sábado, 29 de junio de 2013

QUINIENTOS AÑOS DE MAQUIAVELO, Y DE LA REVOLUCION CONCEPTUAL QUE ESCONDE “EL PRÍNCIPE”.

Escasas, muy escasas son las ocasiones que se han presentado con anterioridad, en las que de manera tan sutil, a la par que evidente, ha sido posible constatar sin el menor género de dudas la correlación entre un hombre, su obra y su época.
Sin que quede ocasión alguna para volver a rememorar una vez más el silogismo en base al cual hemos constatado una vez tras otra la relación que existe entre contexto situacional o político en el que se mueve el autor, y grado de referencias al mismo en el seno de su obra, ya sea mediante corolario conceptual, o velada crítica; lo cierto es que muy pocos, habríamos de remontarnos probablemente al Decamerón y por ende a Bocaccio, para encontrarnos más o menos de frente con otra obra tan bien trazada, a la par que tan revolucionaria e innovadora.

¿Cómo puede ser entonces que Maquiavelo y su El Príncipe puedan ser a la vez obra y hombre revolucionarios, a la par que por ende participan de su tiempo? Pues precisamente porque la época de Maquiavelo es, constituye de forma explícita, la vida imagen de los periodos de cambio, que no transitorios.

Tiene lugar así la cita con la vida de Maquiavelo, precisamente en el periodo que va de la segunda mitad del siglo XV, al primer cuarto del XVI.
Periodo interesante, enorme y magnífico, reúne en cualquier caso y por sí mismo, substancia suficiente como para no verse reducido al sufrir los efectos propios de haber de arrastrar calificativos propensos a lo desdeñoso, como pueden ser el de periodo transitorio.
Constituye en sí mismo, y a poco que se le dedique la ínfima parte del tiempo que en realidad se merece este periodo; un momento álgido de la Historia no ya solo del puzzle italiano, sino por supuesto de la Historia de Europa.
Momento de marcadas renovaciones en Política, de magníficas condiciones en Arte, de radicales innovaciones en Economía, podemos afirmar sin el menor género de dudas que nos hallamos implícitamente sumergidos en las mimbres del Humanismo Italiano.

La gravedad de lo afirmado, nos obliga, más por responsabilidad que por necesidad, a apoyar en el la lectura contextualizada la veracidad de lo apremiado.
Italia se ve inmersa, no ya como toda Europa sino que tal vez más acuciada por su propia idiosincrasia, en un instante de franca revolución que hunde la raíz de su existencia en la esencia de los factores que han motivado la crisis bajo-medieval, que parte fundamentalmente, de la imprescindible renovación que necesita tanto el ideal de la  monarquía, como el de los vínculos que ésta guarda para con sus súbditos.

Podemos pues, ubicar nuestro discurso definitivamente en el de los parámetros propios a la constatación del colapso definitiva del Modelo Medieval. La magnificencia del comentario merece como es lógico, un paseo que a título de constatación nos describa el estado en el que están, o en cualquier caso han quedado, los parámetros estructurales del extinto modelo, sobre los cuales habrán de ser colocados, indefectiblemente los del nuevo modelo.
Es así que en términos económicos, los viejos protocolos de presura, que proveían de tierra como elemento material en el que desarrollar la labor agropecuaria; se han hundido del todo. Las certezas, convicciones y por supuesto también los problemas, que han constituido la savia que regaba el modelo medieval, son ahora papel mojado.
No queda así ni un reducto, ni un vestigio donde poder celebrar con mayor o menor pasión las discusiones que por ejemplo protagonizaron en otros lugares los leales miembros del Honrado Consejo de la Mesta; lugar en el que se ofrecía oído a los múltiples y consuetudinarios conflictos que se ofrecían entre los propietarios de los ingentes rebaños de oveja trashumante los cuales, en su continuo ir y venir, destruían a su paso campos y cuando no cosechas.
Tampoco hay un segundo, ni mucho menos se concede, al sempiterno debate que se abre a raíz de los múltiples problemas que se descubren en forma de continuados periodos de malas cosechas, las cuales son elemento de difusión inequívoca de dramas en forma de hambrunas y enfermedades; y las cuales tienen su origen unas veces en causas excusadas, como pueden ser los periodos climáticos adversos; aunque en otros casos obedecen a causas mucho más terrenales, como la ausencia de innovación tecnológica, o la nula inversión.

