Retornamos un día más, gustosos a nuestra cita con la
Historia, y lo hacemos en este caso refiriendo uno de los acontecimientos más
denostados, peor interpretados, y a la sazón incluso peor contados, de la Historia. Concretamente
de la Historia enmarcada dentro de La
Guerra de La
Independencia. Me estoy refiriendo a los acontecimientos dentro de los
que se encuadra La Batalla de Vitoria.
Acontecida en términos léxicos,
el 21 de junio de 1813; analizada desde una perspectiva semántica, la Batalla de Vitoria reúne en sí misma la extraña naturaleza a la que
son propensos los grandes acontecimientos de la Historia. Así , en cuatro pinceladas, constituye uno de
esos extraños sucesos que desmiente la certeza de procedimiento histórico en
base a la cual, en Historia no hemos de
buscar las causas de los grandes acontecimientos sino difuminadas a lo largo de
un periodo de tiempo cuya extensión habrá de ser directamente proporcional a la
intensidad de los acontecimientos requeridos.
El advenimiento al trono de Carlos IV como acontecimiento
principal enmarcado dentro del último cuarto del XVIII; y sobre todo las
predisposiciones defensivas que éste como monarca absoluto se ve obligado a
adoptar condicionado de manera inexorable por la Revolución Francesa , y sobre todo por lo mal que le acaba yendo en la misma a su
homólogo francés; condicionará una declaración de guerra a Francia por parte de
España que nos dejará rápidamente en una posición tan penosa que, sin más
demora, resumiremos en la firma de la Paz
de Basilea, que el Ministro Godoy habrá
de firmar, en 1795.
Lejos de perdernos aquí hoy en análisis escabrosos al
respecto ni del episodio bélico, ni de las consecuencias que traerá aparejada
la derrota, ahondaremos tan solo en la circunstancia de que la mencionada paz
trae consigo la imposición de un alianza para con los franceses en la guerra
que enfrenta a éstos con los ingleses.
La derrota en Trafalgar
1805 de la Armada hispano-francesa, nos deja en una patética situación que
más que resolverse, empeora, abocándonos a la cruel paz del Tratado de Fontainebleau, que en 1807
nos deja en manos del enemigo francés el cual exige en el mencionado plan, la
concesión de permiso expreso para cruzar España, aparentemente en pos de
invadir Portugal.
El impacto que supone tal cúmulo de realidades, o para ser
más exactos, la tremenda diferencia de interpretación que para el pueblo y sus
gobernantes tiene el mismo hecho, el de dejar
pasar a los franceses, se convierte en el acto final que desencadena el Motín
de Aranjuez, que se lleva por delante de manera expresa al Ministro Godoy, así como de manera más sutil a
toda la monarquía española al aprovechar Napoleón la debilidad surgida a raíz
de los enfrentamientos entre Carlos IV y su hijo Fernando VII. Enfrentamientos
que acaban por suscitar algo parecido a un vacío
de poder, que es magistralmente aprovechado por el Bonaparte para colocar en el trono de España a su hermano José
Bonaparte, a través de las Abdicaciones
de Bayona, en las que padre e hijo reconocen como lícito el hecho
anunciado.
La entrada de las tropas francesas será saludada con el
levantamiento de Madrid, del 2 de mayo de 1808 que si bien fue duramente
reprimido, se convirtió en el valuarte moral desde el que armar una defensa que acaba por prender en la definitiva Guerra de
la Independencia.
Hechos como la victoria acontecida en la Batalla de Bailén, reforzará desde el punto de vista militar
unas tesis ya abiertamente beligerantes que tienen en la promulgación de la teoría del vacío de poder, esto es, en la no
aceptación de “Pepe Botella” como monarca, la esencia del movimiento.
Circunstancias como estas, asociado ahora ya sí a una más
mesurada actitud de propuesta política positiva, llevarán a los patriotas
sublevados a la conformación de las denominadas juntas de defensa las cuales, coordinadas por la Junta
Suprema Central , harán mucho más que coordinar la defensa. Se
convertirán en el correlato de administración real que servirá como embrión a las
Cortes que acabarán alumbrando el hecho
constitucional de 1812.
Este hecho, unido circunstancialmente a la necesidad que
Bonaparte tiene de soldados para el frente
ruso en 1812, acabará convergiendo en un periplo que junto al apoyo inglés
llevará a los españoles a lograr un balance positivo que se mostrará en logros
militares como los alcanzados en Arapiles o San Marcial.
Con todo, Napoleón habrá de firmar el Tratado de Valençay en 1813 que devuelve a Fernando VII la corona
de El Reino de España.
