La delirante realidad,
amenaza ya con imponerse de manera definitiva. Los viejos cánones resultan
ya del todo inútiles de cara a mantener el tedio si no la abulia que hasta ahora
se había convertido en el último refugio destinado a albergar las excusas que
salvaran la muchas veces incompetente acción de nuestros gobernantes. La
crispación comienza a ser evidente, y su presencia entre el gentío constituye,
o debería al menos constituir, el asunto central sobre el que tanto los
gobernantes, como por supuesto la camarilla que en torno a su hedor pulula;
prestaran su máxima atención. Porque bien podríamos decir que su vida, cuando
no abiertamente su supervivencia como estructura fundamental, peligran
seriamente.
Todo esto, que bien podría venir extractado de cualquier editorial inserta en cualquier periódico
fechado hoy, podría, sin ser menos cierta, hallarse implícita en cualquiera de
los discursos pre-revolucionarios que
desde mediados del Siglo XVIII corrían Europa, desde Los Urales, hasta Punta Tarifa, presagiando el inminente incendio.
La situación es del todo insostenible. La relación entre los
estratos sociales, existentes,
permanentes, inviolables e inmóviles desde la Edad Media , amenaza no
ya con romperse, sino más bien con saltar por los aires, dejando el Sistema desvalido en tanto que la
incredulidad con la que al respecto las clases dominantes habían saludado al
hecho, se ponía ahora de manifiesto desde la certeza clara de que no existía un
plan B. El sempiterno orden social,
jamás discutido, y fuertemente consolidado en torno a la franca convicción de
que se trataba de uno de los grandes
hechos, alejado en consecuencia de toda contingencia,
está no ya puesto en entredicho, sino directa e inexcusablemente
cuestionado.
La opción pasa inexorable por la anarquía.
Pero procedamos con el debido detenimiento, en lo que sin
duda no será una misión inútil por muchas veces que se haya llevado a cabo.
Analicemos de nuevo, desde el mayor número de perspectivas que nos sea posible,
no tanto la forma mediante la tenían
lugar las relaciones de poder, como el marco
general dentro del que éstas se desarrollaban.
Autoridad y Poder son conceptos lo suficientemente
analizados. Al meno lo son lo suficiente como para que en el presente espacio
no les dediquemos más atención que aquélla que resulta imprescindible para
poner de manifiesto uno de los a priori definitivos
a la hora de justificar gran parte de los acontecimientos del XVIII pasan por
la evolución que sufren no ya los conceptos en tanto que tal, sino más bien el
contexto que los rodea, sobre todo a la hora de asignar predominancias y
dominios en razón a los mismos.
Concretamente, hacemos alusión velada a la evolución que
hechos imprescindibles como la obediencia
debida, las vinculaciones para con el señor, o las propias relaciones de
vasallaje; experimentarán, consolidando ya de manera efectiva la
confirmación a finales de la centuria del mil setecientos, de que
inexorablemente, nada volverá a ser igual.
Atendiendo si se quiere a términos pragmáticos, la vida, o
más concretamente su organización, era francamente sencilla. Uno manda, y los demás obedecen. Y lo
que es mejor, nada ni nadie podía cuestionar tales hechos. Sencillamente, era
así, porque siempre había sido así. Era la voluntad de Dios, y si alguien osaba
cuestionarlos, ya estaban allí los medios de autoridad para cercenar de raíz
cualquier conato de discusión. Y si
estos no eran suficientes, el absolutismo que por excelencia manejaba el brazo terrenal de Dios en la Tierra, se
mostraba en sus actuaciones lo suficientemente explícito como para no dejar a
nadie indiferente.
Se trata, en definitiva, del perpetuo enfrentamiento
dialéctico establecido no ya entre la necesidad de la existencia de los
poderes, sino de la procedencia de las causas que justifican y perpetúan tales
hechos y sus relaciones consecuentes.
Y la cuestión no es para nada baladí. Estamos poniendo sobre la mesa la constatación de la primera semilla que modificará para
siempre la mente de los contemporáneos del XVIII, a partir de la que se
generará todo el movimiento revolucionario, del que en consecuencia bebe todo
nuestro actual concepto no ya de la Sociedad y sus relaciones, sino en especial
de sus justificaciones.
No se trata ni de forma real
ni velada, de poner sobre la mesa
la discusión de unos condicionantes válidos para justificar, no ahora ni
entonces, una anarquía. Se trata sola
y únicamente de traer a colación la evolución experimentada por unos conceptos
los cuales, como ocurre siempre a lo largo de la Historia, evolucionan, en
tanto que ideas, de manera más rápida de la que lo hace la realidad de los
hombres a los que supuestamente han de servir, en tanto que de ellos proceden.
