Nos sorprende el Tiempo, una vez más, sumidos en el trance
lacónico que supone la que es para el Hombre paradoja por excelencia. Aquélla
que procede de intentar comprenderse a si mismo y a los demás, partiendo de
extravagante ventaja de la que como reg
cógita procede de poder, aunque no
por ello necesariamente comprender; debiendo al menos asumir, la certeza de la muerte.
Es así que, de manera inexorable, es la propia muerte, o por
ser más preciso, la constatación práctica que de la misma nos hacemos; la que
nos proporciona la perspectiva necesaria para comprender, esencialmente, la idea de la vida.
Es a partir de ese momento, del de la madurez extrema que para el Hombre se alcanza cuando comprende
tanto la muerte, como las consecuencias que de la misma se extraen, que podemos
decir que el Hombre comienza a vivir.
Aceptemos pues, al menos como premisa discusiva, que el
hombre, para empezar a vivir plenamente, ha de morir previamente. O lo que
resulta menos dramático, y sin duda mucho más práctico; necesita disponer de
una percepción, cuando menos utópica, de la muerte.
En definitiva, sólo la muerte, o para ser más cuidadosos en
el lenguaje; otro de los elementos imprescindibles en este acto; proporciona al
Hombre el ingrediente definitivo de cara a decidir de manera voluntaria y
responsable cómo quiere vivir su vida, proporcionando además el precepto
definitivo a la hora de definir en este caso qué tipo de hombre se desea ser.
Estamos en definitiva definiendo los preceptos a partir de los cuales integrar
la moral dentro de los límites de los
que es el Hombre. Estamos pues, definiendo los parámetros para que la responsabilidad
habilite los límites de la Vida, castrando con ello a la Humanidad, sometiendo
con ello al Hombre al exterminio de las Libertades aunque. ¿Puede existir placer más allá de la extravagancia, si no disponemos de
límites que añadan factor riesgo a un hecho, en la medida en que éste, ahora
sí, esté realmente condicionado?
Decimos en consecuencia, que el grado de satisfacción que un
hecho moral proporciona, depende en
realidad del grado de certeza que disponemos en base a las consecuencias que la
moral subsiguiente le proporciona.
Y en el caso que hoy nos ocupa, la moral incidente es la de
la propia vida, y el placer consecuente al que aspiramos es el de la última
satisfacción, la del placer hedonista por
excelencia.
Retomamos la génesis de nuestra existencia de hoy,
determinando que la existencia de la vida, y por ende las consecuencias
directamente derivadas de sus acciones, proceden indefectiblemente del
conocimiento, cuando no de la comprensión, de la muerte. Podemos
así redundar en el hecho según el cual la
vida del Hombre es más plena en tanto que es conocedor de su fin. Tan plena
es, no obstante, que se le queda corta, habiendo por ello de inventar una
nueva, o una prolongación, según se mire, en cuyo desarrollo alcanza la mayor
de las perversiones, al calificarla como de eterna, no ya sólo al hecho de la
vida, sino que dota de tal categoría a su propia existencia individual. Mas sin
perder el norte, la única consecuencia evidente que obtenemos, pasa por asumir
que ese grado de comprensión de la muerte, y como hemos dicho de la
consecuencia directa que de la misma se extrae, cual es la de dotar de valor a la propia vida, así como a
la de los demás, podemos sin duda referir que aquí y sólo aquí surge de
manera absoluta y evidente, la responsabilidad.
Responsabilidad que permite a cada hombre, ahora sí, en pleno
dominio, decidir no sólo qué vida quiere vivir, sino más concretamente cómo
quiere vivirla.
Por vez primera podemos, ahora sí, juzgar al hombre. Surge
la primera clasificación objetiva del Hombre. La que surge de analizar la
manera mediante la que Vida ,
Tiempo y Hombre se relacionan, circunscriben; se superan y se limitan, en base
al nuevo teatro de operaciones al que ha
dedo lugar la Moral, y su última arma, la Responsabilidad.
Y fruto de semejante juicio, evidente, y por primera vez de valores, ponemos por primera vez
también sobre la mesa; la primera clasificación
del Hombre, o cuando menos de sus estados, que del Hombre podemos hacer.
Acudimos para ello a Kierkegaard y
los tres estados que para el Hombre ratifica: Hombre ético, Hombre artístico y Hombre Religioso.
Constituyen estos tres estados, a mi entender; las
manifestaciones de posición a las que cada esencia humana puede hacer frente en
cada uno de los casos. Se trata por ello, o tal vez a consecuencia de lo mismo,
una y sólo una de las manifestaciones que el individuo, o la percepción que de
sí mismo tiene éste en cada caso, puede tener a lo largo de toda su vida.
