Pertenecer a la Especie Humana no es fácil. A estas alturas de la
vida, es una de las pocas cosas que podemos afirmar sin temer ni por asomo al
ridículo que del error pudiera proveerse.
Es el Ser Humano, un extraño resultado de la naturaleza. Compendio
para unos, eterno experimento para otros, lo único real a estas alturas está en
que una de sus mayores grandezas, a la par, o tal vez por ello uno de sus mayores
hándicaps, pasa no ya por la capacidad, sino abiertamente por la obligación a
la que permanece inexorablemente ligado, de comprenderse a sí mismo.
La comprensión de uno mismo, y por aproximación, o tal vez
como consecuencia; de todo lo demás que le rodea, es una tarea ingente, enorme,
y lo que es peor, de consecuencias inconcebibles antes de haber sido
emprendida. Es una tarea que, más allá de las propias condiciones impuestas,
las cuales, no por más conocidas pueden llegar a ser más arduas; encierra por
encima de todas ellas, una complicación conceptual enorme, cual es la de la
responsabilidad para con las cosas nuevas que se descubran.
Es así que, el hombre que se enfrente a la comprensión de
uno mismo, lo hará presa de los fervores que proceden a menudo del exceso de
tensión al que se somete, por juzgarse de manera excesivamente positiva en lo
concerniente a su saber y sus capacidades; o por el contrario lo hará desde la
fuerza de la que a menudo hacen gala los que, presa de la desesperación, o el más
absoluto de los desamparos, no tiene en realidad nada que perder.
Sea cual sea la motivación que en cualquier caso alimente la
fuerza del actor, lo primero que este descubrirá será la constatación evidente
de que tan importante como la naturaleza del hecho buscado, es en este caso el
medio por el cual nos aproximemos a él.
Surge así, o más bien reaparece, el Lenguaje, como gran
motor, dilema, y tal vez única definición auténtica del Hombre. El Hombre topa con el Lenguaje, a partir del
que elabora conceptos, con los cuales puede vertebrar sus pensamientos, y a
partir de ahí, el propio Hombre surge, como consecuencia, tal vez, de lo
primero que pudo ser pensado.
Así, el Hombre, la Vida, todo en definitiva, son aspectos de
una misma realidad en la medida en que todos participan de un mismo hecho, el
que les une en torno a la certeza de que pueden ser pensados, identificados en
un pensamiento.
Una vez alcanzadas, o más bien recuperadas semejantes
consideraciones, comprobamos con gran satisfacción como a partir de aquí todo
resulta no ya más sencillo, sino más aprensible. Es el pensamiento la gran
fuerza que sirve para conceptualizar todo lo que nos rodea. Pero su verdadera
fuerza, tal vez mayor si cabe que la anterior, se pone delante de nosotros
cuando comprobamos que en realidad es mucho más eficaz cuando lo empleamos para
conceptualizar todas aquellas cosas cuya existencia intuimos, pero que todavía
hoy, no estamos en condiciones de explicar.
Y es entonces, o más bien una vez dicho esto, cuando algunas
de las consideraciones efectuadas líneas más arriba, pueden ir, poco a poco,
adquiriendo el sentido que, tal vez en el momento en el que fueron dichas, no
fueron en realidad capaces de expresar.
Porque la aventura que llevó a los primeros a lanzarse en la terrible búsqueda de su propia condición,
y por ende de la de los demás, lleva inexorablemente, expresada en el lenguaje
en el que se expresan todas las consecuencias; una carga igualmente novedosa,
si bien mucho más terrible, cual es la de haber de lidiar con la consecuencia
de la responsabilidad de lo descubierto.
El Hombre se descubre a sí mismo cuando se perpetúa a través
del Lenguaje. Y es precisamente esa necesidad de postergarse, de proyectarse,
una necesidad que en realidad procede de la constatación pragmática que el
hombre como miembro de una sociedad tenía, del hecho de la desaparición, de la
unicidad, de la certeza que procede del cambio. El Hombre se descubre a sí
mismo, cuando tiene, o desarrolla, una manera evidente de conciliarse con
aquello con lo que hasta ese momento sólo se había relacionado de manera
intuitiva. Estoy hablando de la muerte.
Porque de manera evidente, y por supuesto efectiva, el
Hombre tiene constatación efectiva de la vida, o más concretamente del valor
que la misma puede llegar a tener, a partir del momento en el que comienza a
ser capaz de concebir de manera armónica y razonada, el hecho funesto no ya de
que, efectivamente puede perderla, sino que más bien, de manera
inexorablemente, llegará un día en el que ésta se le escapará, para siempre.
