Son las tres horas y quince minutos de la madrugada del 22
de junio de 1941. El tren que una Moscú con Berlín, acaba de traspasar la frontera. A una orden,
ciento setenta divisiones alemanas se lanzan a la carrera hacia la que sin duda
constituye una de las acciones militares más increíbles de la historia bélica
de la humanidad.
Mucho hay que profundizar sin duda, en la tantas veces
tortuosa marea en la que se convierte a menudo la historia, para encontrarnos
con otro acontecimiento tan controvertido en términos estratégicos, como sin
duda inevitable en otros términos, por ejemplo en los propiamente históricos
puesto que ¿existe algo tan incondicional, algo que se manifieste de manera tan
evidente a lo largo de los dos últimos siglos, como puede ser el enfrentamiento
real y sin recato, que se da entre Alemania y Rusia, sea cual sea la diferencia
de las acepciones desde las que el mismo se da?
Es así que, un ligero paseo por las estribaciones más
sensibles de por ejemplo finales del siglo XIX, extensibles de manera natural a
principios del XX; resultan suficientes para comprender lo enraizado que en la
impronta de ambas naciones, se halla el mencionado sentimiento de recelo.
Como en toda relación de este tipo, que se precie de serlo,
las mutuas manifestaciones de lo que podríamos definir desde la dialéctica del amor-odio; un observador imparcial
podría sin gran esfuerzo encontrar múltiples evidencias de este tipo. Así, en
el colmo de la evidencia, y eso sí, sin rechazar en el esfuerzo ni por un
instante la posibilidad de ser malos, podríamos
llegar a decir que ambas naciones llevan en la impronta de su mismísima
existencia, la consecuencia cuando no abiertamente la causa, de la acción del
otro, del enemigo, del adversario.
Así, cuando la Dinastía BISMARCK pone en marcha los procederes destinados
a lograr en Prusia, lo que PERICLES lograra casi dos milenios antes en Grecia (
agrupar a las desmandadas naciones que en este caso conformaban Prusia, para
lograr lo que llamaremos a partir de entonces el moderno estado alemán), lo cierto es que una de las esencias
fundamentales que se encuentra permanentemente presente, y que a la sazón se
refiere de manera maravillosa de cara a salvar cuantas dificultades sin duda se
dieron antes de lograr el maravilloso resultado final; pasa sin duda por la constatación
efectiva de la existencia del gran perro
con uñas y colmillos afilados, que espera en la frontera oriental.
Y si para la Alemania
de Bismarck Rusia es un excelente aliado conceptual, ¿qué decir para la Rusia de los Zares?
Si en ningún momento semejante cuestión es discutible, ésta
sin duda adquiere mayor relevancia en el perímetro cronológico y conceptual que
antecede a la Gran Guerra de 1914.
Así, en términos congénitos, y como resulta fácilmente
constatable, la estructura de gradiente político, social e incluso cultural que
sustenta a las naciones, que todavía ni con mucho a los estados; está
definitivamente agotada.
Los modelos económicos que rigen, cuando no desencadenan,
las acciones sociales; son marcadamente arcaicos, e inexorablemente insuficientes.
Se trata, sin ambages, de un colapso estructural de modelos.
Sobreviviendo de manera incomprensible para cualquiera que
no participe del mismo desde dentro, el modelo cuasi feudal que rige el la todavía Rusia , se
retroalimente a sí mismo mediante la constatación de dos certezas aparentemente
tan precisas, como imposibles de comprender para cualquiera que vida al oeste
del mismo Moscú. Por un lado, la perfección de la concepción y existencia de la
inexorable figura del Zar. Por el otro, el ancestral miedo a Alemania. El
eterno enemigo justifica la existencia de su rival.
Pero mientras Europa, mal que bien, más mal que bien como
demuestra la mera existencia de la Guerra
del 14, capea el temporal, otros como la Rusia se niegan a considerar ni tan
siquiera la necesidad del cambio.
Así el zarismo, como
muestra indolente de recesión conceptual,
pervive de manera aparentemente inviolable, sometiendo a consideración los
más básicos principios de la teoría conceptual evolutiva la cual, aplicada en
base a las concepciones sociales, hace años que ha recomendado la superación
del sistema, mediante la imprescindible revolución.
Y es aquí donde la insigne paradoja ya manifestada, alcanza
el grado de constatación ya que, no es otra cosa que el miedo infundido por el Zar a toda muestra externa, miedo que se
materializa de forma concisa en “el perro alemán”, por otro lado siempre
dispuesto a morder, será
precisamente lo que permita cuando no incluso lleve a considerar
imprescindible, la existencia del propio Zar, y de su teoría.
Como no puede ser de otra manera, ambas estructuras
comparten así destino, de manera que el abandono por parte de la Rusia de la I Guerra Mundial ,
traerá aparejados resultados insoportables para la estructura que como decimos
se ampara tanto en el miedo existencial, como en el inducido.
La inevitable revolución, asociada a los desplazamientos conceptuales que tendrán
en la desaparición incluso física de la Familia Imperial su máximo exponente, sirven como constatación eficaz de lo necesariamente
radical que habían de ser no ya los cambios, sino incluso sus protocolos, con
el ánimo de resultar eficaces.
