Casi incontables son las ocasiones en la que la Historia nos
enfrenta con acontecimientos de cuya resolución parecen emanar realidades que a
menudo resultan proclives por sí mismas, a ser consideradas como únicas. Me
refiero a esos hechos, comportamientos o en cualquier caso manifiestas
realidades que se agrupan bajo el epígrafe común de despertar en cuantos las
revisamos con la perspectiva del tiempo, la meridiana
certeza de que la
propia Historia , tenía una cita, con ese instante.
Son momentos, ocasiones, en las que todo, presente, pasado,
y sobre todo futuro, pende de la estimación o de la proporción que un
determinado elemento, personaje generalmente, se haga en torno de la realidad
que le ha tocado vivir: o lo que es peor aún, de la perspectiva que él
considere al respecto.
Es ese instante, cuando la capacidad de responsabilidad,
enfrenta al personaje con su momento. Es así, y entonces cuando la Historia
emerge, para convertirse en algo más que en una mera acumulación de
acontecimientos históricos.
Es entonces cuando los personajes humanos, consideran
necesario reclamar su cuota de
participación en la Historia.
La segunda mitad del siglo XV no ha sido fácil para
Castilla. Sin entrar todavía ni tan siquiera a aventurar la posibilidad de la
integración en pos del sueño español, las
relaciones entre reinos no son lo que se podría decir, demasiado cordiales. Y
sin las relaciones externas no son sencillas, poco o nada más halagüeño podemos
decir en torno a la forma de proceder de manera interna. Así, los vínculos que
rigen la forma de procederse entre la cada vez más patente nobleza interna, puede ser considerada casi de cualquier
manera, menos cordial.
Y las causas para que semejante descripción no sea en
realidad descabellada, han de ser buscadas como es normal no demasiado lejos de
los propios círculos que se entretejen en torno a los elementos nobiliarios. Es
más, tal realidad no es sino
consecuencia de un plan, perfectamente trazado, si bien referido a destiempo,
atendiendo a causas y celebraciones ya disonante en la continuidad del tiempo.
La tarea de gobierno es algo demasiado complejo y engorroso.
Además, dado como está compuesto el método, sin duda el grado de complicación
que de la misma se deduce, no está lo suficientemente justificado a tenor de la
intensidad de los beneficios y satisfacciones que de su correcto proceder
puedan llegar a ser obtenidas.
Semejante, si no parecido razonamiento, es el que mañana
tras mañana sin duda se reflejaba en la cabeza del monarca, a la sazón de
Castilla, Enrique IV, cada mañana, cuando amanecía junto a una déspota como
Juana de Portugal.
Era Enrique IV la imagen personificada del típico monarca de compromiso. Edificado en
torno al aforismo del nos, que valemos
tanto como vos, no podéis ni debéis olvidar que juntos somos más que vos.
Lo que subyace en la fórmula, es la base conceptual de una
de las realidades que nos permite comprobar sin el menor género de dudas, la
especial disposición con la que una incipiente España, representada en una
realidad, la de Castilla ;
se enfrenta de manera ventajosa y espectacular, a las disposiciones, realmente
espectaculares, de lo que habremos de considerar por continuidad temporal, como
proceso referido a la Edad Media.
Y es que, sin posibilidad para el error, la forma de
transcurrir la Edad Media
en España, no guarda correlato ni por aproximación, con cualquiera otra forma
de consideración que podamos demostrar o referir a cualquier otro espacio de la incipiente Europa.
España cuenta, para cimentar semejante afirmación, con las
especificidades que proporciona un hecho claro como es el de la invasión
musulmana del 711. Y más concretamente con las propias de una circunstancia
histórica sin parangón, cual es la del fenómeno
de la Reconquista.
Sin que el no pararnos ni un segundo en los avatares
técnicos y/o militares de la mencionada Reconquista pueda interpretarse ni por
asomo en un acto de reparo o irreverencia, lo cierto es que para el caso que
nos atañe, otras son las circunstancias que nos parecen abiertamente más
relevantes, al menos para el caso que nos ocupa. Por ello, atendiendo a
aspectos en otras ocasiones más olvidados, tales como los vínculos de poder que
se conforman entre los distintos reinos que son fruto de la realidad del
momento, y las relaciones que entre ellos se conforman, atendiendo a la doble
realidad que procede de tener que responder en unas ocasiones a la necesidad de
reforzar vínculos entre ellos, necesidad que procede de la existencia de una
amenaza común, El Islam; sin olvidar evidentemente ni por un segundo la otra
realidad, de carácter tal vez más doméstico, pero igualmente importante, que
surge de las respectivas y propias condiciones de autogestión; es cuando
podemos ir poco a poco, estableciendo una visión global y aproximada, pero
presumiblemente certera, de las peculiaridades de la naciente cuna de España.
