“El Hombre del Barroco
ama la inquietud y la tensión, pero sobre todo ama el patetismo grandioso.”
Inquietud, tensión...patetismo, aunque en este caso
desgraciadamente no merezca el sufijo de grandioso. ¿No podría responder en
realidad esta descripción no a la época barroca, 1600-11750; sino realmente
constituir un bello aunque no por ello menos sucinto rebato de la realidad
contemporánea, aquélla que más que vivir, bien podemos decir que nos ha tocado padecer.
Algunos estamos sinceramente convencidos de la más que
sincera relación que existe entre Música y Realidad. Sin embargo, hemos de
acudir a las palabras del siempre genial y nunca suficientemente alabado
NIETZSCHE, para empezar a intuir el verdadero marco de semejante relación. Una
relación que más que vincularnos a nuestra Realidad, lo que hace sencillamente
es anclarnos, con todas las
consecuencias que el argumento tiene, a nuestro tiempo. La Música se convierte
así en el último vestigio de razón y clemencia, que le quedará al Ser Humano una vez que las exigencias
caníbales que la nueva
Sociedad exige al nuevo Hombre, le arrebate incluso lo más
preciado, es decir, su propia condición.
Y sigue NIETZSCHE, radical,
como sólo en él puede ser posible, convirtiendo en normal lo que no son sino
atisbos de radicalismo. Coherente hasta la extenuación con aquélla, la
máxima por excelencia, la que reza que “….si
radical es el título del cual se hace merecedor aquél que ataca los problemas
desde la raíz, entonces, qué duda cabe, todos deberíamos ser radicales.”
Desde ese ánimo de espíritu. Desde ése, y sólo desde ése,
podemos comenzar a intuir, y todavía vagamente, las connotaciones que adquiere
la frase capital en el día de hoy.
Inquietud, tensión, y, en el colmo de la desazón, cuando no
del cinismo, patetismo grandioso. Sinceramente, he de acudir al genial alemán, una vez más, para no
volverme loco. La verdad es que sólo espero reencontrarme, aunque sea muy de
lejos, con un mero conato de realidad. Y lo hago, una vez más el viejo alemán no defrauda.
En una misiva enviada a su amigo Erwin RHONDE, escribe que el verdadero mundo es la música. La Música
es lo monstruoso, lo que transciende. Si uno la escucha, se abriga en el ser.
Mas abandonando el radicalismo, no por insatisfacción, sino
más bien por cuestiones derivadas del pragmatismo, y de la constatación
práctica de que incluso en términos de mero paso del tiempo tales
circunstancias no constituyen una certeza viable; hemos de aceptar de nuevo,
trayéndola de manera eficaz a colación, la insigne relación que vincula a la
Música con la realidad, y por extrapolación, con el tiempo que ésta vive.
Constituye así, la vida, una concatenación más o menos
ordenada, de sucesos que, deben su coherencia en la mayoría de ocasiones no a
características que les puedan ser atribuidas desde la constatación natural. En
la mayoría de ocasiones, por el contrario, esta coherencia, cuando no por
esencia la mera ilusión de su permanencia, ha de buscarse en el tiempo, si no abiertamente
en la Historia, de la que se convierten en artífices.
La vida como sucesión de acontecimientos. El tiempo como
marco de la sucesión de éstos. Y la Música, como canal natural de vinculación
de los mismos. Y en medio, el hombre, como actor, casi secundario. Por ello,
habrá de ser necesariamente la Música la
que le lleve de retorno a la normalidad, a una normalidad que procede de
redefinir los protocolos naturales del diseño: “Todo lo que no se deja aprehender a través de las relaciones musicales,
engendra en mí hastío y náuseas. Al volver del concierto de Mannheim sentí en
mayor medida el singular miedo nocturno ante la realidad del día, pues ésta ya
no me parece real, sino fantasmagórica.”
Se trata, en realidad, de aceptar como máxima la realidad partícipe
de la constatación procedimental de que los hechos, si bien pueden parecer
nuevos, siempre proceden en realidad de un hecho pasado, o en el peor de los
casos de una interpretación paralela de éstos; cuando no aceptar, sinceramente
y a ciencia cierta, que verdaderamente,
nadie pone nada nuevo bajo el sol.
Se trata, en definitiva, de constatar que el pasado está
mucho más presente de lo que nos pensamos en nuestros presente. De manifestar
la certeza de que en realidad lo que llamamos presente, no lo es tal en la
medida en que el concepto básico que debería ir inexorablemente ligado a él, a
saber, la originalidad, no sólo no comparece ante su cita, sino que más bien la
rehúye de forma manifiesta en tanto que el presente no es sino una nueva
manifestación del pasado, en tanto que es reinterpretado al ofrecernos nuevas
sensaciones, emociones distintas.
Sensaciones, emociones. En definitiva, el territorio por
antonomasia de la emotividad, y por ello abonado para la Música.
Así, de aceptar la correlación de tiempos, no como de pasado
hacia presente, sino de pasado a pasado modificado; podremos reflejar los
vínculos que unen al presente que nos ha tocado vivir, con el pasado del que
procede. Así, de la comprensión eficaz de tal pasado, comprensión a la que
ahora sí podremos acceder plenamente en la medida en que la perspectiva
responde a todas nuestras preguntas, y resuelve todas nuestras cuestiones;
podremos encontrar de manera inequívoca el camino en pos del que enfilar la
manera adecuada de afrontar todos los problemas que nos acosan, los cuales
tienden a convertir en infumable la
vida que nos ha tocado vivir.
Así, embarcados en la apología del caos en la que podría
convertirse tratar de hallar por metodología
de ensayo-error el plano temporal adecuado, llegamos a la conclusión de que
la Música, y más concretamente el vínculo que ésta tiene con cada momento histórico, bien podrá ayudarnos.
Se trata esencialmente de explotar la tesis de que la Música
que se compone, que triunfa en cada
época, lo hace porque guarda ciertas categorías conceptuales que la dotan de
coherencia. Significa el reconocimiento explícito de que cada Realidad Histórica tiene sus emociones,
y por ende la Música que le es propia, como expresión sinérgica de tales
emociones.
Busquemos pues, en el amplio catálogo de la Música a lo
largo de la Historia, aquélla que es coherente con las emociones que nos son
propias. Sólo pueden pasar dos cosas, que no encontremos correlación por parte
alguna, lo que supondrá el reconocimiento expreso de aquello que sólo es
intuido, o sea, que esto no tiene vuelta atrás, significando el principio de un
camino sin retorno. O, por el contrario, podremos reencontrarnos con nuestras
emociones pasadas, recuperando con ello nuestra identidad, y pudiendo en consecuencia
desandar lo andado, a la búsqueda
explícita del momento en el que nos desviamos del camino correcto.
¿Supondrá esto aceptar que el camino que ha de transitar el próximo Hombre, su futuro, no pasa sino
por un retorno a su pasado?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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