Constituyen los acontecimientos del siglo XV en toda su
extensión, una muestra de la prerrogativa de lo que a partir de ellos se
desencadenará, a saber la consolidación no solo de una nueva manera de pensar,
sino abiertamente de una nueva y manifiesta realidad, en forma de una
revolucionaria concepción del Estado, la cual acabará por implantarse de manera
inequívoca logrando, en un tiempo récord, el que la idea de que cualquier otra
forma de concepción del Estado haya existido nos parezca poco menos que
imposible, por no decir que ridícula.
Por eso cuando Enrique IV de Castilla vio cómo había de
enfrentarse a circunstancias para las que no tanto su consecución, cuando si
más bien su ingerencia en la Historia; se antojaban verdaderamente como casi
impensables, en tanto que imposibles de darse; se consideró verdaderamente en
principio justificado para hacer uso del dicho según el cual los grandes males, hacen necesaria la búsqueda
de grandes soluciones.
Se halla así pues hacia 1468 Enrique IV sumido en una
verdadera encrucijada. Es en realidad como si todas y cada una de las
circunstancias que desde el principio han convertido su vida en una miseria
totalmente alejada del mar de
tranquilidad que en principio se espera para un rey, se hayan confabulado
para complicarle su reinado dando lugar no ya solo a una escenografía
inigualable, sino a una condición estructuralmente difícil de equiparar.
A título de registro podemos decir que las paradojas que
cercenan las voluntades por primera vez no de poder, sino verdaderamente de
gobierno de las que hace gala el monarca, se agrupan de manera inequívoca en la
constatación de lo que solo puede ser la certeza exacta del anunciado colapso
del que la crisis del siglo XIV había
sido evidente presagio.
Porque si algo es evidente de todo lo que se suscita en
torno a los haberes, haceres y quereres del
gobierno del que fuera objetivamente el
displásico eunucoide sobre el que descansaron las bondades de Castilla
hasta la quiebra definitiva del Sistema Medieval, aceptando para ello que la
llegada al poder de su hermanastra se lleva a cabo ya sobre disposiciones modernas, será sin duda el pararnos a
comprender que su reinado, o más concretamente las salvedades que sobre el
mismo y durante el cual acontecen, no vienen sino a dar constancia expresa de
tal colapso.
Un colapso que se escenifica, tal y como ha de ser propio
del concepto, no tanto de la implementación de nuevas formas o maneras destinadas a dar respuestas nuevas a
cuestiones viejas; como sí en este caso a la constatación específica de que es
el propio sistema el que deja de ser competente a la hora ni tan siquiera de
plantear tales preguntas, subyaciendo de manera evidente a tal realidad la
cuestión definitiva de su agotamiento.
Y es que, la
Edad Media , en la más amplia acepción de la palabra, ha
quebrado de manera definitiva.
Y lo hace porque los modos
y maneras que le son propios, aquéllos que de otra manera conforman no ya
su génesis, como sí su desarrollo, han sido poco a poco superados.
Ha sido superada, en primer lugar, la propia concepción del
Estado. La vieja estructura vigente reflejo
como es obvio de la sociedad que le es propia, y a la que se supone ha de
salvaguardar, proteger y, llegado el caso justificar, se ha ido desplomando
siguiendo para ello una estrategia que es en sí mismo un símbolo de lo profundo
y arraigado que es y que se encuentra el problema, de una manera lenta,
sediciosa y silenciosa.
Es así como de una manera no racional, alejado como tal de
cualquier ánimo de complot toda vez que la realidad de los acontecimientos
revelará la no existencia de un plan b, lo
que anula de cualquier modo la mera sospecha de confabulación; nos arroja eso
sí en medio del alborozo previo al caos de no saber que hacer.
Así, a modo de composición asistimos un tanto en silencio al
desmoronamiento de todos y cada uno de los trámites que habían servido para dar
explicación a las formas de gobierno hasta el momento, para dar paso a un nuevo
proceder en el que la innovación, cuando no abiertamente la improvisación,
toman el control de una manera tan sorprendente como revolucionaria.