Afirmo con ello, que la esencia del individuo que da sentido a cada vida, no
puede por ende deambular entre los
distintos estados. Tampoco manifiesto que el individuo haya de morir, en el
sentido físico del término. Digo que el abandono de cualquiera de las
categorías, venga éste motivado por las causas que sean, conlleva una desaparición del individuo que era con
anterioridad, en la medida en que el cambio en las percepciones que sirven
de herramientas para componer en cada caso la vida; conlleva inexorablemente la
conformación de una realidad tan distinta, que en el caso de obligar al mismo
hombre a analizarla, conllevaría de manera inexorablemente la muerte neurótica
del individuo.
Es así que, por primera vez, no planteamos la escala
atendiendo a criterios de orden moral, esto
es según la suposición platónica de
que el tránsito por la misma tiene consecuencias de orden de superación moral.
Por el contrario nos reforzamos en la tesis de que cada hombre está, en la
medida en que sólo puede estarlo responsablemente,
en uno y sólo en uno de los estadios. Cualquier otro escenario sería objeto
de análisis hipocrático, cuando no
abiertamente de estado neurótico.
En consecuencia, la presencia en uno u otro de los estados,
depende singularmente de la predisposición al goce con la que cada individuo
está dotado. Y en el caso que hoy nos ocupa, el Hombre estético esta sublimemente dotado para el mayor de los
goces, el hedonista.
Es el Hombre estético feliz en tanto que ajeno no a las
pasiones, sino a la presunción de responsabilidad que éstas pueden tener
aparejadas. Retornando a la ya lejana ecuación que con la variable Tiempo
escribíamos líneas atrás, constituye una realidad que no necesita ningún preparativo, ningún motivo, ningún tiempo.
Es Don Giovanni, la
manifestación por excelencia de ese Hombre
estético. Un hombre que no puede definir la Felicidad porque no caen, ni Kierkegaard ni Mózart en la estupidez de
decir que la Música es el más sublime de los Lenguajes. Se trata sencillamente
de un hecho mucho más superficial, el que procede de comprender que la
felicidad puede ser definida sin más a partir de la sensación que procede de
suponer saciada la necesidad de goce que cada instante presupone en la vida del
Don Juan.
Se pierde con ello, si es que alguna vez existió, la menor
disposición a la
transcendencia. No es que el resultado sea un hombre superficial, es que cualquier otro
resultado, hubiera sido una vulgar
traición al Hombre que buscamos. Por definición un hombre artístico, ligado por ello a las cadenas de lo sensible, lo
concupiscible, y definitivamente atado a la superación permanente por medio de
la eterna superación que la muerte trae aparejada (presentando aquí, de manera
para nada contradictoria, la única cesión que al terreno de lo dogmático y de
lo absoluto hará en toda su existencia.)
Tenemos con ello un personaje efímero por definición. Un
personaje carente de capacidad de expresión sentimental. Un hombre que logra su
triunfo, el cual se materializa en la captura
de amores femeninos, por medio de la emisión de signos eróticos.
Y es por eso que ambos, Don
Giovanni y MÓZART, tuvieron la enorme suerte de encontrarse, en mitad de un
asunto que es esencialmente musical.
Líneas arriba consignábamos una máxima, que adquiere ahora,
tal vez, el grado de certeza que en un primer momento tal vez no poseía. La Música no es el más absoluto de los
Lenguajes. La Música vive en realidad, más allá del Lenguaje, lo prolonga o
lo sustituye. Sin embargo la Música se sonido, una ordenación de sonidos. Por
ello, de manera inevitable, silenciado el sonido, acabada la Música.
Y es esta circunstancia, la que nos permite afirmar sin pena
alguna, que Don Juan, Don Giovanni, El Burlador de Sevilla; o cualesquiera otro
de los personajes bajo cuyo paradigma planteemos la ecuación, son en realidad
absolutamente musicales. Desean sensualmente. Seducen con el poder demoníaco de
la sensualidad, y seducen a todas. La palabra, el diálogo, no son para ellos,
puesto que de ser así, estaríamos en realidad ante un individuo (todos son en
esencia el mismo), reflexivo. Por eso es que no tiene una existencia
permanente, sino que se apresura en un eterno desaparecer, exactamente como le
ocurre a la música, de la cual podemos decir que acaba tan pronto como ha
cesado de sonar, y sólo puede volver a ser, cuando vuelve a sonar.
Es así que la eternidad de todo Don Juan pasa por la
inevitable certeza de que no es sino una nota musical que se consume en el goce libidinoso breve, instantáneo, y
condenado por su propia naturaleza.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario