El 18 de julio de 1938, el Presidente AZAÑA protagoniza,
desde Barcelona, el que sería el último de los cuatro discursos principales por
medio de los cuales se dio a entender a
la Patria en guerra, durante el tiempo que duró la conflagración.
Se trata este discurso, sin duda, no ya de uno de los más
logrados, sino más bien de aquél que mejor encierra la capacidad del Presidente
de la República para, como dirían los que mejor le conocieron, canalizar sin
caer en la neurosis estados de ánimos que iban desde el conocido como Pesimismo del Señor Presidente, hasta
momentos no de alegría, más bien de lucidez, encaminados a promover un futuro
tras el fin de la guerra en el que unos y otros, vencedores y vencidos, puedan
llegar a convivir en paz, arrastrando no
obstante, el saco de la pesada carga de las respectivas penurias, las
provocadas y las sufridas.
Será pues este cuarto y último discurso de AZAÑA a la
nación, no uno más, sino el discurso por excelencia. En el mismo, y sin
solución de continuidad convivirán, tal y como lo habían hecho en las
anteriores citas de Valencia; el AZAÑA conciliador, “Paz, Piedad y Perdón”, con el AZAÑA inflexible referido tanto a
los vínculos con otros líderes, como al hecho inequívoco del imprescindible
posicionamiento moral una vez finalizada la contienda.
Se trata también, así mismo, del AZAÑA que tiene claro, y
como tal lo expone, que el conflicto que está teniendo lugar en España es, definitivamente el primer episodio de la sin
duda Gran Guerra que volverá a asolar Europa. (…) Así que Francia e Inglaterra
permitan que tanques y aviones alemanes e italianos surquen por encima y por
debajo de los cielos españoles, y no tengan nada que decir, constituye una
notoria a la par que evidente falta de responsabilidad.
Tenemos pues, ante nosotros, sin duda al AZAÑA más
estadista, precursor, hombre de su época, a la vez que sabedor de que la
verdadera batalla que se está jugando en España, si bien parece tener sola y
exclusivamente personajes españoles (Francia e Inglaterra han dado la espaldas
al menos oficialmente al Gobierno), tendrá sin duda consecuencias europeas.
Constata en realidad AZAÑA la certeza de que, una vez más
Europa no puede permanecer impávida ante los acontecimientos que se desencadenan
en España, y pensar seriamente que nada de lo que ocurra pasará desapercibido
para ella.
Los vínculos entre España y Europa son, a la par que
inevitables, inexorables, toda vez que como había quedado demostrado en algunas
ocasiones a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, ni Europa ni España
pueden ni tan siquiera jugar a ignorarse; el proyecto de la una, y la realidad
de la otra suponen en realidad elementos tan importantes, que las dos
estructuras están condenadas a
entenderse.
Uno de los primeros movimientos de esta sin duda inacabada
sinfonía, comienza a escribirse a principios del Siglo XIX, cuando Fernando
VII y la Guerra de la Independencia posiciona a España doblemente en el mapa de la transitoriedad europea. Así
por un lado, la manera de resolverse de la contienda mencionada, incluyendo
aspectos como el ya analizado de la Batalla
de Vitoria, posiciona a Napoleón en una nueva realidad cuya verdadera
constatación le lleva a considerar fielmente, puede que por primera vez, el
hecho de que probablemente su sueño conquistador ha llegado a su fin. El otro,
mucho más lamentable, arrojará a España ante los caballos conceptuales que suponen el comprender que la mala gestión
de los propios recursos, ya sean éstos económicos o políticos, arrojan al país
a una doble situación de quiebra que nos
deja francamente en mala posición frente a una Europa que comienza el salto
definitivo.
Ahí bien podríamos identificar el comienzo del periodo de
retraso que luego respecto del total de países componentes del continente,
iremos consolidando.
De esta manera, bien podemos situar en el siglo XIX,
definitivamente el comienzo de los problemas que llevaron a AZAÑA, y por ende a
España, a la situación que se encierra verdaderamente detrás del discurso de
1938.
El desigual crecimiento demográfico, unido a la más que escasa capacidad de consumo de la población,
la falta de inversiones localizada fundamentalmente en la manifiesta
incapacidad para la inversión por parte de una burguesía mal educada si la ponemos en comparación para con la del
resto del continente, dan como resultado un teatro
de operaciones cuyo resultado es más que previsible, y al que solo le hace
falta el ingrediente que pone en este caso una franca y permanente
inestabilidad política que no es más que el reflejo de la disparidad social que
a esas alturas resquebraja en silencio a
la nación.