Hablamos de colapso de
las viejas formas porque las novedades a las que nos enfrentaremos con
posterioridad a la época que es hoy objeto de nuestro análisis, lejos de
proceder como en principio habría de ser exigible, de una corriente innovadora,
que bien pudiera traer una luz de
progreso basada en la experimentación o al menos en la teorización a partir de
nuevas formas, constituye en realidad la implementación de una serie de
nuevos protocolos que procede no tanto de la innovación, como sí de la
constatación de que los viejos parámetros han sido definitivamente superados,
siendo de imperiosa necesidad la enajenación de los respectivos campos
semánticos en pos de una nueva realidad.
Porque es así como se llega tan siquiera al planteamiento de
lo complejo del asunto que nos reúne hoy aquí, la constatación del surgimiento
de una nueva realidad.
Una nueva realidad la cual, si bien es compleja, resultando
por ello imposible a priori definir ni tan siquiera sus aspectos fundamentales,
aunque sea de manera ambigua, perfilando tan solo sus márgenes más externos; sí
que participa de un único hecho, en este caso estructural y netamente
sintomático. El que pasa por comprender que ha de tratarse de una apuesta
completamente nueva, que haga del caos que en forma de sorpresa se designe, el
motor del espíritu de revolución que lleva implícito.
Así y solo así podemos llegar a comenzar a entender el hecho
de que pueda, ni tan siquiera llegar a soñarse con el hecho de que una mujer
pueda llegar a ser Reina de Castilla sin
que tal hecho constituya necesariamente el primer paso de la definitiva
destrucción del reino en forma de disociación.
Porque para llegar a entender las implicaciones de semejante
hecho hemos de navegar, imperiosamente, en las líneas que componen los marcos necesarios que dan sentido a
la estructura que consolida y por más sobre la que se asienta toda concepción
del Estado, en su fase previa a las concepciones modernas y centralistas. Unas
concepciones por lo demás, todavía imperiosamente alejadas de éstas.
Hemos de retrotraernos necesariamente en el tiempo, para
comprender la evolución de las fuentes de las que emana el poder regio, en su
más amplia acepción. Aceptando de partida que las consideraciones militares
tienen en un principio más rango de prevalencia que aquéllas que proceden o en
un tiempo habrían de hacerlo de las del ejercicio de lo que acabaremos llamando
diplomacia; lo cierto es que la suerte de los que fueron ejerciendo de manera
sucesiva la suerte del gobierno, hubieron
de hacerlo en un principio desde la predisposición que da el ser tenidos a la
par que tan solo considerados, en mayor o menor medida, con mejor o peor
fortuna, que meros representantes elegidos por y entre una mayoría lo
suficientemente representativa reseñada de entre la nobleza pre-existente. Se
trata del protocolo que se resume en el nos
que somos tanto como vos, pero juntos valemos más que vos.
El modelo, por más que reaccionario en tanto que procede de
la repudia evidente de otros como el caduco por negligencia del por ejemplo esquema de los Césares romanos,
evolucionará adaptándose con ello a los tiempos que le serán contemporáneos,
asumiendo en tal proceso evolutivo los vicios que le son propios, en tanto que
lo son a la época de la que forma parte indisoluble.
Va así poco a poco, dotándose de unas formas que, más que
proceder de la afirmación de algún mecanismo de gobierno observado, pone en
marcha la paulatina recuperación de los vicios que le eran propios al mecanismo
al que supuestamente había superado, conciliándose con ello la situación de
retorno mejorado a los viejos
cánones.
Es así como podemos llegar a la conclusión de que Enrique IV
bien pudo haber sido el tenedor de las prebendas previas que en Europa acabarán
por conciliarse en el arquetipo comprensible de las futuras monarquías absolutistas.
Basta un vistazo a las componendas propias de su manera de
gobernar, como al contexto general de las situaciones que se desarrollaron;
muchas incontrolables, tales como la pronta e incomprensible muerte de Alfonso, sin duda el llamado a
sucederle; así como de otras no tan incontrolables, tales como el desastre
promovido mediante la declaración de intenciones cuando no de guerra en que se
convierte la
denominada Farsa de Ávila, cuando definitivamente
comprobamos que nos encontramos en plenas condiciones para llevar a cabo la
certeza de la pronta y plena certeza de la superación inminente de todo un
Sistema.
Es así que el Concordato
de los Toros de Guisando, tanto si existió, como si no, encierra en sí
mismo la esencia por primera vez no del recuerdo de una época pasada, sino la
ilusión de una nueva. La que será propia de una Nueva Castilla, y por ende de
una Nueva España.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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