sábado, 1 de diciembre de 2012

DE PALACIOS A REALEZAS, PASANDO INDEFECTIBLEMENTE POR LAS RELACIONES DE PODER.


La delirante realidad, amenaza ya con imponerse de manera definitiva. Los viejos cánones resultan ya del todo inútiles de cara a mantener el tedio si no la abulia que hasta ahora se había convertido en el último refugio destinado a albergar las excusas que salvaran la muchas veces incompetente acción de nuestros gobernantes. La crispación comienza a ser evidente, y su presencia entre el gentío constituye, o debería al menos constituir, el asunto central sobre el que tanto los gobernantes, como por supuesto la camarilla que en torno a su hedor pulula; prestaran su máxima atención. Porque bien podríamos decir que su vida, cuando no abiertamente su supervivencia como estructura fundamental, peligran seriamente.

Todo esto, que bien podría venir extractado de cualquier editorial inserta en cualquier periódico fechado hoy, podría, sin ser menos cierta, hallarse implícita en cualquiera de los discursos pre-revolucionarios que desde mediados del Siglo XVIII corrían Europa, desde Los Urales, hasta Punta Tarifa, presagiando el inminente incendio.
La situación es del todo insostenible. La relación entre los estratos sociales, existentes, permanentes, inviolables e inmóviles desde la Edad Media, amenaza no ya con romperse, sino más bien con saltar por los aires, dejando el Sistema desvalido en tanto que la incredulidad con la que al respecto las clases dominantes habían saludado al hecho, se ponía ahora de manifiesto desde la certeza clara de que no existía un plan B. El sempiterno orden social, jamás discutido, y fuertemente consolidado en torno a la franca convicción de que se trataba de uno de los grandes hechos, alejado en consecuencia de toda contingencia, está no ya puesto en entredicho, sino directa e inexcusablemente cuestionado.

La opción pasa inexorable por la anarquía.

Pero procedamos con el debido detenimiento, en lo que sin duda no será una misión inútil por muchas veces que se haya llevado a cabo. Analicemos de nuevo, desde el mayor número de perspectivas que nos sea posible, no tanto la forma mediante la  tenían lugar las relaciones de poder, como el marco general dentro del que éstas se desarrollaban.

Autoridad y Poder son conceptos lo suficientemente analizados. Al meno lo son lo suficiente como para que en el presente espacio no les dediquemos más atención que aquélla que resulta imprescindible para poner de manifiesto uno de los a priori definitivos a la hora de justificar gran parte de los acontecimientos del XVIII pasan por la evolución que sufren no ya los conceptos en tanto que tal, sino más bien el contexto que los rodea, sobre todo a la hora de asignar predominancias y dominios en razón a los mismos.

Concretamente, hacemos alusión velada a la evolución que hechos imprescindibles como la obediencia debida, las vinculaciones para con el señor, o las propias relaciones de vasallaje; experimentarán, consolidando ya de manera efectiva la confirmación a finales de la centuria del mil setecientos, de que inexorablemente, nada volverá a ser igual.

Atendiendo si se quiere a términos pragmáticos, la vida, o más concretamente su organización, era francamente sencilla. Uno manda, y los demás obedecen. Y lo que es mejor, nada ni nadie podía cuestionar tales hechos. Sencillamente, era así, porque siempre había sido así. Era la voluntad de Dios, y si alguien osaba cuestionarlos, ya estaban allí los medios de autoridad para cercenar de raíz cualquier conato de discusión.  Y si estos no eran suficientes, el absolutismo que por excelencia manejaba el brazo terrenal de Dios en la Tierra, se mostraba en sus actuaciones lo suficientemente explícito como para no dejar a nadie indiferente.

Se trata, en definitiva, del perpetuo enfrentamiento dialéctico establecido no ya entre la necesidad de la existencia de los poderes, sino de la procedencia de las causas que justifican y perpetúan tales hechos y sus relaciones consecuentes.
Y la cuestión no es para nada baladí. Estamos poniendo sobre la mesa la constatación de la primera semilla que modificará para siempre la mente de los contemporáneos del XVIII, a partir de la que se generará todo el movimiento revolucionario, del que en consecuencia bebe todo nuestro actual concepto no ya de la Sociedad y sus relaciones, sino en especial de sus justificaciones.

