sábado, 6 de julio de 2013

DEL FIN DEL SUEÑO DE NAPOLEÓN, DOSCIENTOS AÑOS DE DIALÉCTICA EUROPEA.

Retornamos un día más, gustosos a nuestra cita con la Historia, y lo hacemos en este caso refiriendo uno de los acontecimientos más denostados, peor interpretados, y a la sazón incluso peor contados, de la Historia. Concretamente de la Historia enmarcada dentro de La Guerra de La Independencia. Me estoy refiriendo a los acontecimientos dentro de los que se encuadra La Batalla de Vitoria.

Acontecida en términos léxicos, el 21 de junio de 1813; analizada desde una perspectiva semántica, la Batalla de Vitoria reúne en sí misma la extraña naturaleza a la que son propensos los grandes acontecimientos de la Historia. Así, en cuatro pinceladas, constituye uno de esos extraños sucesos que desmiente la certeza de procedimiento histórico en base a la cual, en Historia no hemos de buscar las causas de los grandes acontecimientos sino difuminadas a lo largo de un periodo de tiempo cuya extensión habrá de ser directamente proporcional a la intensidad de los acontecimientos requeridos.

El advenimiento al trono de Carlos IV como acontecimiento principal enmarcado dentro del último cuarto del XVIII; y sobre todo las predisposiciones defensivas que éste como monarca absoluto se ve obligado a adoptar condicionado de manera inexorable por la Revolución Francesa, y sobre todo por lo mal que le acaba yendo en la misma a su homólogo francés; condicionará una declaración de guerra a Francia por parte de España que nos dejará rápidamente en una posición tan penosa que, sin más demora, resumiremos en la firma de la Paz de Basilea, que el Ministro Godoy habrá de firmar, en 1795.

Lejos de perdernos aquí hoy en análisis escabrosos al respecto ni del episodio bélico, ni de las consecuencias que traerá aparejada la derrota, ahondaremos tan solo en la circunstancia de que la mencionada paz trae consigo la imposición de un alianza para con los franceses en la guerra que enfrenta a éstos con los ingleses.
La derrota en Trafalgar 1805 de la Armada hispano-francesa, nos deja en una patética situación que más que resolverse, empeora, abocándonos a la cruel paz del Tratado de Fontainebleau, que en 1807 nos deja en manos del enemigo francés el cual exige en el mencionado plan, la concesión de permiso expreso para cruzar España, aparentemente en pos de invadir Portugal.

El impacto que supone tal cúmulo de realidades, o para ser más exactos, la tremenda diferencia de interpretación que para el pueblo y sus gobernantes tiene el mismo hecho, el de dejar pasar a los franceses, se convierte en el acto final que desencadena el Motín de Aranjuez, que se lleva por delante de manera expresa al Ministro Godoy, así como de manera más sutil a toda la monarquía española al aprovechar Napoleón la debilidad surgida a raíz de los enfrentamientos entre Carlos IV y su hijo Fernando VII. Enfrentamientos que acaban por suscitar algo parecido a un vacío de poder, que es magistralmente aprovechado por el Bonaparte para colocar en el trono de España a su hermano José Bonaparte, a través de las Abdicaciones de Bayona, en las que padre e hijo reconocen como lícito el hecho anunciado.

La entrada de las tropas francesas será saludada con el levantamiento de Madrid, del 2 de mayo de 1808 que si bien fue duramente reprimido, se convirtió en el valuarte moral desde el que armar una defensa que acaba por prender en la definitiva Guerra de la Independencia.

Hechos como la victoria acontecida en la Batalla de Bailén, reforzará desde el punto de vista militar unas tesis ya abiertamente beligerantes que tienen en la promulgación de la teoría del vacío de poder, esto es, en la no aceptación de “Pepe Botella” como monarca, la esencia del movimiento.
Circunstancias como estas, asociado ahora ya sí a una más mesurada actitud de propuesta política positiva, llevarán a los patriotas sublevados a la conformación de las denominadas juntas de defensa las cuales, coordinadas por la Junta Suprema Central, harán mucho más que coordinar la defensa. Se convertirán en el correlato de administración real que servirá como embrión a las Cortes que acabarán alumbrando el hecho constitucional de 1812.

Este hecho, unido circunstancialmente a la necesidad que Bonaparte tiene de soldados para el frente ruso en 1812, acabará convergiendo en un periplo que junto al apoyo inglés llevará a los españoles a lograr un balance positivo que se mostrará en logros militares como los alcanzados en Arapiles o San Marcial.

Con todo, Napoleón habrá de firmar el Tratado de Valençay en 1813 que devuelve a Fernando VII la corona de El Reino de España.

