Sangrante resulta por primera vez en muchísimo tiempo
comprobar cómo, a través del efecto que conmemoraciones como la que hoy nos
trae aquí nos abocan, no obstante, a la paradoja que desde la duda se cierne en
sí misma a colación de la incapacidad de constatar sí, como parece preceptivo,
por primera vez en mucho tiempo, insisto en tal extremo, resulta muy complicado
poder hablar, sin el menor poso de duda, de verdadero progreso.
Constituye a todas luces el 14 de julio, esto lo afirmo sin
el menor género de dudas, una de esas fechas
faro, a la que tanto historiadores desde siempre, como ahora también
sociólogos, se aferran con fuerza, y sin el menor recato, en pos de la más
mínima propuesta de esperanza, toda vez que el presente se constata, día a día,
como el mejor germen desde el que obtener las certezas paradójicas de un futuro
incierto.
Mas no es menos cierto que en estos tiempos de duda e
incertidumbre, de crisis en una palabra, es cuando más apetecible resulta, por
otra parte, pormenorizar en los hechos, cuando no en las circunstancias, que
provocaron, cuando no al menos hicieron posible, la convergencia de los
múltiples valores que posibilitaron si no en última instancia hicieron
imprescindible el desarrollo de unos acontecimientos que, a modo de respuesta,
acabaron por formalizarse a título poco menos que accidental, por más que aún
hoy, sigan siendo observados como uno de los momentos más transcendentales de
la Historia de la Humanidad ya que, sin duda alguna, el mundo, Europa y la
Historia, serían de otra manera, de no haberse producido La Revolución Francesa.
El catorce de julio de mil setecientos ochenta y nueve
estallan, en el más eficaz y objetivo de los términos, toda una serie de
conceptos, acepciones, planteamientos y esencialmente, realidades, que a todas
luces hacían ya imposible el natural
tránsito de ciertas realidades la mayoría de las cuales correspondían, a
todas luces, a un tiempo, y a unas concepciones humanas, desfasadas en grado
sumo.
Es así pues la Revolución Francesa ,
más en realidad un consecuente, un corolario, que estrictamente un detonante.
Convergen pues, en torno a la realidad conceptual, e incluso
más subjetiva y simbólica que constituye el
episodio de la Toma de la Bastilla; todo un largo periplo de
acontecimientos que se vertebran de manera aparentemente autónoma en pos de la
patente de autoridad que les concede el evidente detrimento al que bajo los
designios de Luis XVI, se dirige el
País de Francia.
Estructurado desde la ilusión
conceptual de los Tres Estados Generales, tenemos una composición en la que
un Primer Estado se halla compuesto por el Alto Clero, un Segundo Estado viene dado en pos de la
defensa de los protocolos de la Nobleza, a la cual engloba; quedando finalmente
el Tercer Estado destinado a albergar
a la plebe.
Todo ello además, considerado no desde la perspectiva, sino
desde la todopoderosa óptica de que el monarca, en su condición de regio absolutista, sanciona siempre
en última consideración las normas y procederes motivados por los Estados Generales.
Llega pues el momento, de someter a consideración los
aspectos estructurales y de contexto, que dieron pie no tanto a la Toma de La Bastilla, como sí a la otra
sucesión de realidades, a la sazón mucho más consecuentes, aunque a veces
bochornosamente olvidados; que cambiaron la Historia no solo de Francia, sino
de Europa y con ello de manera directa del mundo.
Constituye el final del siglo XVIII un momento capital de la
Historia, al converger en el mismo, de manera casi confabuladora, una serie de
acontecimientos que si bien ya por sí solos podían ser muestra y testigo de
grandes cambios; combinados y reforzados entre sí, como en definitiva se
dieron, hacían del todo imposible cualquier esfuerzo por contener la masa, la
marea, el cambio.
Porque en definitiva se eso se trataba. De contener, de
mantener, de estancar el menor conato de cambio, al entender las estructuras
dirigentes, englobadas en el Primer y Segundo Estados respectivamente, que
cualquier no ya cambio, sino mero presagio o ilusión del mismo, atentaría para
siempre y de manera inequívoca, no ya contra sus evidentes privilegios, sino
contra su propia existencia, englobada y justificada de manera inexorable en su
naturaleza.