Pero si el fin de la guerra resulta insatisfactorio para
ambos, basta con echar un vistazo a las consecuencias prácticas del Tratado de Versalles, en el caso
concreto de Alemania; lo cierto es que al igual no solo no detiene, sino que a
lo sumo prorroga, la inevitable cita en pos de la destrucción del otro, que la
historia tiene reservada para ambos.
Por eso, cuando en 1939 HÍTLER y STALIN firman el tratado de
no agresión que pone definitivamente a Europa en el disparadero, y que en
realidad supondrá una declaración de guerra en sí misma casi de la misma
intensidad que la propia invasión de Polonia el uno de septiembre, lo cierto es
que la misma incredulidad que recorre Europa en relación al mencionado tratado,
y que lleva a Reino Unido a declarar la guerra a Alemania, será la misma que en
realidad une a los dos firmantes.
En términos estratégicos la situación es la misma que en
1913. Alemania no puede dedicarse a Francia, si tiene que dedicar parte de su
atención, y lo que es peor, de su ejército, a protegerse de la sempiterna
amenaza que supone la excepcional capacidad de movilización Rusa, capaz de poner en danza a seis millones de
soldados antes del anochecer.
Si en la guerra del catorce la propia idiosincrasia de la
persona del Zar había sido el yugo que había sujetado al ejército ruso, con los resultados que de nuevo la historia nos
permite identificar; lo cierto es que ahora nada puede hacer presagiar que ni
de lejos alguien como Stalin se halle en predisposición de tomar una decisión
parecida.
Por ello que la diplomacia ha de vestirse de estrategia, y
ponerse de manera desconocida en un primer plano, convirtiendo aquél pacto de
no agresión que se firma en 1939, en una de las mentiras más festejadas de la
Historia, a la par que en una de las que peores consecuencias tendrá entre
elementos extraordinarios a los directamente implicados (véase por ejemplo los
efectos que tendrá en el propio Reino Unido, donde la pasividad del por
entonces presidente, traerá aparejada la dilapidación de su prestigio político,
constatando los primeros éxitos como estadista de Churchill.
Pero lejos de necesitar aditamentos externos, lo cierto es
que por sí mismo el tratado constituía
por sí solo, material con el suficiente interés como para preocupar, como luego
quedó patente, al mundo entero.
Así, las columnas acorazadas de la Panzer.División asolaron Europa, demostrando de paso la valía de
las teorías que al respecto de la guerra
acorazada habían sido enunciadas de manera brillante por Heinz GUDERIAN.
A la par, las columnas y divisiones de los IV, V y VI
ejércitos, redefinían los parámetros desde los que había sido definido el
concepto de paseo militar.
Dos cosas quedaban a esas alturas claras. Primero, que
aquéllos que habían sido vencedores de la I Guerra Mundial ,
habían puesto demasiadas esperanzas en el Tratado de Versalles. Segundo, la
proporción en la que
Alemania había bordeado,
si no burlado, los parámetros del mencionado Tratado.
Pero lo cierto es que nada de todo esto tiene demasiada
relevancia una vez constatamos los respectivos estados en los que se hallan los
países involucrados en la guerra, a principios de 1941.
En términos generales, el fulgurante avance de la Werhmacht que durante los primeros meses
de la guerra ha impresionado a los países que lo han sufrido, casi con la misma
intensidad con la que ha ultrajado a sus ejércitos; se ha detenido, hasta el
punto de que la conflagración amenaza con asentarse en una guerra de trincheras con los frentes estabilizados a la que nadie,
cada uno por sus motivos, quiere llegar.
Es entonces cuando un problema
de intendencia, el mismo que GUDERIAN expuso como el único proclive a desmontar tan hermosa teoría, amenaza no ya con
tumbar la teoría, sino más bien con arruinar los deseos de expansión arios.
Efectivamente, la guerra relámpago necesita
de los Panzer, y estos a su vez necesitan de combustible.
Es entonces cuando los campos de trigo de las llanuras rusas,
así como especialmente sus campos y reservas petrolíferas, se convierten en el objeto de deseo de Hítler.
Justo un mes antes del comienzo de la “Operación Barbarroja ”;
SORGE, un magnífico espía checo que actúa como doble agente destacado en Tokio,
informa al propio Stalin de las condiciones exactas, incluso con el número de
divisiones, que efectuarán el ataque. Pero Stalin no le cree, más bien no está en condiciones de creerle.
Las circunstancias que le llevaron a firmar el pacto de 1939, concretamente la
evidente constatación de la ruina técnica en la que se halla su ejercito; no
solo no ha sido resuelta, sino que en una especie de infantilismo, se ha creído
los parámetros del propio pacto, lo que se traduce en que no ha hecho nada para
solventar esas carencias técnicas.
Una vez más la máquina
de guerra soviética habrá de solventar con hombres lo que su carencia en
materia de tecnología no pueda salvar. De nuevo la impía señal de los seis
millones de hombres adquiere su máxima relevancia.
En la madrugada del 22 de junio de 1941 comienza la invasión. Como
ocurriera con Napoleón, ni una sola ciudad importante será efectivamente
tomada.
El episodio del VI ejército en Stalingrado merece trato
aparte.
Lo cierto es que, una vez más, el principio del fin resultará
después, al amparo de la perspectiva histórica, perfectamente identificable.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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