Tenemos más bien al contrario, un modelo económico incipiente en cual hunde inexorablemente su esencia en el modelo social que le es propio, modelo al que determina, define y a la par consolida,  escondiendo en realidad un interés de sometimiento mediante la continua manipulación, destinado como no puede ser de otra manera, a promover su propia mejora, cuando no la mera supervivencia lograda en aquéllos donde otros sucumbieron.
Es un modelo neta y abiertamente comercial. Pero no, por el contrario, un modelo amparado en el excedente. Es éste como se sabe, el resultado cuantitativo de la existencia de una sobra respecto de lo producido para con lo necesitado, cuya existencia en lo más básico nos sirve para dar por superada la economía de subsistencia, para dar la bienvenida con ilusión al nuevo periodo de mercado, preludio, cómo no considerarlo, del Capitalismo.
Pero tal y como se puede constatar, no se trata de un excedente accidental. Ni siquiera de un excedente producido de manera secundaria. Se trata por el contrario de un excedente primario, que viola las normas de rectitud conceptual en tanto que el mismo no constituye una sobra, sino que más bien responde desde el primero hasta el último de sus gramos (constatándose en tal hecho la novedad) a una toma de medidas productivas destinadas a lograr su existencia, manifestando su constatación.
Se trata pues, de un excedente artificial, absoluta y totalmente manufacturado. Semejante hecho, o más concretamente la comprensión de las implicaciones que tiene, sirve de manera ejemplar para comprender la magnitud de los cambios a los que hacemos alusión.

Se trata de un proceso tan revolucionario, que inexorablemente lleva a saltar por los aires las estructuras sociales propias del medievo.
Por un lado, el campo, como unidad básica de control y dominio, se ve súbitamente superado por el auge y la recuperación de las ciudades las cuales, presas de la desazón que sobre ellas se cernía desde la Peste Negra de 1348, que las había hundido en el ostracismo, llevándolas simbólicamente a la desaparición.
Sin embargo son las propias ciudades, y en especial las estructuras sociales que les son propias; las que se convierten en el lugar idóneo en el que llevar a cabo el si se quiere experimento social del que será el Renacimiento Italiano, experimento que luego se verá reflotado y modificado por toda Europa, en forma del conocido Humanismo Italiano. Un Humanismo que por definición esencial abandona como por otro lado no podía ser de otra manera, las eternas cadenas que al desarrollo colocan las pasiones religiosas. Por el contrario, o quién sabe si como catalizador interesado, tiene lugar en esta época la acuñación del florín, primera moneda totalmente acuñada en oro, y que prontamente se convierte en la referencia a la que volverá sus miras cualquier germen de actividad económica.

Emergen pues las ciudades, y con ellas sus marcos, incluyendo los gremios. Son estos en realidad, y una vez superados sus condicionamientos estructurales y de gestión, núcleos de desarrollo y mando perfectamente organizados que funcionan por otro lado como realidades perfectamente engrasadas.
La constatación de tales hechos, unido a su predisposición para llevar a cabo cuantas maniobras sean necesarias para garantizar, por ejemplo, la estabilidad de las estructuras de la ciudad en el caso de que éstas corrieran alguna clase de peligro; pronto sitúan a los gremios en una posición de partida netamente envidiable de cara a promover o concitarse como las estructuras destinadas a mantener el orden frente a cualquier situación que lo cuestione.
Y tanto es así que, cuando las envejecidas estructuras del bajo medievo se ven incapaces para seguir abordando de manera coherente la supervivencia de un modelo que hace tiempo que colapsó; los gremios, en principio destinados a ser la salvaguarda efectiva de éstos mismos modelos, se muestran por el contrario como los verdaderos agentes activos propensos a desarrollar de forma tremendamente eficaz toda una serie de medidas que se muestran tan exitosas que acabaron por superar la mejor de las expectativas que al respecto se podían albergar, convirtiéndose de facto en los que pasaron a empuñar el simbólico cetro del poder, amparando en el práctico control de todas las estructuras reales en las que puede traducirse el ejercicio del mencionado poder.

Surge así toda una suerte de ciudades estado, término que en Historia no obstante no participa de demasiada aceptación, que en todo caso se convierten en la antesala de la confabulación que por otra parte dará forma a los nuevos modelos no solo de sociedad, sino especialmente de las especiales connotaciones que a partir de ahora habrán de regular las relaciones entre súbdito y monarca.
Porque será precisamente desde la amenaza que supone la aparición de pequeñas repúblicas que es de facto hacia lo que transitan las mal llamadas ciudades estado, lo que obliga a las monarquías a comprender que los tiempos de relación feudal acuñada desde la alargada sombra del término vasallo, tocan a su fin.
Se tiende ahora a una nueva realidad, en la que el monarca no solo ha de aspirar a mantener el poder, sino que éste se verá o no consolidado en la medida en que la tenencia y demostración de toda una serie de cualidades y habilidades, pondrán de manifiesto la valía del monarca para ser merecedor de la confianza del súbdito.

He ahí, a los ojos de cualquier observador atento, la esencia que nos permite constatar en su época, la esencia del nacimiento del Estado Moderno, y en Maquiavelo a uno de sus testigos y cronistas sin duda más destacados.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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