No se trata ni de forma real ni velada, de poner sobre la mesa la discusión de unos condicionantes válidos para justificar, no ahora ni entonces, una anarquía. Se trata sola y únicamente de traer a colación la evolución experimentada por unos conceptos los cuales, como ocurre siempre a lo largo de la Historia, evolucionan, en tanto que ideas, de manera más rápida de la que lo hace la realidad de los hombres a los que supuestamente han de servir, en tanto que de ellos proceden. Y en esa vorágine evolutiva, bien se pueden alcanzar velocidades desenfrenadas, cercanas a la revolución.

La Revolución, Espada de Damocles que pende siempre como concepto fundamental sobre todo intento de analizar no ya el XVIII, sino que crece como apéndice, muchas veces baldío, cada vez que pretendemos sopesar el más mínimo de los detalles que rodean, justifican o concatenan, los acontecimientos que le son propios.
Porque si sometemos lo anterior, al filtro del conocimiento que se produce de la perspectiva que nos da en este caso el saber desde nuestro presente, cómo se desarrollaron los acontecimientos en nuestro pasado, llegaremos sin demasiado esfuerzo a la conclusión de que lo que arrojó a los elementos del XVIII a la revolución no fue la iluminación procedente de reconocer de la nada, la aparición de las verdades que cimentaron la apología del nuevo orden social. Lo que desencadenó la revolución fue el descubrimiento pausado de una serie de concepciones no tanto del mundo, como del propio hombre, que hacían imprescindible la adopción, a ser posible de manera pausada, de una serie de condicionantes que redefinían el nuevo orden. Desde el marco competencial, hasta las relaciones de poder que se cimentaban en ese marco.

Y es en esta nueva realidad, tan ajena en principio al mundo de lo sensible, aunque sus resultados serán rápidamente reconocibles  por los sentidos, donde se librarán los revolucionarios enfrentamientos entre Fe y Razón, destinados a dilucidar en este caso no la existencia de Dios y sus fuerzas, sino el derecho que éste tiene de cara a imponer sus normas a la hora de dilucidar aspectos de carácter en principio terrenales. Aunque no es menos cierto que incluso el cielo tiene sus jerarquías.

Por eso, cuando el uno de diciembre de 1764 Carlos III inaugura el Palacio Real de Madrid, no está inaugurando un edificio. Está asumiendo como propios los principios innovadores de un sistema nuevo, en el que la principal novedad estriba precisamente en la nueva disposición que afecta al orden tanto de los elementos tratados hasta el momento, como de las fuentes de las que los mencionados proceden.

La inauguración del Palacio Real de Madrid, ese uno de diciembre de 1764, constituye la constatación efectiva de la consagración efectiva en España del Despotismo Ilustrado.


En términos muy generales, el Despotismo Ilustrado constituye la aceptación manifiesta por parte de las monarquías, de la realidad ya impuesta según la cual las fuentes categóricas en las que se apoya el poder, no pueden ni deben, salvo que quieran correr el riesgo de desaparecer; de seguir manifestando en la voluntad de Dios, la causa de toda su autoridad
.
De manera muy resumida, se trata de la modificación tácita de los principios que sustentaban el Absolutismo.
Evidentemente, no estamos diciendo que el Absolutismo desapareciera aquí. No sólo no lo hace, sino que sale reforzado. ¿Cómo? Reinventándose. Hasta estos instantes, la vinculación entre Dios, Poder y Monarca era tan evidente, que a nadie en sus cabales se le había ocurrido contemplar un escenario en el que el Rey tuviera no ya que justificar sus decisiones, sino abiertamente argumentarlas. Se trata de la irrupción de la Ciencia en las tareas de Gobierno. La cuestión es si sustituyendo, o complementando, a la Religión.

El motivo de tal hecho hay que buscarlo, evidentemente, en la evolución que la forma de pensar de los hombres, guiados como no podía ser de otra manera por la Filosofía, ha tenido lugar.

Filósofos como ROUSSEAU, HOBBES, LOCKE, etc. Se jactan en activa y por pasiva de lo que a su entender constituye la franca demostración de que, una vez que la ilustración ha permitido al Hombre recuperar su posición en el esquema de las cosas, es de recibo que la Religión, sea definitivamente sustituida de los centros del poder. Y entonces, ¿dónde queda la justificación del poder absoluto del monarca?

Será entonces cuando un viento rejuvenecedor recorra toda Europa, desde España, hasta Rusia. Con el mismo, los últimos retazos de los vínculos divinos entre Rey y Dios, son barridos. El Rey baja del escenario, para aceptar el cargo, casi como lo había hecho en la Edad Media, cuando no era más que uno entre varios.

Sin embargo, es una mera absolución de las penas. Una sustitución de El Rey Sol, por el “Todo para el Pueblo, pero sin el Pueblo.”

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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