Puesto uno a hacer conjeturas en relación a cuál o cuáles
pueden ser, las acciones o mandatos más difíciles de llevar a cabo en la vida,
muchas pueden ser, ciertamente, las respuestas que a cada uno de nosotros, en
base a su propia experiencia vital, pueden pasarnos por la cabeza. Sin embargo,
puestos a elucubrar, pocos serán quienes encuentren una más complicada que la
de conciliar no ya de manera creíble,
sino virtualmente práctica, las atribuciones del mundo, con las obligaciones
que por otro lado depone la creencia
religiosa.
Sin duda esa, o por no ser excesivamente presuntuoso, una
muy parecida, era la que debía presidir la
voluntad de espíritu, con la que Juan XXIII se había levantado aquel 25 de enero de
1959, cuando en la Sala de los
Benedictinos de San Pablo Extramuros, sorprendió a todos, a extraños, pero
sobre todo a propios, cuando anunciaba mediante lo que el mismo definió como un
discursito, su voluntad de convocar
un concilio. Comenzaba así la fase de preparación del Concilio Vaticano II, uno de los cinco llamados a ser los más
importantes de los celebrados en la larga historia de la Iglesia Católica.
Poco tiempo había necesitado Angello Giuseppe Roncalli, ordenado como Sumo Pontífice bajo el
nombre de Juan XXIII, para comprender de manera clara el orden y la magnitud de
las desinencias que hacían prácticamente inconcebible la superposición de la Iglesia y sus procedimientos, dentro de
las formas que consolidaban la nueva Realidad
Mundana.
El poco tiempo transcurrido entre su nombramiento, acaecido
el 28 de octubre de 1958; y la puesta en marcha de los procedimientos en pos de
la convocatoria del Concilio Vaticano II
(lo que ocurre el 25 de enero del año siguiente), ponen de manifiesto tanto
esa agilidad mental, como por supuesto el más que evidente estado de enajenación en el que la Iglesia Católica se encontraba instalada. Un estado de alienación que se
manifestaba no ya tanto de sus principios, como precisamente de la dificultad
creciente que cada vez se manifestaba con más fuerza; de hacer compatibles
estos principios con los protocolos existentes al respecto, que luego habría
que hacer coincidir con lo que hoy llamaríamos Realidad de la Vida.
Revisada la magnitud de los acontecimientos a analizar, no
es sorprendente una vez más considerar imprescindible volver la vista sobre el
pasado más o menos cercano, en pos, si no de respuestas, sí cuando menos de las
distintas fórmulas de las que se sirvieron las preguntas en el pasado. Así, acudiendo
al anterior Concilio, Vaticano I, celebrado
un siglo antes, y a la sazón todavía pendiente de decretar cierre; por la
necesaria suspensión acordada en su momento fruto del estallido de la guerra Franco-Prusiana , nos encontramos sobre todo, y como no puede ser de otra manera,
cuestiones que se encuentran fuertemente vinculadas no ya sólo con elementos
procedimentales, sino que más bien, hacen mención expresa a líneas fundamentales de la interpretación
vehicular, tanto de las fuentes, como de los componentes estructurales de La
Iglesia.
Así, en términos netamente vinculantes, y a la sazón,
comprensibles, el siglo XX había traído toda una serie de innovaciones las
cuales, apuntadas de manera específica en el terreno que hoy nos ocupa, habían
provocado un notable distanciamiento no tanto en las formas, sino abiertamente
en el fondo, tanto de las interpretaciones de los textos, como incluso de la
forma mediante la que había que aproximarse a esos mismos textos. En
definitiva, los métodos de aproximación neoclasicistas,
y de interpretación literal de la Biblia, que habían sido la respuesta reaccionaria con la que se había
manifestado el Concilio Vaticano I; era
superada por una visión mucho más pragmática. Semejante proceder, como no podía
ser de otra manera, venía de interpretaciones jesuitas, concretamente de figuras tales como Karl Rahner, el cual había centrado todos su esfuerzos en lograr una vinculación directa entre las
vivencias de la Teoría de la Iglesia, y aquéllas que procedían directamente de
la experiencia humana.
