Maravillosa en definitiva, es la fecha en la que hoy nos
encontramos. Constituye por definición la Epifanía
del Señor, uno de los momentos
culminantes no ya sólo de la fenomenología cristiana, sino que en la misma
convergen además gran parte de las consideraciones
ritualistas paganas que, al menos en su primera parte, integraban de manera
ineludible las formas y maneras de proceder del cristianismo primitivo, que luego terminaría por dar lugar a los
densos y elaborados protocolos del Rito Cristiano propiamente dicho.
Significa Epifanía “Gracia de Dios”. Viene no en vano a
significar el fin de un proceso de búsqueda, generalmente largo y complicado
que, de repente, y en definitiva por acción no meritoria, sino procedente de
una gracia, alcanza su solución de
manera no empírica, tampoco racional, (esto es, ajena a cualquier
procedimiento); sino que más bien de manera absolutamente intuitiva, es agraciada con la consecución satisfactoria del logro
que a priori había consolidado el motivo de la búsqueda.
Es así que, la Epifanía,
constituye en tanto que tal, una
de las realidades más antiguas con las que cuenta la Tradición Cristiana , hasta el punto de que se celebra ya incluso antes que la propia Navidad ,
toda vez que en el Antiguo Egipto existe
constatación de su conmemoración desde comienzos de la segunda mitad del siglo
IV, coincidiendo, curiosamente, con las celebraciones del solsticio de invierno.
El hecho celebrado constituye, al menos en términos
meramente conceptuales, uno de los más hermosos a la par que controvertidos de
todos los que componen la tradición, si excluimos lógicamente el de la propia
condición de Mesías, con el que por
otra parte guarda una directa relación.
Así, si bien Mesías puede significar El Salvador, no es
menos cierto que traducciones más directas, esto es menos sujetas al prejuicio
que aportan las interpretaciones posteriores, le adjudican más bien el valor de
El Libertador. Si a esto le unimos que Epifanía es, en términos paganos el
acceso a una realidad mediante el acopio de conocimientos no procedentes de
protocolos pragmáticos o racionales convencionales, conformamos con ello los
ingredientes fundamentales para constatar el proceso por el que pasamos del Jesús Hombre, al Jesús Hijo de Dios, y con
ello Dios en sí mismo.
Dicho de otra manera, la vinculación en una sola realidad, la de Jesús de Nazaret, de
ambos conceptos, nos ofrece la posibilidad de aproximarnos al estudio del mismo
desde la óptica más empírica, esto es, desde el plano de la condición más
humana de Jesús.
Todas estas consideraciones, parten en realidad de una
cuestión netamente conceptual. Si Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios que
nace en Naturaleza Humana, ¿Cuándo se hace consciente de su condición superior?
Lejos de tratar de dar respuesta aquí a semejantes
cuestiones, si que dispondremos de diversas maneras el escenario para comprobar
cómo, al menos según la convicción histórica, Jesús va accediendo a su superior realidad, o al menos a su
concepción de la misma, a lo largo de varias etapas o periodos, las cuales
tienen su finalización parcial, o término de disfrute temporal, el diversos Episodios Epifánicos, los cuales son al
menos tres, si tenemos en cuenta las diversas entradas que al respecto se nos promueven desde los textos canónicos, los cuales conforman
en sí mismos la Biblia; aunque serán
hasta siete si aceptamos las aportaciones que se hacen desde los documentos apócrifos, esto es, los no aceptados por
la Doctrina Oficial de la Iglesia Católica ;
entre los que pueden destacar El
Evangelio de Tomás niño, o sobre todo las Epístolas Paulistas Tardías.
A pesar de ello, o tal vez sería mejor decir con todo ello,
el episodio por excelencia, es aquél relatado en la Biblia, según el cual
un número de definido de dignatarios (en
ningún lugar se afirma que hubieran de ser obligatoriamente reyes, ni mucho
menos magos), ofrecen al niño recién nacido oro, incienso y mirra, allí, en el
mismo lugar en el que ha acaecido su advenimiento,
en un humilde pesebre, en el establo de una posada de Belén de Judá (ahora
despojado eso sí del aliento reconfortante del buey y de la mula), pero eso sí
accediendo a la herencia preceptiva que le dejan unos padres que son herederos
protectores de las más antiguas tradiciones hebreas en tanto que descendientes
directos de El Rey David.
