sábado, 20 de julio de 2013

SACRIFICANDO AL HOMBRE, EN POS DE SU VALÍA.

Y de nuevo los idus,  nos traen, haciendo converger presente con pasado, y obligándonos si cabe a converger, a modo de variables determinadas, en el vasto escenario en el que a menudo se convierte esta ingente representación, a la que nos empeñamos en reducir (quién sabe si para jugar a comprenderla), que es la vida.

Ya hemos sometido aquí, en un entonces pasado, los considerandos que convierten en explícita la certeza según la cual julio y las revoluciones tienen algo. Desde las remotas explicaciones que para remotas guerras y batallas tiene en mero aunque nunca sencillo argumento de la meteorología, hasta otros motivos de carácter netamente psicológico, y por ende mucho más complicados de entender, cuando no, lo confieso, de explicar, lo cierto es que el verano, y en especial el mes de julio, tienen un vínculo mágico con las rebeliones.

Desde el Golpe de Estado de 1936, hasta la propia Operación Valquiria, (a la que dedicamos hoy nuestro tiempo), pasando por algunos de los más bellos y emotivos pasajes de guerras tan épicas como utópicas, entre las que podemos extractar momentos de las confrontaciones Médicas o Púnicas, lo cierto es que julio, con sus especiales connotaciones, esenciales en todos los términos, e inexorables en el plano de lo humano, ha guardado siempre una especial relación para con el hombre en lo concerniente al desarrollo de episodios como los que hoy, un día más, traemos a colación.

Por ello, llegado el siempre complicado momento de la decisión, hemos de decir que hoy, inmersos como estamos en el “Año Wagner”, resulta tarea casi incondicional referir nuestras reflexiones a la Operación Valkiria. Y más concretamente hacerlo desde el punto de vista de un revisionismo no estoicamente centrado en las motivaciones materiales que pudieron llevar a Stauffernberg hasta El Nido del Águila, y depositar allí bajo la mesa de mapas el maletín con los explosivos. Nos referimos realmente a las otras implicaciones, a las semióticas y psicológicas que resultan imprescindibles a la hora de tratar de encuadrar el escenario a partir del cual resulta meramente comprensible el que un país entero (lo que supone mucho más que una simple suma de individualidades), puedan abrazar a la postre que hacer suyas, ideas y disquisiciones como las que desarrolló el Fürher.

Disquisiciones, locuras para unos. Planteamientos posibles, incluso dignos de tener en cuenta para otros. Lo cierto es que el más bien escueto bagaje moral desde el que se puede preconizar el mensaje de HÍTLER, sobre todo a partir de la publicación de sus misérrimos escritos (calificativo éste que hace solo mención a la valía axiológica de los mismos, toda vez que él mismo osó atribuirse tal capacidad); nos lleva no obstante a acudir paralelamente al estudio del informe que, emitido por el director de la Academia de Bellas Artes de Berlín, impidió el acceso de éste a la mencionadas institución: “Incapacidad manifiesta para reconocer la realidad, más allá de su interpretación (…) cabezas grandes y desproporcionadas respecto del resto del cuerpo.”

Realidad e Interpretación. Dos conceptos complicados, máxime para alguien con las concepciones de un HÍTLER que desde muy pequeño, allí en Austria, cuando todavía recibía con sosiego las consideraciones de su madre y de sus hermanas, ya creía que soñaba con su futuro, y con su obligación de cambiar la realidad. Aunque para ello tuviera que demostrarle a la a veces caprichosa realidad la necesidad imperiosa del mencionado cambio.

Realidad e interpretación, en este caso macabro binomio, cuando sirve para justificar no ya las tropelías de un loco, sino que justifica la necesidad de esas tropelías porque, dejando de lado la realidad, como tantas y tantas veces hará el Movimiento Nacionalsocialista, ¿Qué necesitamos para la interpretación?

Pues precisamente, un artista. Pero no bastará un artista cualquiera. Tiene que tratarse de un artista especial. De alguien que, además de dedicarse al desarrollo de alguna de las formas de arte cuyo resultado emociona, toca la fibra sensible; lo haga además con una sensibilidad que no pueda dejar a nadie indiferente. Porque precisamente de eso se trata. Si el Movimiento Nazi es del todo incapaz de explicar sus principios e incluso su metodología acudiendo a vías racionales, sin duda es porque la vía que ha de ser explorada pasa de forma ineludible por la emotividad.