Pero lo que hasta el momento había sido una virtud, incluso
para el caso de su padre, Juan II, en el caso de Enrique IV no se convierte
sino en un problema, con consecuencias desastrosas, a la par que imposibles de
valorar, y mucho menos en la época que resulta contemporánea al monarca.
La Reconquista es, a estas alturas, un capítulo del que ya
no quedan contraprestaciones políticas ni de poder que extraer. Las fronteras
están asentadas, no sólo con el
territorio Andalusí, sino incluso entre los propios reinos cristianos. Es
más, atendiendo a una lúcida lectura de la realidad, la amenaza puede proceder
con mayor fiabilidad de éstos, y con certeza absoluta de Portugal. Por ello, la vulgar
Política de Enrique
IV se dirigirá más hacia la salvaguarda frente a estos problemas reales,
como se observará por ejemplo con la acción que supone su matrimonio con Juana
de Portugal, de la que nacerá la en principio heredera al trono, Juana, apodada
La Beltraneja.
Así, si bien La Reconquista constituye para él un asunto
cerrado, no es menos cierto que una derivada
directa de la misma se acabará convirtiendo en la fuente de sus desavenencias,
cuando no de sus desgracias.
Es La Reconquista un periodo tan propio de la Historia, que
llegará incluso a acuñar conceptos, procedimientos y por supuesto personajes
que no tendrían cabida alguna en cualquier otro momento, o lugar. Así, una
consecuencia interna de la misma, es sin duda la conformación de un modelo nobiliario sin parangón en
Europa, que adquiere prestancia desde el momento en que el noble acumula a
efectos la misma cantidad de poder que el propio monarca, diferenciándose del
mismo tan sólo por la calidad de ese
poder. El motivo, parece evidente, las necesidades militares de la
Reconquista eran tantas, y tan costosas, que el modelo de poder vigente en
Europa, así como su alcancía y por
supuesto la manera de referirse a ésta, no tendrían capacidad alguna de
vigencia en España, ni la tendrán hasta el Gobierno de Carlos I
Hereda entonces Enrique IV un modelo nobiliario que ya le
costó a su padre Juan II el disgusto definitivo, en manos en este caso de
Álvaro DE LUNA. Un modelo lleno de paralelismos,
y sin duda con la sintomatología de que los cambios, imprescindibles, darán
lugar a un mundo nuevo.
Pero él no es, ni mucho menos, la persona capacitada para
encabezar esos cambios. Sin embargo, obrando con justicia, y sin duda en su
favor habremos de decir que, bien por capacidad
estratégica, o bien como mera muestra de su reconocida abulia hacia las
acciones de gobierno, su ausencia de actividad impidió el que por otro lado
hubiera sido imprescindible derramamiento de sangre, a la par que preconizó las
realidades que hicieron posible los cambios que acabarían por proyectar
Castilla hacia España, y hacia el Mundo.
Y de nuevo, como no podía ser de otra manera, los nobles, como responsables de todo el cambio.
Será la naturaleza de
la niña Juana ,
tan sólo el detonante de la situación.
La Carta de Agravios que desemboca en todo
lo posterior, utiliza la supuesta duda en tanto que la paternidad de Enrique
sobre la mencionada
Juana , tan sólo como justificación para llevar a Enrique a un
brete del que sólo cabe salir cediendo, o aceptando una guerra destructiva, y
todo ello, teniendo al Juan de Portugal con un ejército armado, y a la espera,
en tanto que elige enemigo contra el que lanzarlo, con el firme objetivo de
apoderarse de Castilla.
Por ello, aquel 18 de septiembre de 1468, en la a partir de
entonces Venta Juradera, como siempre
y por siempre Toros de Guisando, se
firma un pacto con consecuencias definitivas para Castilla, elementales para
España, y redundantes para Europa.
Isabel I de Castilla sale como Reina de Castilla. Una nueva
forma de ver el mundo, un nuevo sueño.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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