Es probable que del número de ofrendas, se infiera el número
de los agentes inductores. Si bien no es menos cierto que su número variará con
el tiempo, y según la tradición a la que refiramos la visión del
acontecimiento, alcanzando el número de ocho, e incluso el de doce, ¡y en
algunos casos incluso acompañados por legiones de soldados!
A pesar de todo, y tal vez lo más importante, sea el
carácter de integración que el episodio destila. Así, la condición de procedentes de Oriente, impregna su
presencia de un carácter aglutinador que proporcionará al Cristianismo de una
patente de universalidad que ya no abandonará en ningún momento, y que en el
tiempo que estamos analizando se convertirá en algo muy importante ya que, el
carácter pagano de los tres reyes convierte su acto de sumisión, en la metáfora perfecta por la que el resto de tradiciones paganas se rinden
metafóricamente ante la nueva religión, dando pie a un protocolo que luego
será hábilmente explotado por los primeros padres
de la Iglesia toda vez que constituirá la gota definitiva en un tiempo rico
no ya en conversiones, sino en abandonos de la tradición judía ortodoxa.
Sin embargo, igual de adecuado resulta exponer que, de
manera similar, la celebración de la
llegada de los Reyes Magos constituye, superadas invasiones de tradiciones
ajenas, uno de los momentos de mayor satisfacción para nuestros niños. Pero
llegados a éste punto, y una vez más, conviene preguntarse. ¿Quiénes fueron,
qué representan, y desde cuándo se acuña la tradición
de los Reyes Magos?
Si nos atenemos a la transcripción
escrupulosamente canónica, la única reseña efectuada en las Sagradas Escrituras a éste respecto
aparece brevemente en el Evangelio de
Mateo, II- 1-12. En el mismo, se menciona a los Magos. Sin embargo ha de
iniciarse desde tal reseña una larga aventura encaminada a encontrar a los
mencionados, a saber hombres devotos cuya vida cambió a raíz de la fenomenal experiencia vivida. De la
mencionada experiencia, aparecen pronto testimonios recogidos tales como las Actas de Tomás, del siglo III,
complementadas y mejoradas a continuación por el Opus Imperfectum in Matthaeum, correspondiente al Siglo V. Estas
obras vienen a consolidarse como la base de la Tradición Latina Occidental, aceptándose con ello la base de que habrá
de ser a lo largo del tránsito que va de la Alta a la Baja Edad Media, donde se
van creando los diferentes componentes.
El episodio del viaje encuentra eco en autores como el
Pseudo Agostino Enrique de LIEJA y Rodolfo de SAJONIA. Siendo en las páginas
del mencionado LIEJA donde aparecen los orígenes de la procedencia oriental, completado
luego en páginas del mismísimo Marco POLO. Los orígenes reales se recuerdan en las Crónicas pseudo dionisiacas del Libro de
Colonia. Sin embargo, es la existencia de una ingente cantidad de noticias
en la que se entrecruzan las tradiciones orales, las que acaban por conformar
una inmensa leyenda surgida en torno a un suceso real
La existencia de la Fábula
más bella del Mundo contada en toda la Historia, hunde sus orígenes en el
año 70 d.C, momento en el que un autor que escribía en arameo, en la época en la que los ejércitos de Tito destruían
Jerusalén, da lugar a lo que se conoce como Evangelio de San Mateo. Es tan sólo Mateo el que narra como
habiendo nacido Jesús en Belén de Judea, siendo los tiempos de Herodes III el
Grande, llegaron hasta el lugar unos magusàioi
venidos de oriente, en busca de “El Rey de los Judíos”, del que habían
visto la estrella.
Cuando sobre el monte Vaus, en el día del nacimiento de
Jesús, se avistó una estrella más luminosa y brillante que el sol, los tres
reyes se pusieron en camino. El mencionado monte queda identificado como el Savalán, la cima más alta de Acerbayán, en
la Persia noroccidental. La tradición latina medieval le llama Vaus “Monte
de la Victoria”.
