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Ya hemos sometido aquí, en un entonces pasado, los
considerandos que convierten en explícita la certeza según la cual julio y las
revoluciones tienen algo. Desde las remotas explicaciones que para remotas
guerras y batallas tiene en mero aunque nunca sencillo argumento de la
meteorología, hasta otros motivos de carácter netamente psicológico, y por ende
mucho más complicados de entender, cuando no, lo confieso, de explicar, lo
cierto es que el verano, y en especial el mes de julio, tienen un vínculo
mágico con las rebeliones.
Desde el Golpe de
Estado de 1936, hasta la propia Operación
Valquiria , (a
la que dedicamos hoy nuestro tiempo), pasando por algunos de los más bellos y
emotivos pasajes de guerras tan épicas como utópicas, entre las que podemos
extractar momentos de las confrontaciones Médicas
o Púnicas, lo cierto es que julio, con sus especiales connotaciones,
esenciales en todos los términos, e inexorables en el plano de lo humano, ha
guardado siempre una especial relación para con el hombre en lo concerniente al
desarrollo de episodios como los que hoy, un día más, traemos a colación.
Por ello, llegado el siempre complicado momento de la decisión,
hemos de decir que hoy, inmersos como estamos en el “Año Wagner”, resulta tarea casi incondicional referir nuestras
reflexiones a la Operación Valkiria. Y más concretamente hacerlo desde el punto de
vista de un revisionismo no estoicamente centrado en las motivaciones
materiales que pudieron llevar a Stauffernberg
hasta El Nido del Águila, y
depositar allí bajo la mesa de mapas el maletín con los explosivos. Nos
referimos realmente a las otras implicaciones, a las semióticas y psicológicas
que resultan imprescindibles a la hora de tratar de encuadrar el escenario a
partir del cual resulta meramente comprensible el que un país entero (lo que
supone mucho más que una simple suma de individualidades), puedan abrazar a la
postre que hacer suyas, ideas y disquisiciones como las que desarrolló el Fürher.
Disquisiciones, locuras para unos. Planteamientos posibles,
incluso dignos de tener en cuenta para otros. Lo cierto es que el más bien escueto bagaje moral desde el
que se puede preconizar el mensaje de HÍTLER,
sobre todo a partir de la publicación de sus misérrimos escritos
(calificativo éste que hace solo mención a la valía axiológica de los mismos,
toda vez que él mismo osó atribuirse tal capacidad); nos lleva no obstante a
acudir paralelamente al estudio del informe que, emitido por el director de la
Academia de Bellas Artes de Berlín, impidió el acceso de éste a la mencionadas
institución: “Incapacidad manifiesta para
reconocer la realidad, más allá de su interpretación (…) cabezas grandes y
desproporcionadas respecto del resto del cuerpo.”
Realidad e Interpretación. Dos conceptos complicados, máxime
para alguien con las concepciones de un HÍTLER
que desde muy pequeño, allí en Austria, cuando todavía recibía con sosiego
las consideraciones de su madre y de sus hermanas, ya creía que soñaba con su
futuro, y con su obligación de cambiar la realidad. Aunque
para ello tuviera que demostrarle a la a veces caprichosa realidad la necesidad
imperiosa del mencionado cambio.
Realidad e interpretación, en este caso macabro binomio,
cuando sirve para justificar no ya las tropelías de un loco, sino que justifica
la necesidad de esas tropelías porque, dejando de lado la realidad, como tantas
y tantas veces hará el Movimiento
Nacionalsocialista, ¿Qué necesitamos para la interpretación?
Pues precisamente, un artista. Pero no bastará un artista
cualquiera. Tiene que tratarse de un artista especial. De alguien que, además
de dedicarse al desarrollo de alguna de las formas de arte cuyo resultado
emociona, toca la fibra sensible; lo haga además con una sensibilidad que no
pueda dejar a nadie indiferente. Porque precisamente de eso se trata. Si el
Movimiento Nazi es del todo incapaz de explicar sus principios e incluso su
metodología acudiendo a vías racionales, sin duda es porque la vía que ha de
ser explorada pasa de forma ineludible por la emotividad.
Y entonces, surgiendo de la nada, como si siempre hubiera
estado ahí, surge Richard Wagner.