Se abre entonces un nuevo campo, una nueva realidad. Toda
una nueva naturaleza del Hombre, la que
procede de la constatación y desarrollo de la muerte, se va abriendo paso,
consolidándose a partir del terrible hecho de ser la receptora de la encomienda
de hacer si no comprensible, sí al menos aceptable y soportable, la idea de la
muerte, tanto para el que por circunstancias de la vida tiene tiempo para
prepararse aún en vida para ir a su encuentro, como fundamentalmente en este
coso para acompañar a aquellos que quedamos atrás, una vez ésta nos ha
sobrevolado, arrebatando de manera evidente, pero siempre injusta, a los que
una vez nos enseñaron precisamente, a vivir.
Alcanza con ello el Hombre, un nuevo grado de perfección en
el lento proceder de la vida por medio de la evolución; aferrándose
curiosamente en este nuevo ahora, a la comprensión de la muerte. Y como en el
caso del niño que crece, necesita ropa, si no armadura nueva, y por supuesto
armas nuevas con las cuales afrontar esta nueva, y cuantas nuevas
circunstancias le vengan derivada.
Y el Lenguaje, a modo de ropa, cuando no de armadura, se
pone de nuevo al servicio del Hombre para cumplir, una vez más, la tarea que
por éste le fue encomendada.
Pero se da entonces la comprensión de que el lenguaje ha
sido considerado, y ha evolucionado, para cantarle a la vida, al disfrute, a
los colores; y en definitiva a cuantas circunstancias le son propias al ser
humano, en el ejercicio de su desempeño terrenal, pragmático y efímero. Es entonces
cuando el Hombre comprueba que no dispone, al menos con las herramientas
convencionales, de recursos para desempeñarse con solvencia en la nueva faceta
que aquí y ahora se le encomienda.
Es entonces cuando la Música acude presta, una vez más en
auxilio del Hombre. Como código por
él elaborado, perpetúa sin ánimo traumático las condiciones que le son propias,
a su condición en este caso de Lenguaje. Sin embargo no es menos cierto, que la
Música posee una serie de componentes que en este caso se muestran
especialmente privilegiados de cara a poder describir, como nada más puede
hacerlo, algunos de los componentes esenciales que rodean concretamente a la
muerte, y en especial a sus efectos; cuales son, evidentemente las emociones
que su manifestación trae aparejada.
Resulta con ello, o tal vez sería más certero indicar que a
partir de ello; que la Música se convierte en uno de los mejores recursos de
cuantos descansan al servicio del Hombre, una vez que éste ha de hacer frente a
los deberes propios de su encuentro con la muerte.
Esta circunstancia, a priori extraña, se va revelando como
natural una vez que analizamos con algo de detenimiento las características tan
especiales que se presentan en ambas realidades, y que, inevitablemente, ambas
comparten. Así, más allá de certezas evidentes tales como las de comprender que
ambas se mueven en espacios finitos, pese a contar con naturaleza infinita,
podemos desde esa misma certeza constatar que así como la muerte es la
proyección metafísica de una realidad, la de la vida de cada individuo, que de
manera evidente fue real; la Música, reúne en sí todas y cada una de las
capacidades en pos de conectar mediante sonidos (hechos físicos), con las
emociones (hechos evidentemente trascendentales).
Y surge con ello, como no podía ser de otra manera, el Réquiem. Forma oficial de armonización
de los vínculos hasta ahora descritos del Hombre con la Música. El Réquiem viene a ocupar de manera brillante, sin
ambages y como se puede comprobar sin fisuras, el nuevo espacio que ha sido
despejado desde la razón, y al cual la Misa no puede llegar.
Y entre todos ellos, el de MÓZART. Compuesto a finales de
1791, no es ni mucho menos una obra más.
No lo será en el catálogo del compositor, ni lo será para el propio compositor.
Si el Réquiem como forma musical hemos constatado se trata
de un ejercicio de acercamiento y quién
sabe si de intento de comprensión de la muerte, tales afirmaciones alcanzan
en el caso de MÓZART un grado de constatación y certeza mucho mayor, al
alcanzarle a éste la muerte mientras lo escribía. Hay quien afirma, a
instancias eso sí de lo que diría después su viuda, que la propia muerte puso
en boca de MOZART las últimas palabras del lacrimosa:
“Ten piedad del Hombre pecador”.
Sea como fuere, otro motivo más para reflexionar sobre las
responsabilidades de la vida, desde la constatación de la certeza última, la de
la muerte.
En memoria de los que con su ausencia, no hacen cada día sino poner un poco más de manifiesto la certeza y la valía de cuanto nos dijeron en vida.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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