Centrándonos aunque sin ensañarnos en la franca
incompetencia de José I Bonaparte en su condición de monarca, habremos de decir
que se halla en su manifiesta imposibilidad para ganarse a ni uno solo de los
tan diferentes estamentos en los que se hallaba dividida la sociedad española,
la muestra de sus pesares; pesares que por un lado le llevaron a cometer magros
errores en materia de estrategia militar, aduciendo para ello su condición de
monarca; y otros errores si cabe más terribles en el terreno del ejercicio de
la función regia; refugiándose entonces en la supuesta contradicción que existe
entre la acción del militar bueno, frente al monarca magnánimo.
Aprovechando literalmente este sin dios, la ya mencionada Junta se traslada a Cádiz, uno de los
pocos sitios libres de ocupación, donde
se instala y de inmediato convoca una reunión
a Cortes, cuyas sesiones comenzarán, a pesar de las más que evidentes
dificultades, en 1810.
Dado que el flujo de diputados ha favorecido a los de carácter liberal, éstos lograrán, tras
dos años de sesiones, la aprobación definitiva el 19 de marzo de 1812 de un
texto de marcado tono renovador que entre otras cosas, proclama la soberanía
del pueblo español, el sufragio universal masculino, e incluso la separación de
poderes. Aunque la puntilla al poder absoluto del monarca lo pone la
declaración legítima de que todos somos iguales ante la ley, unas leyes cuya
sobre cuya potestad actúa de manera directa el pueblo.
Es el fin efectivo de Antiguo
Régimen, con la paradoja eficaz de que la ocupación extranjera de los territorios
de la España impide su puesta en marcha efectiva precisamente allí donde han de
ser promulgados.
Y si marzo de 1810 supone con la promulgación de La Pepa el fin de Bonaparte en términos
políticos; los acontecimientos militares que se desarrollan a lo largo de la
primavera de 1813 lo harán en el terreno de lo militar.
La frase “no confunda
ser rey de España, con ser comandante en jefe de mi ejército”, frase que se
encuentra explicitada en uno de los despachos que el general Clarke, ministro
de la guerra en París, traslada por orden de Bonaparte a su hermano José en
España, pone de manifiesto por otra parte la absoluta falta de confianza
que el hermano militar pone en el en
este caso hermano rey.
Como respuesta, José I llegará a responder airadamente
aduciendo que “ es ciertamente mejor
declinar el mando militar dejando éste en manos de alguien ciertamente militar
que haga vivir a sus soldados como en un país enemigo. Cumplir las órdenes
contribuye a todos mis partidarios, dando aliento a cualquier nueva audacia
enemiga.”
José I desiste así de mantener estable una corte,
abandonando a efectos la acción
gubernativa. Abandona Madrid, la capital de su reino el 17 de marzo de
1813, y lo hace para no volver jamás.
Semejante repliegue hacia el norte, no consigue disimular lo
que es una clara huída hacia delante. Así
lo interpretas sus cortesanos, integrados tanto por franceses como por afrancesados, los cuales reciben despacho para
abandonar Madrid a lo largo de la última semana de mayo.
Pero la sensación de retirada y ruina conceptual que suele
acompañar tales hechos es solo comprendida por los que la sufren. El Pueblo ,
más bien al contrario, se echa a la calle como si de una triunfante comitiva se
tratara allí por donde pasan.
Llegan así a Burgos el 13 de junio de 1813, habiendo reunido
un ejército de 50.000 hombres, 12.000 de ellos a caballo; y una 150 piezas de
artillería.
Mientras, el ejército aliado, conformado por unidades
españolas en algunas 20.000 unidades, portuguesas en alrededor de 25.000 e
ingleses en un número que no baja de los 35.000, cuenta además con la ventaja
de la cohesión armada y estructural.
El francés decide avanzar hacia el Ebro, buscando en su
espalda la defensa que tamaña barrera natural pueda ofrecerle. Pero Wellington que está atento desbarata la
acción, empujando al enemigo hacia la cuña que forman el propio Ebro, y el río
Zadorra.
La batalla se plantea el día 21. y lo hace en unas
condiciones cualitativas y cuantitativas francamente desagradables para los
franceses. Además, una incomprensible decisión táctica tomada por José I, la de
mandar retirarse a las unidades centrales a Vitoria antes de dar propiamente
dicho batalla, condiciona del todo el desarrollo de la misma.
En resumen, la mayoría de los soldados franceses no llegaron
ni a combatir aquél día.
En un paradójico símil con otros acontecimientos paralelos,
como pueden ser la Batalla de Zhama entre Escipión y Anibal, o Las Navas de
Tolosa; aquí también un aldeano de la zona dio a los aliados importante
información estratégica, en este caso en forma de parte según el cual un pasaje
llamado de los tres puentes, no solo
no había sido volado, sino que ni siquiera contaba con guarnición francesa.
De ahí que el ejército tal vez llegara antes de lo que José
I hubiera deseado.
Constituye así, sin el menor género de dudas la Batalla de Vitoria, el fin del sueño
europeo de Napoleón.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario