Porque evidentemente, de eso se trata, de la imprescindible
necesidad de reinventar a los clásicos, toda
vez que revisarlos se convierte, en las actuales fechas más si cabe que en
cualquier otro tiempo, una franca odisea, condenada de antemano al fracaso.
El tiempo pasa, y tal certeza, en la medida en que se
sustenta en la comprobación pragmática, se convierte en sí misma en una
alegría, al constituir la mejor muestra de que, efectivamente estamos vivos.
Sin embargo, no es menos cierto que después de una revisión más detenida, más
pausada si se prefiere, comprobamos no sin sorpresa que, evidentemente, nadie
es, ni volverá a ser, el mismo.
El tiempo pasa, pero por primera vez en mucho tiempo no sólo
somos conscientes de ello, sino que además comprobamos con denodado terror la
aceptable sólo como teoría la otrora certeza según la cual lo hace, a una
velocidad diferente a aquélla a la que una vez le atribuimos la vana ilusión
según la cual lo controlábamos, sencillamente porque creíamos que lo
conocíamos.
Y es así como nos sorprendemos una vez más, asumiendo que
hoy, veintisiete de enero, W.A. MOZART habría cumplido 257 años.
27 de enero, de un 1756 en el que las metafóricas
explosiones procedentes nada más y nada menos de la convicción de que, una vez
más, comprendíamos el mundo, llevaron en esta ocasión a la Humanidad a
alumbrar, nada más, y tal vez nada menos, un proyecto basado, promovido y
consensuado en pos y para la propia Humanidad.
En 1756 el mundo vivía sumido en el más que placentero
estado de embriaguez que constituían las emociones propias de la Ilustración,
del Humanismo en términos estrictamente sociales.
Ilustración, Humanismo y Despotismo Ilustrado. O lo que es
lo mismo, una nueva forma de concebir la realidad, analizada en este caso en la
enumeración de factores de carácter social, científico y político
respectivamente. Un nuevo Renacimiento, qué
duda cabe.
Una nueva época, hecha para un Hombre nuevo. Precisamente
porque el Hombre, en la más amplia acepción de la palabra, se convertirá en el nuevo rasero, en la nueva vara de medir, a
partir del cual se decidirá no ya sobre sí mismo, sino sobre todas las cosas.
Y de la comprensión sosegada de tal afirmación, será de
donde podamos comenzar a extrapolar el origen de la mayoría de los problemas
que tanto el Humanismo, como lógicamente los humanistas, comenzarán a tener
porque si efectivamente el Humanismo promueve la exaltación del Hombre, ¿a
quién puede molestarle semejante hecho?
La respuesta hay que buscarla en la otra fuerza por
naturaleza. Aquélla, construcción del Ser Humano, cuyo poder procede
evidentemente del cúmulo de cesiones que éste ha ido haciendo, y para el que
tan importante es su reforzamiento, procedente del incremento de tales
cesiones, como directamente el debilitamiento objetivo del que es objeto el
Hombre con cada nueva cesión.
Tenemos ya pues, sobre la mesa de la realidad, el eterno
entramado al que sólo se puede hacer frente por medio del proceder dialéctico.
La Dialéctica, generador de energía histórica y social por antonomasia. El gran motor del mundo, y que en esta ocasión,
y una vez más, se dispone a renovar los votos del enfrentamiento más grandioso.
El que `procede de lanzar la Libertad del Hombre, contra el cúmulo de
restricciones morales, humanas y de toda índole, que supone la aceptación de
los rígidos a la par que inhumanos,
cánones propios de la Religión.
Y de semejante generatriz
sólo podíamos comprender el surgimiento de un hombre como MÓZART.
Es Mozart un hombre que cumple a la perfección con todos los
preceptos que se pueden esperar de una época en general descrita. Complejo
hasta la
extenuación. Propio hasta la incomprensión, y particular
hasta la locura; Mozart se corresponde pormenorizadamente con todos y cada uno
de los sumandos que podemos esperar del resultado de una ecuación como la
expuesta, a la vez que él mismo introduce algunas variables de su propia cosecha las cuales no
redundarán sino en la creación reforzada de un mito que impondrá en su vida
incluso la premisa de obligado
cumplimiento de morir joven.
Será pues Mozart un hombre que llevará al límite la premisa
de ser un hombre de su tiempo. Pero
quedarse ahí, constituiría un ejercicio de un simplismo imperdonable. Puesto
que ello nos privaría de la certeza de que si bien Mozart le debe todo a su
tiempo, no es menos cierto que las pinceladas y los esbozos que la biografía de
Mozart suponen para su época, se convierten en aditamentos de tal importancia,
que sin ellos no podríamos entender muy probablemente el XVIII europeo.
Un XVIII europeo en el que concretamente en su segunda
mitad, en los años que van de 1756
a 1791, se encuentran netamente incluida la vida de un
genio del que, como buen hombre de su época, resulta complicado separar su vida
de su obra, sin correr el peligro de desvirtuar algo que, perdido de manera
inevitable por el camino, nos haga perder para siempre un sentimiento, tal vez
una emoción, sin la cual nada vuelva a ser, nunca. He ahí otra de las grandes
paradojas del tiempo como tal.
Como hombre de su tiempo, en Mozart han de reflejarse, e
indudablemente así lo hacen, esa dos grandes circunstancias descritas, y que
pueden resumirse en una aparatosa lucha entre la libertad independiente del
Hombre, frente a la en apariencia predisposición al infinito en forma de
concesión a Dios.
En consonancia con ello, Mozart expresará permanentemente
semejante dualidad. Así por un lado, parecerá estar cerca de la convicción con
las grandes ideas que la religión presupone, buscando con obras como el Réquiem lo que parece ser toda una
concesión al dogma del poder y del infinito. Sin embargo, ello no supondrá
obstáculo para por otro lado congraciarse con la alegría y el desenfreno propio
del disfrute humanista llevado a
veces a sus máximas consecuencias, como las que pueden derivarse de su gusto
por la escatología, del cual es más que absoluto ejemplo la obra Leck Mich im Arsch Literalmente traducible como
“bésame el culo”.
Mas alejándonos de toda inquietud simplista, lo cierto es que
Mozart representa sin duda lo mejor y lo peor de una época sin par, en la cual
los excesos, entendidos en forma del todo simétrica a como se entenderían a
aquélla que les precede, cual es la barroca,
se manifiestan ahora no en el recargamiento neta y exclusivamente estético,
sino más bien en el marcado acuse que procede de la deliciosa comprensión, en
un grado desconocido hasta el momento, y tal vez sólo comparable en intensidad
al actual momento en el que vivimos; de que efectivamente, ése momento, su momento,
era total y claramente el mejor momento
de la Historia, no ya sólo para vivir, sino realmente el imprescindible
para conformar el contexto vital que determinó la existencia y la obra de uno
de los mejores compositores, músicos y directores, que la Humanidad ha podido
conocer.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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