Nos disponíamos sencillamente a cumplir con el ritual.
En el rincón derecho, con
mucho peso, y con todo el músculo que proporciona la Historia. Vestida
con calzón azul…LA MONARQUÍA.
A la izquierda, supliendo
la falta de masa muscular con ilusión. Vestida con calzón rojo…LA REPÚBLICA.
Parecía, sencillamente, otro combate más. En principio, todo
habría de seguir el protocolo que la tradición
no escrita tenía estipulado. Se trataría, una vez más, de dar espectáculo, en el mejor de los
sentidos. Para ello, intercambiarían unos pocos golpes, de aproximación, ya se
sabe. Pero nada de golpear por debajo de la cinturilla. Vamos ,
que nada de mentar asuntos tales como las
cacerías, las chulerías con hembras “no autóctonas” (se ve que lo de mujeres y bueyes, de tu pueblo los tuvieres,
tampoco va con los regios). Y por
supuesto, nada de hablar de herencias
(para eso El Paladín de Zarzuela se las pinta solo.)
A cambio, porque una negociación no es tal si ambas partes
implicadas no ceden en algo, no se hablaría de caballos, fiascos, ni opiniones de Eruditos varios.
El intercambio de golpes empezó presto. República había de
explotar sus armas. Para ello se movía
presta por todo el cuadrilátero. Había que cansar al oponente, mucho más
entrada en años. Además, el exceso de confianza que presentaba MONARQUÍA se
traducía en un abandono desidioso que ofrecía un atisbo de esperanza a su
rival.
Fue entonces cuando los entendidos comenzaron a ser conscientes
de que aquél no iba a ser un combate como los demás. REPÚBLICA demostró con un
par de golpes certeros, no solo que conocía
el paño,(sin duda había estudiado a su rival).
Poco a poco, el público también se dio cuenta de lo que los
especialistas eran ya sabedores. Las fuerzas estaban equilibradas, tal y como
se traducía del hecho de que los asaltos pasaban, y REPÚBLICA no arrojaba la toalla.
Y fue así que, como ocurre en los casos en los que David se enfrenta a Goliat, que el
público en general, acució sus simpatías por el contrincante débil. Y es así
que los aplausos iniciales, se convirtieron en algunos casos en sonados apoyos
al aspirante al cargo.
Incluso la prensa
especializada olió pronto la posibilidad del premio a la novedad. Mundo ´s y
ABC´s se lanzaron a una frenética carrera destinada a dar la noticia más
espectacular, en el formato más espectacular.
Tan solo uno mantuvo sus Razones
intactas.
Aquello era demasiado. Conscientes del peligro, los organizadores del combate trataron
entonces de deslegitimar el combate en sí mismo. Incluso algunas Vices, por los pasillos llegaron a mostrar su absoluta incredulidad a la hora
de barajar ni tan siquiera la posibilidad de que MONARQUÍA viera amenazada su
autoridad precisamente aquí, en su feudo.
Y fue entonces que, contra todo pronóstico, MONARQUÍA, dio con sus delicados huesos contra la fría
lona. El hecho no respondía a ninguna acción brillante de REPÚBLICA. Se dio
más bien como resultado de un mal gesto. En realidad, fue un traspié
inoportuno.
Uno, Dos, Tres,
Cuatro… MONARQUIA
NO SE MOVÍA.
¡Levántate! ¡Tú puedes! Gritaba desde su rincón HEREDERO,
preso de una excitación hasta entonces para él desconocida.
Siete, Ocho….
Más allá del cinismo, pero
sin por ello dejar de estar embarcados en la ironía, lo cierto es que lo expresado hasta el momento, bien podría
responder, incluso desde su componente caricaturesco,
a la manifestación de otra más de las múltiples paradojas que día a día
recorren la estructura central de la ya para nada joven España.
Siguiendo con las superaciones, no daremos la satisfacción a
nuestros múltiples detractores, de caer en la tentación de ocupar nuestro
reducido espacio, ni mucho menos el valioso tiempo de los que nos leen,
perdiéndonos en aunque verosímiles, a nuestro entender todavía incipientes
relatos de tendencia cuasi anarquistas, que
dirían algunos.
Mas la tentación a la que cederemos gustosos es aquélla en
base a la cual volveremos una vez más a cuestionar la legitimidad moral de una estructura de Gobierno, como es la Monarquía.
Constituye la existencia de monarcas, uno de los factores más depravados y aberrantes que, hoy
por hoy, podemos encontrar dentro de cualquier género o manera de gobernarse
que un Pueblo actual puede llegar a comprender.
Asumir que un determinado individuo, obedeciendo tan solo a
su genética puede y sobre todo ha de
encontrarse dispuesto a gobernar; constituye de por sí toda una aberración. Y
hacer que un pueblo lo asuma, y de buena fe, es, sin lugar a dudas, toda una
depravación.
Es la existencia de un Rey, la más vieja de las formas de
concebir los protocolos por los que una comunidad, cede sus aspiraciones y
deseos, así como los instrumentos que le son propios para conseguirlos; a una
sola persona cuya autoridad, procede al menos a priori, de la concesión reguladora que el para entonces común, ha decidido otorgarle.
Estamos con diferencia, ante la forma más arcaica,
rudimentaria e incipiente, a partir de la que se puede concebir la cesión de
los mencionados poderes, siempre atendiendo a los esquemas que el Siglo XVIII establece.
A protocolos simples, procederes sencillos. Por ello la
Monarquía requiere de quehaceres sencillos. Uno
manda, el resto obedece. Sencillo, fácil, incipiente. No hay que pensar,
por ello no hay lugar para la duda.
De ahí que, por franca
evolución, casi en pos de ratificarse, cuando no de sobrevivir, que la Idea de la monarquía necesita acudir a
otros menesteres si cabe más arraigados, a saber en la tradición.
Es así que, de manera brillante, y de todo menos
sorprendente, el dogma, asociado a su
estado natural, cual es la religión, acude rauda cual paladín salvador, en pos
de los riesgos que la incipiente, aunque no por ello menos autoritaria
institución, puede sufrir.
Y aunque tal asociación tiene en la satisfacción de los
estipendios, su más duro hándicap; no
es menos cierto que de la misma surgirá uno de los binomios más estables a la par que poderosos de cuantos ha conocido
la Humanidad desde que la misma tiene constancia.
En definitiva: ¡Dios salve el Rey!
Es con ello que no se trata de renunciar al debate, mucho
menos de denostarlo. Se trata en realidad de participar de la convicción de que
los principios desde los que el mismo ha sido planteado son perniciosos en sí
mismos.
Superada cualquier regla
de proporcionalidad, desde la que queramos enfocar el debate, lo cierto es
que en cualquier momento, pero si cabe en mayor medida, hoy por hoy, resulta hato
complicado creerse no ya los principios, sino sencillamente el que haya en
realidad alguien capaz de convencer a otro, empleando para ello medios lícitos;
de que una determinada persona tiene derecho en definitiva a imponer su real voluntad a la mayoría, y todo ello
sencillamente porque una aparente Ley
Filogenética así lo establece.
Estamos pues en condiciones de decir que, sin duda, tal
proceder responde a una terminología legalmente intachable.
El debate, hoy por hoy, subyace al hecho de si tal proceder
es, en definitiva, legítimo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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