Y entonces, surgiendo de la nada, como si siempre hubiera estado ahí, surge Richard Wagner.

Parece WAGNER verdaderamente la consumación perfecta de todas las respuestas a las preguntas que al respecto habían quitado el sueño a HÍTLER durante meses. Un verdadero alemán, versado en las cuestiones importantes, alejado de cualquier duda o sospecha calamitosa. ¡Pero si hasta cumple con el lema no escrito de no estar vinculado a alguna de las artes plásticas platónicas del Fürher, evitando con ello peleas innecesarias.

Sin embargo, lo que hará poco menos que inevitable la asociación entre el controvertido músico y el carismático embaucador, pasa precisamente por el elemento común entre ambos, la certeza de pesar que Alemania no ocupa el lugar que se merece.

WAGNER y HÍTLER comulgan en un principio capital, el que procede de saber que  su querida Alemania no hace gala del sitio que merece a la hora de constatar el lugar desde el que la Historia habrá de juzgarla. Y lo que es peor, ambos comparten también la certeza de que semejante hecho se debe a que una entidad secreta, o cuando menos desconocida para la mayoría de las personas, se ha confabulado en pos de que semejante hecho siga siendo así durante el mayor tiempo posible.
Esto es así, y el hecho de que las fuentes de las que proceden semejantes revelaciones difieran radicalmente en uno y en el otro, no es óbice para cuestionar ni la fuerza de las convicciones, ni la predisposición y franca certeza que espoleará las conductas que les sean coherentes.
Nada es por casualidad. Semejante afirmación, rotunda y por ende peligrosa en la mayoría de las ocasiones, adquiere no obstante patente de naturaleza indiscutible a la hora de analizar los principios que regulan la pasión que une a estos dos hombres.
Y es que ni HÍTLER podía soñar con alguien distinto de WAGNER, ni WAGNER podía llegar a imaginar la presencia integral de alguien que no fuera el propio HÍTLER.

Creador del concepto de Obra Total, Richard WAGNER desarrolla de manera previa e intuitiva el catálogo de recursos escénicos al que HÍTLER acudirá presto. Convencido además de que el simple hecho de que el mencionado catálogo exista, lo dota de una especie de valía intrínseca. Es así que la existencia de WAGNER, o más concretamente la existencia de su obra, justifica cuando no hace necesarias tanto la existencia de HÍTLER, como la de la macabra obra que éste se dispone a desarrollar.

Obra total es un concepto tan magno como basto. Desconocido no tanto por original, como sí por lo innovador que supone, desde sus propios principios constitutivos. De ahí que la constatación de la incapacidad de ejercicio del mismo ateniéndonos al uso de los medios existentes, nos conduzca de manera inexorable a la franca superación de los límites que éstos constituyen, creando para ello una nueva realidad.
La anterior afirmación, en desambiguación, resulta del todo eficaz para explicar principios y líneas-marco correspondientes a los dos protagonistas. Y la mencionada desambiguación resulta rápidamente muy difícil.

Surge así, como cuestión de procedimiento expuesta a los parámetros antes aludidos, el concepto de Música Programática. Es un concepto no musical, al menos no en primera instancia. Se trata de una concepción de la música como instrumento sometido a los designios de un fin superior. Un fin desconocido, en tanto que solo intuido, y del que en la mayoría de ocasiones solo podemos intuir, y vagamente, sus resultados. De ahí que la música se mitifique, en sí misma, promoviéndose desde un campo cercano a lo mítico. La Música cerca de la religión, y no solo como medio para expresar ésta.

Es el abrazo profundo con lo mítico. Pero un abrazo integrador, íntimo, revelador y definitivo. Un abrazo que, a título estrictamente procedimental, revela a ambos protagonistas su mutua condición de eruditos, cuando no de profetas. En el tiempo que les ha tocado vivir los términos pueden sufrir constatación de ósmosis: ambos saben que primero serán víctimas del escarnio, quién sabe si de la inmolación  para luego, con el tiempo, ser objeto de franca adoración.

WAGNER y HÍTLER, dos figuras sin las que resulta posible explicar el siglo XX.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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