Arrancar la presente afirmando que la Navidad, comenzando
por la mera esencia que se refleja en la fecha, es en realidad una falacia
encaminada a conseguir, mediante el ardimiento y la perversión un efecto
ilusorio, deslumbrante, digna del mejor de los directores de Publicidad de
cualquier cadena de grandes almacenes de los que pululan por nuestra escena; no
supondría en realidad nada nuevo, de hecho no constituiría desde luego un
arranque digno, ni de ocupar este espacio, ni desde luego, esta fecha.
Sin embargo, decir tal día como hoy, inmersos como estamos
ya en las estribaciones de los ascensos que sin duda desembocarán en los
excesos de la cena del próximo día veinticuatro, que toda la parafernalia
religiosa que en definitiva alimenta en mayor medida los actuales procederes
absolutistas de la sacrosanta y
todopoderosa Iglesia Cristiana, se sustentan en realidad en una falacia
ideológica de la que tal institución no fue sino el catalizador, de una de las
más interesantes manipulaciones ideológicas de las que la Historia ha sido
testigo; sin duda sí que puede consolidar un comentario que haga aumentar
exponencialmente el coeficiente de atención que a partir de este instante la
dediquemos al asunto.
Decir que desde sus comienzos, la Iglesia Católica
ha estado siempre emparentada de mejor o peor manera con el poder, puede en
realidad ser no decir mucho. Sin embargo, si de nuevo añadimos el detalle según
el cual la captación de riquezas que la institución
lleva a cabo tiene su apogeo a mediados y a finales del siglo IV,
coincidiendo irrefutablemente con la entrada en pleno vigor del mal llamado Edicto de Milán, del año 313, bien
puede comenzar a aclarar muchas de las ideas tanto de las que se han desarrollado hasta el momento, como
por supuesto de las que surjan a partir de ahora.
A finales del siglo III de nuestra Era, el Imperio Romano
aparece claramente inmerso en un proceso de complejidad tal, que las
consecuencias directas que se pueden observar de mantenerse el desarrollo
natural de los acontecimientos, bien puede desembocar en la irrefutable
desaparición del mismo.
En contra de lo que ha ocurrido hasta el momento, en el que
la sucesión de sucesos fragmentarios siempre ha parecido que seguían una
especie de orden, esto es, las crisis cuyo origen se encontraba en causas
internas, no se mezclaban con otras cuya índole se encontraba en el exterior;
parece haber desaparecido definitivamente.
Así, a las amenazas externas de bárbaros centrados en los alamanes y visigodos del norte, y a la
sempiterna amenaza persa del este, se
une ahora de manera original y tal vez por ello más peligrosa si cabe, la
acción destructiva de las disensiones internas. Septimia Zenobia se ha ungido dueña y señora del Imperio Oriental, y casi a la par, las
desconocidas revoluciones de la chusma, en base a los alzamientos de los bagaudas, o clase baja agrónoma,
amenazan no ya con debilitar, sino con arrojar a una franca crisis de
estabilidad a todo el Imperio.
Sin embargo, lo peor a lo que tiene que enfrentarse Diocleciano es en realidad a la no
amenaza, sino clara realidad de la fragmentación
ideológica. Paganos de toda clase, ya sean politeístas o monoteístas. Los
maniqueístas, cercanos por estructura a la clase dirigente en Persia, los
judíos…y de fondo, los todavía escasos cristianos.
Todos ellos constituyen en realidad, una masa carente de entidad identitaria Curiosamente,
semejante hecho constituye en realidad el motivo de su supervivencia en último
caso ya que, de haber sido de otra manera, el Imperio ya hubiera tenido que arbitrar medios para su control, y la
experiencia con anteriores circunstancias bien nos lleva a poder anticipar de
antemano el sentido por el que podrían haber transitado tales medidas.
Con todo ello, los
emperadores Lyrios habían ido conjugando una tras otra todas las crisis que
se les habían presentado, desarrollando un apolítica
cercana a la elección del menor de los males, destacando así por ejemplo la
pérdida de la Dacia Transdanubiana. Sin embargo el Lyrio que hoy nos interesa, Constantino, había irrefutablemente de
tomar medidas encaminadas no a incrementar la superficie del Imperio, o ni tan
siquiera el poder subsidiariamente vinculado a tal hecho. Constantino se veía obligado, nada más y nada menos que a
asegurarse de que el Imperio no entraba bajo su mandato en la que probablemente
se convertiría en la última de sus crisis.
Era imprescindible pues, la adopción de medidas tan
drásticas como innovadoras. De nuevo el efectismo
había de ser el reclamo. Había que recuperar entre los súbditos la
sacrosanta certeza de que no sólo todo estaba absolutamente bajo control, sino que siempre sería así.
Pone entonces en marcha Diocleciano
una serie de reformas de la estructura
administrativa del Imperio, que disfrazadas de acciones relacionadas con la
Hacienda, (curioso, los impuestos,
siempre tan ligados a la tradición
cristiana) esconden en realidad profundos cambios en la fisonomía del
Imperio. Agrupa varias provincias en una
diócesis, y priva de mando sobre las legiones a los gobernadores de
provincia, complicando así las intrincadas revoluciones militares.
Pone en marcha así mismo una política de apoyo al más
desheredado, que además de convertirse en el hecho más conocido de su mandato,
le asegurará la adhesión de la que es sin duda la clase social más abundante en
cualquier momento histórico, y Roma no va
a ser una excepción.