Centrándonos aunque sin ensañarnos en la franca incompetencia de José I Bonaparte en su condición de monarca, habremos de decir que se halla en su manifiesta imposibilidad para ganarse a ni uno solo de los tan diferentes estamentos en los que se hallaba dividida la sociedad española, la muestra de sus pesares; pesares que por un lado le llevaron a cometer magros errores en materia de estrategia militar, aduciendo para ello su condición de monarca; y otros errores si cabe más terribles en el terreno del ejercicio de la función regia; refugiándose entonces en la supuesta contradicción que existe entre la acción del militar bueno, frente al monarca magnánimo.

Aprovechando literalmente este sin dios, la ya mencionada Junta se traslada a Cádiz, uno de los pocos sitios libres de ocupación, donde se instala y de inmediato convoca una reunión a Cortes, cuyas sesiones comenzarán, a pesar de las más que evidentes dificultades, en 1810.

Dado que el flujo de diputados ha favorecido a los de carácter liberal, éstos lograrán, tras dos años de sesiones, la aprobación definitiva el 19 de marzo de 1812 de un texto de marcado tono renovador que entre otras cosas, proclama la soberanía del pueblo español, el sufragio universal masculino, e incluso la separación de poderes. Aunque la puntilla al poder absoluto del monarca lo pone la declaración legítima de que todos somos iguales ante la ley, unas leyes cuya sobre cuya potestad actúa de manera directa el pueblo.
Es el fin efectivo de Antiguo Régimen, con la paradoja eficaz de que la ocupación extranjera de los territorios de la España impide su puesta en marcha efectiva precisamente allí donde han de ser promulgados.

Y si marzo de 1810 supone con la promulgación de La Pepa el fin de Bonaparte en términos políticos; los acontecimientos militares que se desarrollan a lo largo de la primavera de 1813 lo harán en el terreno de lo militar.

La frase “no confunda ser rey de España, con ser comandante en jefe de mi ejército”, frase que se encuentra explicitada en uno de los despachos que el general Clarke, ministro de la guerra en París, traslada por orden de Bonaparte a su hermano José en España, pone de manifiesto por otra parte la absoluta falta de confianza que el hermano militar pone en el en este caso hermano rey.
Como respuesta, José I llegará a responder airadamente aduciendo que “ es ciertamente mejor declinar el mando militar dejando éste en manos de alguien ciertamente militar que haga vivir a sus soldados como en un país enemigo. Cumplir las órdenes contribuye a todos mis partidarios, dando aliento a cualquier nueva audacia enemiga.”

José I desiste así de mantener estable una corte, abandonando a efectos la acción gubernativa. Abandona Madrid, la capital de su reino el 17 de marzo de 1813, y lo hace para no volver jamás.
Semejante repliegue hacia el norte, no consigue disimular lo que es una clara huída hacia delante. Así lo interpretas sus cortesanos, integrados tanto por franceses como por afrancesados, los cuales reciben despacho para abandonar Madrid a lo largo de la última semana de mayo.

Pero la sensación de retirada y ruina conceptual que suele acompañar tales hechos es solo comprendida por los que la sufren. El Pueblo, más bien al contrario, se echa a la calle como si de una triunfante comitiva se tratara allí por donde pasan.

Llegan así a Burgos el 13 de junio de 1813, habiendo reunido un ejército de 50.000 hombres, 12.000 de ellos a caballo; y una 150 piezas de artillería.

Mientras, el ejército aliado, conformado por unidades españolas en algunas 20.000 unidades, portuguesas en alrededor de 25.000 e ingleses en un número que no baja de los 35.000, cuenta además con la ventaja de la cohesión armada y estructural.

El francés decide avanzar hacia el Ebro, buscando en su espalda la defensa que tamaña barrera natural pueda ofrecerle. Pero Wellington que está atento desbarata la acción, empujando al enemigo hacia la cuña que forman el propio Ebro, y el río Zadorra.

La batalla se plantea el día 21. y lo hace en unas condiciones cualitativas y cuantitativas francamente desagradables para los franceses. Además, una incomprensible decisión táctica tomada por José I, la de mandar retirarse a las unidades centrales a Vitoria antes de dar propiamente dicho batalla, condiciona del todo el desarrollo de la misma.
En resumen, la mayoría de los soldados franceses no llegaron ni a combatir aquél día.

En un paradójico símil con otros acontecimientos paralelos, como pueden ser la Batalla de Zhama entre Escipión y Anibal, o Las Navas de Tolosa; aquí también un aldeano de la zona dio a los aliados importante información estratégica, en este caso en forma de parte según el cual un pasaje llamado de los tres puentes, no solo no había sido volado, sino que ni siquiera contaba con guarnición francesa.
De ahí que el ejército tal vez llegara antes de lo que José I hubiera deseado.

Constituye así, sin el menor género de dudas la Batalla de Vitoria, el fin del sueño europeo de Napoleón.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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