Parece WAGNER verdaderamente la consumación perfecta de
todas las respuestas a las preguntas que al respecto habían quitado el sueño a
HÍTLER durante meses. Un verdadero alemán, versado en las cuestiones
importantes, alejado de cualquier duda o sospecha calamitosa. ¡Pero si hasta
cumple con el lema no escrito de no estar vinculado a alguna de las artes plásticas platónicas del Fürher,
evitando con ello peleas innecesarias.
Sin embargo, lo que hará poco menos que inevitable la
asociación entre el controvertido músico y el carismático embaucador, pasa
precisamente por el elemento común entre ambos, la certeza de pesar que
Alemania no ocupa el lugar que se merece.
WAGNER y HÍTLER comulgan en un principio capital, el que procede de saber que su querida
Alemania no hace gala del sitio que merece a la hora de constatar el lugar
desde el que la Historia habrá de juzgarla. Y lo que es peor, ambos comparten
también la certeza de que semejante hecho se debe a que una entidad secreta, o cuando menos
desconocida para la mayoría de las personas, se ha confabulado en pos de que
semejante hecho siga siendo así durante el mayor tiempo posible.
Esto es así, y el hecho de que las fuentes de las que
proceden semejantes revelaciones difieran
radicalmente en uno y en el otro, no es óbice para cuestionar ni la fuerza de
las convicciones, ni la predisposición y franca certeza que espoleará las
conductas que les sean coherentes.
Nada es por casualidad. Semejante afirmación, rotunda y por
ende peligrosa en la mayoría de las ocasiones, adquiere no obstante patente de
naturaleza indiscutible a la hora de analizar los principios que regulan la
pasión que une a estos dos hombres.
Y es que ni HÍTLER podía soñar con alguien distinto de
WAGNER, ni WAGNER podía llegar a imaginar la presencia integral de alguien que
no fuera el propio HÍTLER.
Creador del concepto de Obra
Total, Richard WAGNER desarrolla de manera previa e intuitiva el catálogo
de recursos escénicos al que HÍTLER acudirá presto. Convencido además de que el
simple hecho de que el mencionado catálogo exista, lo dota de una especie de valía intrínseca. Es así que la
existencia de WAGNER, o más concretamente la existencia de su obra, justifica
cuando no hace necesarias tanto la existencia de HÍTLER, como la de la macabra
obra que éste se dispone a desarrollar.
Obra total es un concepto tan magno como basto.
Desconocido no tanto por original, como sí por lo innovador que supone, desde
sus propios principios constitutivos. De ahí que la constatación de la
incapacidad de ejercicio del mismo ateniéndonos al uso de los medios
existentes, nos conduzca de manera inexorable a la franca superación de los
límites que éstos constituyen, creando para ello una nueva realidad.
La anterior afirmación, en desambiguación, resulta del todo
eficaz para explicar principios y líneas-marco correspondientes a los dos
protagonistas. Y la mencionada desambiguación resulta rápidamente muy difícil.
Surge así, como cuestión de procedimiento expuesta a los
parámetros antes aludidos, el concepto de Música
Programática. Es un concepto no musical, al menos no en primera instancia.
Se trata de una concepción de la música como instrumento sometido a los
designios de un fin superior. Un fin desconocido, en tanto que solo intuido, y
del que en la mayoría de ocasiones solo podemos intuir, y vagamente, sus
resultados. De ahí que la música se mitifique, en sí misma, promoviéndose desde
un campo cercano a lo mítico. La Música cerca de la religión, y no solo como
medio para expresar ésta.
Es el abrazo profundo
con lo mítico. Pero un abrazo integrador, íntimo, revelador y definitivo.
Un abrazo que, a título estrictamente procedimental, revela a ambos
protagonistas su mutua condición de eruditos, cuando no de profetas. En el
tiempo que les ha tocado vivir los términos pueden sufrir constatación de
ósmosis: ambos saben que primero serán víctimas del escarnio, quién sabe si de
la inmolación para luego, con el tiempo,
ser objeto de franca adoración.
WAGNER y HÍTLER, dos figuras sin las que resulta posible
explicar el siglo XX.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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