Partió Melchiar rey de Nubia y de Arabia. Era el más bajo de
los tres, y carecía de esposa y concubinas.
Del reino de Godolia y de Saba partió Balthasar; y partió
Jaspar, el más alto de los tres, oscuro de piel como los etíopes, siendo rey de
Tharsis y Eriseula, la isla donde la mirra crece en plantas que son como
doradas espigas.
Habiendo salido los tres de lugares diferentes siguieron a
la estrella. Eran tiempos de paz, y nadie les cerraba las puertas. Caminos
desconocidos, cauces fluviales, desiertos, pantanos, todo se transformaba a su
paso en vías de sencillo tránsito. Y fue así que en la encrucijada, bajo el Calvario, a dos millas de Jerusalén, los tres
Reyes Magos se encontraron. Hablaban lenguas diferentes, y procedían de
tierras muy lejanas, pero les bastó con verse para comprender que los tres
perseguían el mismo fin
Llevaban para el niño regalos procedentes de la Casa de
Salomón, y de su Tiempo, el cual hay que recordar perteneció una vez a
Alejandro, hijo de Filipo de Macedonia, y a la Reina de Saba.
Entraron en Belén hacia la hora sexta, esto es hacia el
mediodía, poniendo así fin a un viaje que había durado trece días. Ofrecieron
dones preciosos. Melchor trajo oro, símbolo eterno de la Divina Majestad y la
Realeza. Baltazar ofreció incienso como símbolo de sacrificio y divina
potestad. Gaspar ofreció Mirra, símbolo funerario y signo de la fragilidad
humana.
Melchor ofreció una manzana de oro, y treinta denarios
áureos. La manzana había pertenecido a Alejandro Magno, fundida a partir de
parte de los tributos de las provincias del Imperio. Alejandro la sostenía en
su mano como si se tratara del mundo del que era dueño.
Los treinta denarios áureos eran los mismos que Abrahán
había llevado desde Ur hasta Hebrón, con los cuales había comprado el terreno
para la sepultura de su familia. Téraj, padre de éste, los había hecho acuñar
por el rey de Mesopotamia. Con aquellos mismos denarios José sería vendido a
los ismaelitas. Muerto Jacob, los
denarios fueron mandados a la Reina de Saba, para la compra de perfumes que
engalanaran el sepulcro de Jacob y de José, quedando con ello adscritos al tesoro del Templo en la época de Salomón. Cuando
los árabes tomaron el Templo, en tiempos de Raboamm, los denarios pasaron a ser
custodiados por el Tesoro del árabe, de donde los cogió Melchor. Pero durante
la huída a Egipto María perdió los denarios que iban envueltos, junto con el
resto de presentes, en un fino paño de lino. Fueron encontrados por un pastor
beduino el cual, atormentado por una enfermedad incurable fue a Jerusalén,
donde Jesús lo curó y convirtió, El pastor le ofreció el antiguo hato, y Jesús
lo depositó en el Templo. Allí, el Sacerdote encendió el incienso de Baltazar
y, en el tercer día previo a la Pasión, tomaron los treinta denarios para pagar
a Judas. De la mirra se sabe que una parte fue mezclada con el vinagre ofrecido
a Jesús en la cruz, y la otra fue añadida por Nicodemo a los perfumes que luego
serían utilizados en el entierro del santo
cuerpo.
Cumplida su misión, los Tres Reyes regresaron a sus tierras.
Pero ya no estaba la estrella para guiarlos. El viaje que antes había durado
trece días, necesitó ahora de dos años, con la participación de guías e
intérpretes.
Pasaron los años, y el apóstol Tomás los encontró todavía
sanos y viejos. Se hicieron bautizar, y difundieron la palabra del Señor, por todo Oriente, consagrando una capilla en el
mismo monte Vaus.
A la muerte de Tomás, acaecida en la India Superior, los
tres reyes convocaron a obispos, sacerdotes y nobles, y les propusieron
continuar la obra. Durante años Melchor, Gaspar y Baltazar continuaron con sus
encuentros, hasta que una nueva aparición de la estrella presagió sus muertes.
Melchor murió con 116 años, Baltazar tenía 112 y Gaspar 109.
Así termina la epopeya de los TRES REYES MAGOS.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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