Y en esa vorágine evolutiva, bien se pueden alcanzar velocidades desenfrenadas,
cercanas a la revolución.
La Revolución, Espada
de Damocles que
pende siempre como concepto fundamental sobre todo intento de analizar no ya el
XVIII, sino que crece como apéndice, muchas veces baldío, cada vez que
pretendemos sopesar el más mínimo de los detalles que rodean, justifican o
concatenan, los acontecimientos que le son propios.
Porque si sometemos lo anterior, al filtro del conocimiento
que se produce de la perspectiva que nos da en este caso el saber desde nuestro
presente, cómo se desarrollaron los acontecimientos en nuestro pasado,
llegaremos sin demasiado esfuerzo a la conclusión de que lo que arrojó a los
elementos del XVIII a la revolución no fue la iluminación procedente de reconocer
de la nada, la aparición de las verdades que cimentaron la apología del nuevo
orden social. Lo que desencadenó la revolución fue el descubrimiento
pausado de una serie de concepciones no tanto del mundo, como del propio
hombre, que hacían imprescindible la adopción, a ser posible de manera pausada,
de una serie de condicionantes que redefinían el nuevo orden. Desde el marco
competencial, hasta las relaciones de poder que se cimentaban en ese marco.
Y es en esta nueva
realidad, tan ajena en principio al mundo de lo sensible, aunque sus
resultados serán rápidamente reconocibles
por los sentidos, donde se librarán los revolucionarios enfrentamientos
entre Fe y Razón, destinados a
dilucidar en este caso no la existencia de Dios y sus fuerzas, sino el derecho
que éste tiene de cara a imponer sus normas a la hora de dilucidar aspectos de
carácter en principio terrenales. Aunque no es menos cierto que incluso el
cielo tiene sus jerarquías.
Por eso, cuando el uno de diciembre de 1764 Carlos III
inaugura el Palacio Real de Madrid, no
está inaugurando un edificio. Está asumiendo como propios los principios
innovadores de un sistema nuevo, en el que la principal novedad estriba
precisamente en la nueva disposición que afecta al orden tanto de los elementos
tratados hasta el momento, como de las fuentes de las que los mencionados
proceden.
La inauguración del Palacio
Real de Madrid, ese uno de diciembre de 1764, constituye la constatación
efectiva de la consagración efectiva en España del Despotismo Ilustrado.
En términos muy generales, el Despotismo Ilustrado
constituye la aceptación manifiesta por
parte de las monarquías, de la realidad ya impuesta según la cual las fuentes
categóricas en las que se apoya el poder, no pueden ni deben, salvo que quieran
correr el riesgo de desaparecer; de seguir manifestando en la voluntad de Dios,
la causa de toda su autoridad
.
De manera muy resumida, se trata de la modificación tácita
de los principios que sustentaban el
Absolutismo.
Evidentemente, no estamos diciendo que el Absolutismo
desapareciera aquí. No sólo no lo hace, sino que sale reforzado. ¿Cómo?
Reinventándose. Hasta estos instantes, la vinculación entre Dios, Poder y
Monarca era tan evidente, que a nadie en sus cabales se le había ocurrido
contemplar un escenario en el que el Rey tuviera no ya que justificar sus
decisiones, sino abiertamente argumentarlas. Se trata de la irrupción de la
Ciencia en las tareas de Gobierno. La cuestión es si sustituyendo, o
complementando, a la Religión.
El motivo de tal hecho hay que buscarlo, evidentemente, en
la evolución que la forma de pensar de los hombres, guiados como no podía ser
de otra manera por la Filosofía, ha tenido lugar.
Filósofos como ROUSSEAU, HOBBES, LOCKE, etc. Se jactan en
activa y por pasiva de lo que a su entender constituye la franca demostración
de que, una vez que la ilustración ha
permitido al Hombre recuperar su posición en el esquema de las cosas, es de
recibo que la Religión, sea definitivamente sustituida de los centros del
poder. Y entonces, ¿dónde queda la justificación del poder absoluto del
monarca?
Será entonces cuando un viento
rejuvenecedor recorra toda Europa, desde España, hasta Rusia. Con el mismo,
los últimos retazos de los vínculos divinos entre Rey y Dios, son barridos. El
Rey baja del escenario, para aceptar el cargo, casi como lo había hecho en la Edad Media , cuando no
era más que uno entre varios.
Sin embargo, es una mera absolución de las penas. Una
sustitución de El Rey Sol, por el “Todo
para el Pueblo, pero sin el Pueblo.”
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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