«Se han vuelto ahora
más entendidos y más aficionados al arte de la pintura que antes, en modo
inimaginable. y en esta ciudad en cuanto hay algo que vale la pena se lo
apropia el rey pagándolo muy bien; y siguiendo su ejemplo, el Almirante don
Luis de Haro y muchos otros también se han lanzado a coleccionar»
De semejante guisa se expresa en una carta de la época, el
embajador inglés. Enviada en 1638 a Londres, de la mencionada podemos extractar
no ya solo la certeza del innegable y a
todas luces selecto gusto del monarca por todas las diversas manifestaciones
del Arte, en especial por la Pintura, sino que yendo mucho más allá, aunque
sin ser pretenciosos, podemos de igual o parecida manera llegar a conclusiones
en relación a los elementos suficientes para confeccionar ideas en relación a
una personalidad, en contra de lo que se ha tratado de defender, para nada
débil, ni sujeta a las calumnias y manipulaciones procedentes en este caso, de
los más cercanos.
Nace Felipe IV un 8 de abril de 1605, en Valladolid. Será
Rey de España y de Portugal desde el último día de marzo de 1631, hasta su
fallecimiento, acaecido en Madrid el 17 de septiembre de 1665 (de Portugal
dejará de serlo en 1640), protagonizando con ello uno de los tres reinados más
largos de la Historia de España, al extenderse su periodo de vigencia durante
casi 45 años.
Tan largo periodo de tiempo, da sin duda para muchas cosas.
Tal razonamiento, suficiente de por si en caso de acudir tan solo a los criterios
cronológicos, alcanza un valor mucho mayor cuando lo sometemos al efecto de la
perspectiva que proporciona el tratar de estudiarlo en consonancia con el
reinado del que será uno de los elementos más influyentes de la Historia,
dentro de uno de los periodos sin igual dentro
de la Historia, y con acontecimientos cuyas trascendencia superará con mucho la
propia de las fronteras espaciales y temporales de la propia Historia.
Aquél que será conocido como el Rey Planeta, compartirá espacio y tiempo con personajes y episodios
que como decimos, determinarán para siempre la Historia de la Humanidad. Y lo
más importante de todo, lo hará manifestando una humildad y estilo de carácter
sorprendentemente recatado (salvo en lo concerniente al gusto por las corridas
de toros, y el amor por las mujeres); que lejos de estar delimitado por la
excepción religiosa, tendrá en la propia interpretación de la vida, la fuente
de su concepción.
Mas como viene siendo habitual en estos casos, semejante
comportamiento, tanto por lo desusado, como tal vez por lo poco coherente para
con lo que se supone de un monarca como éste, que además tiene bajo su mando la
conformación definitiva de un Estado que lleva más de doscientos años
elaborándose; acaba dando lugar a malentendidos propios de debilidad.
Malentendidos que serán dramáticamente arrastrados por la interpretación histórica, confeccionando a partir de los mismos una
leyenda de rey melifluo y apocado, que
en realidad no tiene nada que ver con la realidad.
Constituye el periodo
de Felipe IV, uno de los más interesantes sin lugar a dudas de los que
configuran el incesante trasiego que le es propio al Siglo XVII europeo.
Momento histórico sin par, el XVII se
convalida en España como un periodo de reorganización marcado sobre todo por la
nueva moral. El periodo anterior, el
que había sido propio de Felipe III, había dejado a España en una delicada
situación en la que la debilidad que en este campo se mostraba en el relajo de las costumbres, alcanzaba a
nivel político cotas mucho más preocupantes en tanto que, por ejemplo, la
concepción de una Política excesivamente apoyada en los validos, había traído como consecuencia el excesivo pronunciamiento de los mismos, a costa
de restar autoridad a la propia Corona, y por ende al Rey.
Por ello, Felipe IV había iniciado una serie de reformas de marcado carácter personal, algunas de
las cuales tuvieron como consecuencia la
caída en desgracia de elementos como el Duque de Lerma, o el Duque de Osuna, personajes
sin cuya participación, los términos en los que se había desarrollado el
periodo anterior habrían sido del todo incomprensibles.
Así, Felipe IV desarrolla una Política Interior
fundamentada, en contra de lo que la visión tradicional interesadamente ha
expuesto, en la sustitución de validos, por ministros auxiliares; quienes
desarrollarán su función siempre bajo los auspicios del monarca.