Semejante afirmación se entiende solo, o tal vez gracias a,
la comprensión de fenomenologías y procederes como los que desencadenaron de
verdad, la
Revolución Francesa , el 5 de mayo de 1789.
El año de gracia de
Nuestro Señor de 1789, venía siendo testigo de una serie de procederes y
menesteres los cuales, en la mayoría de ocasiones rompían de plano con los principios que, inexorablemente habían ido
poco a poco calando en las estructuras tanto cerebrales, como fundamentalmente
conceptuales y sentimentales, de aquéllos que por orden engrosaban las filas
del Tercer Estado. Un Tercer Estado que numeraria y cuantitativamente,
constituía el 96% del total del tejido demográfico de Francia pero que si bien,
y en pos de lo paradójico del sistema de
voto y cómputo que regía en las Asambleas y Trabajos Previos de la Asamblea Nacional , veía siempre subyugados y arruinados sus proyectos al ver
permanente e insólitamente repudiadas todas y cada una de sus propuestas al
tener que ser estas sometidas al sistema de voto por representación, o sea, se
votaba no por persona, sino por Estado.
De esta manera, la sempiterna asociación de voto entre el
Primer Estado, y el de la nobleza, permitía siempre anticipar cualquier
resultado, convirtiendo en estériles los esfuerzos de la mayoría cuantitativa
plebeya.
La reubicación de tales preceptos, dentro de la nueva óptica que sin duda aporta la
consolidación ya por aquél entonces de las normas y principios aportados por el
Pensamiento Ilustrado, unido a la
comprensión, aunque tan solo fuera en términos pragmáticos, de realidades menos
existenciales tales como los logros acontecidos en el Nuevo Continente con su
revolución, nos lleva a poder justificar, alejados de premisas románticas, el
grado de aceptación de los condicionantes que dieron pie y consolidaron la revolución. El
primero de ellos, el nacimiento y consolidación, en la individualidad de
algunos de sus integrantes, lógicamente adscritos a los estados privilegiados,
de la idea de que la natural necesidad de
libertad que ha de auspiciar la lucha de cualquier hombre, justifica,
cuando no avala, movimientos revolucionarios, aún cuando éstos vayan dirigidos
contra la figura del Rey. Aunque sea nada menos que Luis XVI.
Por ello cuando personajes como el propio duque de Orleans,
a la sazón primo del monarca; y otros conceptualmente influyentes como el
mismísimo Gilberto Lafayette,
anunciaron en los trabajos previos a la Asamblea, su buen parecer para con los
objetivos propuestos por el Tercer Estado, el cual pretendía llevar a primer
orden, antes de consolidar el debate en pos de las cuestiones económicas, como
era voluntad de Luis XVI; anteponiendo por el contrario cuestiones tales como
la propia naturaleza del proceder a la hora de someter las consideraciones a
votación.
El 5 de mayo de 1789 comenzaban oficialmente los trabajos de
la Asamblea. El
rey presiona para ceñir los trabajos y por ende las consideraciones
exclusivamente a las cuestiones de rango económicas. El Estado llano presiona a
su vez en pos de la consideración de sus peticiones, argumentando que posee más
de 600 votos por encima de las potenciales mayorías de nobleza y clero, sin
contar las evidentes anexiones que por simpatía con los principios ilustrados
puede arrastrar.
El Rey ordena que los elementos se reúnan por separado,
siendo alojados los indignados en el
salón denominado Del Juego de Pelota.
Cuando el enviado regio es recibido con la sentencia
pronunciada por el conde de Mirabeau: “Id
y decid a vuestro señor que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que no
nos hará salir sino por la fuerza de las bayonetas.” El monarca se enfrenta
seguramente a no su primera encrucijada, pero sí probablemente a una que
procede de una fuente para él insospechada.
¿Se atreverá a disolver la Asamblea Nacional ?
La constatación de esa mera duda, unida a la forma de
desarrollarse los propios acontecimientos secundarios, justifican y promueven
la grandeza de la fecha que traemos hoy a colación.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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