Escasas, muy escasas son las ocasiones que se han presentado
con anterioridad, en las que de manera tan sutil, a la par que evidente, ha
sido posible constatar sin el menor género de dudas la correlación entre un
hombre, su obra y su época.
Sin que quede ocasión alguna para volver a rememorar una vez
más el silogismo en base al cual hemos constatado una vez tras otra la relación
que existe entre contexto situacional o político en el que se mueve el autor, y
grado de referencias al mismo en el seno de su obra, ya sea mediante corolario
conceptual, o velada crítica; lo cierto es que muy pocos, habríamos de
remontarnos probablemente al Decamerón y
por ende a Bocaccio, para
encontrarnos más o menos de frente con otra obra tan bien trazada, a la par que
tan revolucionaria e innovadora.
¿Cómo puede ser entonces que Maquiavelo y su El Príncipe puedan ser a la vez obra y
hombre revolucionarios, a la par que por ende participan de su tiempo? Pues
precisamente porque la época de Maquiavelo es, constituye de forma explícita,
la vida imagen de los periodos de cambio, que no transitorios.
Tiene lugar así la cita con la vida de Maquiavelo,
precisamente en el periodo que va de la segunda mitad del siglo XV, al primer
cuarto del XVI.
Periodo interesante, enorme y magnífico, reúne en cualquier
caso y por sí mismo, substancia suficiente como para no verse reducido al
sufrir los efectos propios de haber de arrastrar calificativos propensos a lo
desdeñoso, como pueden ser el de periodo
transitorio.
Constituye en sí mismo, y a poco que se le dedique la ínfima
parte del tiempo que en realidad se merece este periodo; un momento álgido de
la Historia no ya solo del puzzle italiano, sino por supuesto de la Historia de
Europa.
Momento de marcadas renovaciones en Política, de magníficas
condiciones en Arte, de radicales innovaciones en Economía, podemos afirmar sin
el menor género de dudas que nos hallamos implícitamente sumergidos en las
mimbres del Humanismo Italiano.
La gravedad de lo afirmado, nos obliga, más por
responsabilidad que por necesidad, a apoyar en el la lectura contextualizada la
veracidad de lo apremiado.
Italia se ve inmersa, no ya como toda Europa sino que tal
vez más acuciada por su propia idiosincrasia, en un instante de franca revolución
que hunde la raíz de su existencia en la esencia de los factores que han motivado
la crisis bajo-medieval, que parte fundamentalmente, de la imprescindible
renovación que necesita tanto el ideal de la
monarquía, como el de los vínculos que ésta guarda para con sus súbditos.
Podemos pues, ubicar nuestro discurso definitivamente en el
de los parámetros propios a la constatación del colapso definitiva del Modelo Medieval. La magnificencia del
comentario merece como es lógico, un paseo que a título de constatación nos
describa el estado en el que están, o en cualquier caso han quedado, los parámetros
estructurales del extinto modelo, sobre los cuales habrán de ser colocados,
indefectiblemente los del nuevo modelo.
Es así que en términos económicos, los viejos protocolos de
presura, que proveían de tierra como elemento material en el que desarrollar la
labor agropecuaria; se han hundido del todo. Las certezas, convicciones y por
supuesto también los problemas, que han constituido la savia que regaba el
modelo medieval, son ahora papel mojado.
No queda así ni un reducto, ni un vestigio donde poder
celebrar con mayor o menor pasión las discusiones que por ejemplo
protagonizaron en otros lugares los leales miembros del Honrado Consejo de la
Mesta; lugar en el que se ofrecía oído a los múltiples y consuetudinarios
conflictos que se ofrecían entre los propietarios de los ingentes rebaños de
oveja trashumante los cuales, en su continuo ir y venir, destruían a su paso campos y cuando no cosechas.
Tampoco hay un segundo, ni mucho menos se concede, al
sempiterno debate que se abre a raíz de los múltiples problemas que se
descubren en forma de continuados periodos de malas cosechas, las cuales son
elemento de difusión inequívoca de dramas en forma de hambrunas y enfermedades;
y las cuales tienen su origen unas veces en causas excusadas, como pueden ser
los periodos climáticos adversos; aunque en otros casos obedecen a causas mucho
más terrenales, como la ausencia de innovación tecnológica, o la nula inversión.
Tenemos más bien al contrario, un modelo económico
incipiente en cual hunde inexorablemente su esencia en el modelo social que le
es propio, modelo al que determina, define y a la par consolida, escondiendo en realidad un interés de
sometimiento mediante la continua manipulación, destinado como no puede ser de
otra manera, a promover su propia mejora, cuando no la mera supervivencia
lograda en aquéllos donde otros sucumbieron.
Es un modelo neta y abiertamente comercial. Pero no, por el
contrario, un modelo amparado en el excedente.