Y como en nuevo giro
del destino, o más bien como una pérfida broma, tales interpretaciones, o
más concretamente las ideas asociadas a las mismas fueron, otrosí, las
precursoras de un nuevo enfrentamiento entre éstos (los jesuitas), y los
Dominicos; los cuales, como personajes tales como Joseph Ratzinger (el actual Papa); a la cabeza, preconizaban ideas
cercanas a la recuperación de la Lectura estricta de la Escritura. Un
retorno a las fuentes (ressourcement) y una actualización, (aggiomamento).
Probablemente ahora, es decir,
tras analizar con mayor detenimiento los que podríamos llamar antecedentes
internos con los que Juan XXIII se encontró conforme fue nombrado Papa, podamos
hacernos una idea más certera de los considerandos que le llevaron a tomar la
sin duda, compleja decisión.
Sin embargo, achacar una decisión
tan transcendental tan sólo a motivos de procedimiento, constituiría sin duda
un error garrafal, achacable sobre todo a una imperdonable falta de
perspectiva. Y esto, transcurridos ya los años que han transcurridos, no
es, cuando menos, ni tan siquiera concebible.
Una vez superada, al menos en lo
concerniente a las consideraciones estrictamente técnicas, la Segunda Guerra
Mundial , la franca división en los consecuentes bloques
ideológicos a los que la misma dio lugar, se hacían más y más evidentes.
Sin embargo, esta escalada de tensión, a pesar de acontecimientos, tales
como el episodio de los misiles cubanos; tendría, posiblemente por
primera vez en la historia, una mayor repercusión y desarrollo en los terrenos
de la Política y las Ideologías, que en el preciso y específico del llamado
ejercicio militar.
Así, las batallas que se
desarrollaron, lo hicieron marcadamente en el terreno de la teoría, de la
ideología, siendo concretamente armas de este tipo las que se desplegaron de
manera fundamental en toda la contienda.
En definitiva, El Concilio
Vaticano II y el propio Juan XXIII son consecuencia directa del escenario no
tanto político como sí ideológico en el que se vieron inmersos. Un
escenario en el que la dialéctica se encontraba centrada en las disputas entre El
Capitalismo y El Comunismo, representados de manera casi exclusiva, al
menos en lo que concierne a poder real, respectivamente por Los Estados
Unidos de América, y la
extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Y en contra de lo que pueda
parecer, en realidad el escenario no estaba alejado del Vaticano, ni tan
siquiera de Europa. Más bien al contrario, la escenificación de las
hostilidades se hallaba centrada en el mismo corazón del Viejo Continente, a
saber en Berlín, una ciudad que con sus kilómetros de Telón de Acero, se erigía como la metáfora
perfecta entre lo que era el bien, monopolizado por la República Federal
de Alemania; y el más absoluto de los males, la República Democrática
de Alemania.
Y todo ello, conformando un
escenario en el que La Iglesia ni podía ni debía permanecer inmune. Se
hacía necesario, casi perentorio llevar a cabo una acción. Y así es como se
convoca el Concilio Vaticano II.
Asistieron casi 2500 Obispos, de
los que fueron convenientemente depurados los casi 200 chinos
comunistas.
Teólogos como el propio Karl
Rahner fueron invitados, bien es cierto que a título de consulta del Papa,
sin derecho a participar plenamente.
Asistieron Teólogos de otras
confesiones, tales como Luteranos y Protestantes.
Se permitió la entrada de la
Prensa.
Todo ello, en definitiva,
enmarcado dentro de una serie de esfuerzos, realmente enormes, que tendrían
como objetivo final acercar La Iglesia y sus procedimientos, a sus
fieles, en definitiva aquéllos a los que deberían ir destinados en principio
todos los esfuerzos.
El Concilio cambió, sin el menor
género de dudas, el rostro del Catolicismo. Promulgó un nuevo Ecumenismo,
modificó ampliamente la Liturgia y, en definitiva, fue capaz de traducir la
realidad, a lenguaje comprensible para la siempre inmune y alejada de la
realidad, Santa Madre Iglesia.
Lástima que Juan XXIII, no
viviera para clausurarlo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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