber, ingente elemento renovador tanto en canales teóricos como prácticos, participado desde origen por personalidades de la talla de Ricardo RUBIO, Francisco GINER DE LOS RÍOS, y Bartolomé COSSIO.
Luchó abiertamente la ILE contra elementos perniciosos tales como el excesivo sometimiento de la Educación a la Iglesia, lo que se había acentuado sobre todo con la firma del Concordato de 1851.

Pero será precisamente en el periodo de la II República, sobre todo en sus dos primeros años, donde las ideas y procedimientos de la ILE calen más profundamente, hasta el punto de que muchas de sus consecuciones aún hoy son visibles tanto en el marco eminentemente práctico (muchas de las actuales escuelas fechan por entonces su construcción), no en vano en este periodo se construyeron más escuelas que en el transcurso de toda la etapa monárquica anterior; como en el teórico, ya que aspectos tales como la consideración de la profesión de MAESTRO deriva de este periodo.

Pero el GOLPE DE ESTADO de Franco cercenará ésta, como tantas otras cosas.

En un primer periodo, destinado a borrar toda huella de la acción republicana, el régimen dictatorial hunde la Educación en un pozo sin fondo que se extiende de 1938 a 1945. En el mismo, se cede a una propuesta Católica a ultranza la cual se verá luego implementada hasta 1959 con una serie de medidas encaminadas a desarrollar un absoluto nacionalismo español.

En definitiva, en España podemos observar cómo la Educación, al igual que pasa con cualquier elemento destinado a promover o generar progreso o dinamismo de forma más o menos natural, ha de enfrentarse a menudo con uñas y dientes, contra aquéllos que, por ostentar de manera evidente el poder, se oponen con firmeza a cualquier ideal de cambio al considerar que esto pone en peligro por definición su propio estado o posición.

De ahí que, el denominador común de la realidad educativa en España pase, al menos en su vertiente política por la certeza inexorable de que todo cambio en los ideales de aquél que controla el poder trae asociado, inexorablemente, un cambio en la Ley Educativa con la que se identifican.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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