Y abajo, en la base, como cuestión capital, la Crisis de la Agricultura, como colofón a la
sempiterna cadena de acontecimientos a veces tan indescifrables, como la
mayoría de veces incomprensibles, que suponen la históricamente conocida como manifiesta incapacidad española para dar
solución a su problema con la cuestión agraria.
Lejos de entrar en análisis profundo del mencionado hecho,
sí que hemos de referirnos, aunque sea de manera tangencial al ser éste, uno de
los mejores procederes a la hora de comprender el reflejo del verdadero estado
en el que se encuentra la sociedad
española.
La permanente renuncia a su cita con la revolución, condena
a la cultura agrícola española a un
periodo de analfabetismo solo
comparable al que la misma sufre en lo concerniente a tasas verdaderamente
ligadas a la Cultura. Así ,
la supervivencia de los grandes latifundios, reflejo real y máximo de la
también supervivencia del modelo social que le es propio, por definición rancio
y retrógrado; sirve para entender el nivel
de la sociedad que tiene España. Nivel que alejándonos de los factores
subjetivos por interpretativos, tiene en realidad su constatación en el hecho
de que su existencia, unido a otros como la ausencia de inversiones, y por
supuesto la inexistencia de infraestructuras de comunicación solventes,
condenan al país a un modelo de economía perverso en sí mismo, toda vez que
está condenado. Cualquier intento de constituir un atisbo de mercado es poco
menos que un sueño, haciendo con ello imposible la creación de la más mínima
apuesta solvente en materia industrial.
Así, y para colmo, los esfuerzos agrícolas se centran en
exclusiva en los cultivos tradicionales, el
conocido trío formado por trigo, vid y
olivo. Tal conformación, ligada a productos tradicionales, de los que el
mercado se encuentra saturado, y cuyas necesidades hacen imprescindible una
inversión que, una vez producida ésta desaconseja cualquier cambio al respecto;
conforman un plantel totalmente desapegado a la hora de tomar ni siquiera en
consideración la posibilidad de entonar la agricultura hacia un proceder no de
subsistencia, sino más bien comercial e incluso industrial.
Con ello, el contraste existente entre los modelos de
distribución de la propiedad de la tierra, constituyen en realidad el mejor
análisis que podemos hacer de la radiografía social española.
El norte, dado al campesino pobre, se arrastra en la forma
del minifundio, sistema que promueve
la pequeña posesión, haciendo de su pequeño tamaño el lastre que impide su
modernización.
El centro y el sur, dado al feudo y a la economía de Vasallaje, promueve el
latifundio, cuyo gran tamaño es soportable gracias a la promisión de mano de obra barata lo cual acaba
jugando la paradoja de impedir cualquier tipo de desarrollo al cercenar en el
momento clave la voluntad de reforma que otros como Gran Bretaña y Francia sí
emprendieron en su momento, dejando de nuevo a España apeada del tren del progreso.
Tenemos así el comienzo de la implantación del modelo social
que será una realidad para AZAÑA. Un experimento de Sociedad de Clases formada por una nueva nobleza que ha sustituido el ejercicio del poder político por
el caciquismo, entendido como el dominio a partir de la tenencia de las fuentes
de producción, las cuales como hemos enumerado en España se reducen a la
tenencia de la tierra. Una Iglesia
que se nutre haciendo el juego a la
nobleza en pos de la creación de la justificación
ideológica, sacando con ello beneficios
muy materiales. Una alta burguesía que se convirtió en el núcleo de poder,
pero que perdió la oportunidad de jugar el papel definitivo en la modernización
industrial y financiera de España. Y unas clases medias permanente, y una vez
más, engañadas.
Ahí, entonces y así, se forjaron no ya los orígenes de
AZAÑA, sino por supuesto de su discurso. Un discurso grande, a la par como lo
fue su forma de gobernar, la cual queda plasmada en la afirmación: “Vendrá la paz, y espero que la alegría os
colme a todos vosotros; a mí, no (…) porque cuando se siente el dolor español
que yo tengo en mi alma, no se triunfa personalmente contra compatriotas.”
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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