Es éste como se sabe, el resultado cuantitativo de la existencia de una
sobra respecto de lo producido para con lo necesitado, cuya existencia en lo más
básico nos sirve para dar por superada la economía
de subsistencia, para dar la bienvenida con ilusión al nuevo periodo de
mercado, preludio, cómo no considerarlo, del Capitalismo.
Pero tal y como se puede constatar, no se trata de un
excedente accidental. Ni siquiera de un excedente producido de manera
secundaria. Se trata por el contrario de un excedente primario, que viola las
normas de rectitud conceptual en tanto que el mismo no constituye una sobra,
sino que más bien responde desde el primero hasta el último de sus gramos
(constatándose en tal hecho la novedad) a una toma de medidas productivas
destinadas a lograr su existencia, manifestando su constatación.
Se trata pues, de un excedente artificial, absoluta y
totalmente manufacturado. Semejante hecho, o más concretamente la comprensión
de las implicaciones que tiene, sirve de manera ejemplar para comprender la
magnitud de los cambios a los que hacemos alusión.
Se trata de un proceso tan revolucionario, que
inexorablemente lleva a saltar por los aires las estructuras sociales propias
del medievo.
Por un lado, el campo, como unidad básica de control y
dominio, se ve súbitamente superado por el auge y la recuperación de las
ciudades las cuales, presas de la desazón que sobre ellas se cernía desde la Peste
Negra de 1348, que
las había hundido en el ostracismo, llevándolas simbólicamente a la desaparición.
Sin embargo son las propias ciudades, y en especial las
estructuras sociales que les son propias; las que se convierten en el lugar idóneo
en el que llevar a cabo el si se quiere experimento
social del que será el Renacimiento Italiano, experimento que luego se verá
reflotado y modificado por toda Europa, en forma del conocido Humanismo Italiano. Un Humanismo que por
definición esencial abandona como por otro lado no podía ser de otra manera,
las eternas cadenas que al desarrollo colocan las pasiones religiosas. Por el
contrario, o quién sabe si como catalizador interesado, tiene lugar en esta época
la acuñación del florín, primera
moneda totalmente acuñada en oro, y que prontamente se convierte en la
referencia a la que volverá sus miras cualquier germen de actividad económica.
Emergen pues las ciudades, y con ellas sus marcos,
incluyendo los gremios. Son estos en
realidad, y una vez superados sus condicionamientos estructurales y de gestión,
núcleos de desarrollo y mando perfectamente organizados que funcionan por otro
lado como realidades perfectamente engrasadas.
La constatación de tales hechos, unido a su predisposición para
llevar a cabo cuantas maniobras sean necesarias para garantizar, por ejemplo,
la estabilidad de las estructuras de la ciudad en el caso de que éstas
corrieran alguna clase de peligro; pronto sitúan a los gremios en una posición
de partida netamente envidiable de cara a promover o concitarse como las estructuras
destinadas a mantener el orden frente a cualquier situación que lo cuestione.
Y tanto es así que, cuando las envejecidas estructuras del
bajo medievo se ven incapaces para seguir abordando de manera coherente la
supervivencia de un modelo que hace tiempo que colapsó; los gremios, en
principio destinados a ser la salvaguarda efectiva de éstos mismos modelos, se
muestran por el contrario como los verdaderos agentes activos propensos a
desarrollar de forma tremendamente eficaz toda una serie de medidas que se
muestran tan exitosas que acabaron por superar la mejor de las expectativas que
al respecto se podían albergar, convirtiéndose de facto en los que pasaron a
empuñar el simbólico cetro del poder, amparando en el práctico control de todas
las estructuras reales en las que puede traducirse el ejercicio del mencionado
poder.
Surge así toda una suerte de ciudades estado, término que en Historia no obstante no participa
de demasiada aceptación, que en todo caso se convierten en la antesala de la
confabulación que por otra parte dará forma a los nuevos modelos no solo de
sociedad, sino especialmente de las especiales connotaciones que a partir de
ahora habrán de regular las relaciones entre súbdito y monarca.
Porque será precisamente desde la amenaza que supone la
aparición de pequeñas repúblicas que
es de facto hacia lo que transitan las mal llamadas ciudades estado, lo que obliga a las monarquías a comprender que
los tiempos de relación feudal acuñada desde la alargada sombra del término
vasallo, tocan a su fin.
Se tiende ahora a una nueva realidad, en la que el monarca
no solo ha de aspirar a mantener el poder, sino que éste se verá o no
consolidado en la medida en que la tenencia y demostración de toda una serie de
cualidades y habilidades, pondrán de manifiesto la valía del monarca para ser
merecedor de la confianza del súbdito.
He ahí, a los ojos de cualquier observador atento, la
esencia que nos permite constatar en su época, la esencia del nacimiento del
Estado Moderno, y en Maquiavelo a uno de sus testigos y cronistas sin duda más
destacados.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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