Sin embargo, la reforma más importante e interesante para
nuestros intereses es la que modifica y asienta de manera aparentemente
definitiva los procedimientos de sucesión. Surgen las figuras de los Augustos, emperadores, y de los Césares,
sobre los que recaerá con el tiempo la misión de gobierno, hecho éste por el
que serán preparados para tal hecho. Se pone así fin, al menos en
apariencia, a las tentaciones de las confabulaciones y los asesinatos.
El procedimiento de Tetrarquias,
vino en principio a constituir un protocolo severo al que recurrir en el
momento de la siempre traumática sucesión. Sin embargo pronto demostró que no
era infalible, ni mucho menos perfecto. Así, en el año 305, el propio Diocleciano, ya Augusto, hubo de abdicar,
junto a su simétrico en el otro ala del imperio, Maximiano.
Acceden pues al poder Constancio
y Galerio, que lo hace para Oriente. Aparece entonces en escena Constantino, hijo de Constancio el cual
morirá en batalla en Eburacum, la actual York , habiendo
de ser Constantino, ya elegido César, quien
acceda al rango de Augusto y al
subsiguiente poder.
Mas su ascenso no había sido del todo certero para con las
disposiciones dictadas al efecto. Por ello, habrá de preocuparse de manera
inmediata de la adopción de cuantas medidas sean suficientes como para
garantizar una estabilidad lógicamente amenazada.
Procederá así con un radical reforzamiento del ejército, que
tendrá su contraprestación en las fulgurantes victorias en las fronteras del
norte, contra francos y alamanes.
Sin embargo, las tensiones internas, como siempre las más
difíciles de descubrir, y por ende de refutar, llevaron al otrora Augusto Constantino, a tener que
enfrentarse al otro Augusto más
capacitado, a saber Licinio.
Ambos se reunirán en Milán, en el año 313. De la mencionada
reunión, se extraerán una serie de conclusiones, documentadas entre otros por Lactancio, de las que fundamentalmente
se concibe de manera exhaustiva la existencia de un claro peligro interior, la
fragmentación de origen ideario, que necesita una rápida solución, la cual ha
de ser evidentemente inapelable.
Entran entonces en escena los cristianos. Perseguidos en
mayor o menor medida, es sobre todo en torno al 303 cuando la misma arrecia.
Es el grupo de los
cristianos una entidad peligrosa no por su condición de culto oriental,
como tanto por la excesiva velocidad a la que se extiende. Así, de los 120 que
componen su origen según Hechos de los
Apóstoles 1, 14, han crecido al ritmo de un 40% por década, de manera que
en los trescientos años de existencia, han alcanzado a ser religión del 15% de
la población de un Imperio Romano que se
cifra en el orden de los 62 millones de habitantes.
Así, el mal llamado Edicto
de Milán no constituye una necesidad del Emperador de resarcir a los
cristianos por las persecuciones o por los mártires, exiguos y escasos en
realidad. Todo procede en realidad, de un
proceso sabiamente urdido en el que ambas partes ganan. Constantino se asegura el apoyo de una
clase emergente muy poderosa, tanto en número como en poder económico (los
cristianos desde el principio entendieron y desarrollaron la labor de la danatio como obligación de procedimiento
suscrita al dogma) de manera que la generositiad
una de las hegemonías supuestamente atribuidas al Imperio, se cumplía, si
bien en este caso de manera distinta a como en un principio había sido
concebida. De esta manera, el poder económico crece muy deprisa, de manera que
la Iglesia surgente acumulará en los dos primeros siglos de existencia la
mayoría de sus actuales posesiones en la tierra.
A cambio, los cristianos se garantizan una participación
realmente considerable en el banquete que se oficiará a partir de los despojos
que se vayan haciendo paulatinamente, a medida que el resto de religiones y
creencias, politeístas y monoteístas que conforman el escenario religioso y de
creencia del Imperio, se vayan
viniendo abajo.
Es así que, de una manipulación interesada pero fundamental,
El Edicto de Milán nunca supuso la
aceptación del cristianismo como religión oficial del Imperio, sino que
únicamente reconoció la independencia individual de cada uno a la hora de
elegir creencia: “Que desde ahora, todos los que desean observar la religión de los
cristianos lo puedan hacer libremente y sin obstáculos…” Pasamos a un
proceso que en realidad tiene su origen en la publicación del Edicto de
Galerio, 30 de abril de 311, en el que la libertad de religión es un gesto de
benevolencia, una especie de acción de filantropía
destinada, como todas éstas, no a satisfacer de manera ficticia la creencia
del que la recibe, sino a agrandar la brecha existente entre éste, y el
benefactor, en tanto que se yergue como manifestación eternamente perceptible
de las diferencias existentes entre ambos.
Y a partir de ahí, al resto de manipulaciones. Desde el trasiego de la fecha del nacimiento de
Cristo, pasándola de los idus de marzo, a las calendas de diciembre. Todo
ello para que coincida con la ceremonia pagana del solsticio de invierno. Y la
concordancia de llevar al domingo las celebraciones destinadas al dios sol, etc.
La esencia es clara y definitiva, y tiene su salvaguarda
definitiva a la muerte del propio Constantino.
Cuando sus herederos, Constante y Constancio proclaman la Ley CTH XVI , 10.2 que ordena abolir la locura fr los sacrificios, con
lo que ahora los perseguidos, y con saña, serán los paganos.
El camino queda así definitivamente llano, para que en el
380 ahora sí, Teodosio legisle en pos de
convertir el Cristianismo en la Religio Civita del Imperio.
A propósito, Constantino no llegó nunca a convertirse.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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