En parecida displicencia, el Rey desarrollará una
importantísima campaña de autogestión fundamentada en la aceptación previa de
lo inherente a que una vez que el Estado se encuentra absolutamente conformado,
resulta absurdo mantener criterios y acepciones propios de una época que poco a
poco, es evidente se encuentra completamente agotada.
Ante semejante tesitura, resulta sencillo comprender que el
proyecto de España corre el riesgo de agotarse. Así, una vez que los inicios de
España con los Reyes Católicos, han
pasado a la historia, y toda vez que las displicencias que se le permitieron a
un personaje como Felipe II, incluyendo por supuesto su alienación religiosa; no son de aplicación en éste caso; es por lo que Felipe IV se ve
en la complicada tesitura de mantener sin medios, políticos ni económicos, una herencia que si bien le es propia, no lo
es por condicionantes más que ajenos.
Y si bien todo lo acuñado hasta el momento puede ser
sometido a tela de juicio en tanto
que se trata de medidas pertinaces, y por ende subjetivas, la realidad es que
la situación de ruina en la que se hallan las arcas regias convierte en si cabe
todavía más complicado el otrora bello
arte de gobernar España.
No se trata tan solo de que el cese de la entrada de moneda
y metales procedentes del nuevo mundo sea
a todas luces ya un hecho inexcusable. Se trata más bien de que la
imprescindible adopción de medidas internas destinadas a suplir tales
carencias, consistentes como no puede ser de otra manera en el reforzamiento de
unos impuestos que con la época se bonanza se habían relajado; llegando luego a
la creación de impuestos netamente originales, lo cual terminó por ofuscar a
una Nobleza ya de por sí levantisca. He ahí por ejemplo el
problema de Valencia, y no menos en Cataluña, donde Olivares llegó a suspender Las Cortes.
Sin embargo, y a tenor
de todo ello, podemos decir que la aparente pérdida de notoriedad de
España, tuvo su contraprestación en una igualmente
aparente relajación de la
Política Exterior , como siempre referida a nuestra ubicación
respecto de Francia e Inglaterra
El Tratado de
Westfalia en 1643, lleva aparejadas una serie de condiciones que se
traducen en la cesión a Francia de nuestro concepto exterior, hecho que se ve
reforzado con las sucesivas derrotas de nuestros Tercios.
Todo ello, unido a la caída en desgracia del Conde-Duque de
Olivares, nos lleva a una época de gobierno centrado netamente en la figura del
monarca, que es en el caso que nos ocupa, la de mayores aportes.
Es Felipe IV ante todo un Hombre Ilustrado. Amante de las Artes en todas sus acepciones,
reserva una parte del interés de sus
campañas, en pos de la obtención de un importante botín de guerra en forma de
obras de arte. Desde semejante paradigma, controla una enorme colección que
desde entonces se atesorará en el Museo del Prado, y que traerá importantes
consecuencias indirectas para España, algunas del calado de la que hemos
reflejado arriba.
Así, Felipe IV inaugurará en el Rincón de las Zarzas, dentro del espacio destinado a los palacetes,
la interesante costumbre de representar mediante la escenificación obras de
teatro cantado, en la que con el hilo argumentativo general de la comedia, y
alternando partes cantadas, con otras recitativas, se entremezcla una serie
argumental razonada que, con la puesta en práctica de un solo acto, entretiene
al público, evidentemente perteneciente a la corte, en tanto que acompañan al
Rey.
La presencia entre tales, a menudo de personalidades
extranjeras, y mediante el análisis que de las mencionadas representaciones
efectúan; podemos reducir que no se trata de meras Óperas Bufas, sino de un elemento nuevo, original y completo, que
rige de estructura propia.
Tras la plena asunción del hecho, la incorporación neta e
irrefutable de personalidades como Sebastián
DURÓN, o Juan de NEBRA, terminará por dotar de plena vigencia a la criatura.
Podemos decir que ha nacido La Zarzuela.
En contra de lo que en un principio pudiera parecer, durante
el Clasicismo no solo no desaparecerá, sino que incluso llegará a entrar en una
especie de guerra con su hermana mayor. Para
ello, los temas originales, basados en revisiones
de hechos míticos, serán sustituidos por la exposición de elementos
comunes, incluso propiciatorios de la clase popular.
Gracias a ello, la
Zarzuela asume netamente su personalidad definitiva, una personalidad que
la lleva a ser propia todavía hoy.
Luis Jonás VEGAS VELASCO..
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