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Y esa es, sin duda, la relación que el hombre presente tiene para con la Historia.
Tal día como el 11 de noviembre, pero en el caso que nos
ocupa, de 1918, miércoles, para más seña; en un lujoso aunque no por ello menos
viejo vagón de tren, acorde con la circunstancia que a bordo del mismo iba a
tener lugar; una delegación de diplomáticos
alemanes, se disponían a aceptar las condiciones
de capitulación que el ya por entonces ejército
aliado, se disponía a ofrecerles.
En aquella vía muerta,
al norte de París, convergían toda una serie de acontecimientos históricos
cuyas causas hundían sus preceptos en lo más profundo de la negrura de la
tierra que algún día fertilizaría el proyecto
europeo, y cuyas consecuencias, aún hoy, no hemos sido capaces de valorar
en toda su extensión.
En esa vía muerta, no era la rendición de Alemania la que se
forjaba. Era el derrumbamiento del Imperio
Austrohúngaro, tal vez el último de los imperios conocidos, si nos atenemos
a lo concerniente al cumplimiento de ciertos parámetros que la Historia exige
en tales eventos.
Un derrumbamiento que, como todo lo que se precie, ha de
buscar en el pasado, solo que en este caso no muy lejano, toda la idiosincrasia
de su existencia.
La llegada del siglo XX había sido en realidad prematura.
Por ser más preciso, habríamos de decir que el mil novecientos había llegado
sin permitir que muchas de las realidades fundamentales del mil ochocientos, se
hubieran resuelto satisfactoriamente, o en el peor de los casos se hubieran
extinguido en silencio.
Pero al contrario de eso, las grandes potencias; Alemania,
Francia, Gran Bretaña…Rusia por supuesto; e incluso una incipiente y todavía
risueña, los Estados Unidos de América; bebieran
y comieran juntos, y en aparente armonía, del gran banquete que el siglo XIX había
cocinado, y que parecía se degustaría en el XX
Pero tal y como suele ocurrir en éstos casos, la realidad es
obstinada, y suele mostrar su obstinación en el hecho de que los sucesos han de
acaecer no sólo como deben, sino también en el momento adecuado.
Los países europeos, que no es lo mismo que decir Europa,
manejaron desde siempre el casi místico
proyecto de enarbolar juntos la bandera de una Europa Unida. Desde Carlo
MAGNO, hasta Napoleón, intensos y variados fueron los intentos desarrollados en
pos de la consecución de semejante acto. En términos prácticos, o tal vez
públicos, muchos a la par que variados fueron los motivos que se arguyeron a la
hora de justificar la imposibilidad de desarrollarlos, unas veces, o las causas
del fracaso de los mismos en las escasas ocasiones en las que verdaderamente se
intentó.
Y poco a poco, el sueño quedó apartado, laminado, al alcance
en apariencia tan sólo de unos pocos. Unos pocos que en ocasiones serían
llamados locos, o las más de las veces, militares.
Así es como Europa, como unidad exclusivamente geográfica,
inició su camino. Un nuevo camino en tanto que finalmente, el aparente abandono
del mencionado proyecto de unidad, permitió el empleo de todas las capacidades,
tanto prácticas como intelectuales, en pos de la obtención de un beneficio
propio, el cual aparente y ficticiamente, afectaba en exclusiva a aquéllos que
habían participado del mismo. Pero tal concesión era en realidad un eufemismo.
El que procede de reconocer que detrás de la tela y los colores del que
aparenta ser un hermoso cuadro, se esconde en realidad la ignominia y la
perfidia, dos de los principales atributos que redundaron a lo largo sobre todo
del siglo XIX en la imposibilidad manifiesta para que los planes de unidad
fructificaran.
Como consecuencia de ello, no se trata ya de que cada país
se enfrentara a la realidad con sus propios instrumentos. La realidad nos
indica que tal acto se vio igualmente acompañado de la convicción de que la
causa que había hecho naufragar el proyecto, residía siempre en los demás. Con
ello, no se trataba ya de que cada país considerara lícito hacer la guerra por su cuenta. Se trataba en realidad de comprobar
la sangrante realidad según la cual había de hacerlo protegiéndose
indefectiblemente de la amenaza que los demás volvían a suponer.
De esta manera, no se trataba ya tan sólo de que Gran
Bretaña se obstruyera en el empeño de revitalizar sus obtusas convicciones
victorianas, o de que Francia deseara realmente volver a escuchar en Versalles
la música de Lully. Se trataba en realidad de manifestar el peligro que se
encerraba en comprobar que detrás de semejantes actos, lo que se ocultaba ahora
era la incongruente necesidad de alejarse de los demás, aparentando una objetiva diferencia manifestada en el
artificio con el que de manera paralela se desarrollaba todo lo que inflamaba,
entre otros, los ardores nacionalistas.
Y en medio de todo esto, la Alemania de los BISMARCK, y la
Rusia de las Dinastías Zaristas.
El Imperio
Austrohúngaro se encontraba dando sus últimos estertores. Y Alemania, una
vez más, asistía impaciente a esa agonía, esperando para recoger aquello que
supuestamente siempre había sido suyo, con Otto Von BISMARCK a la cabeza.
Como es de suponer semejante hecho, evidente por otra parte
para todos los países convidados al
evento, no era visto con buenos ojos. La desconfianza primero, y la certeza
después, convirtieron a Centro Europa en
un polvorín a punto de estallar. Sin embargo, muchas y muy peligrosas todas
ellas, eran las expectativas que en cualquier caso se abrían para la mayoría de
países europeos en el caso de llegar ni tan siquiera a valorar la posibilidad
de un conflicto armado.
La calma tensa que sirvió de testigo a las celebraciones del
cambio de siglo, serían en realidad el contexto precursor de los
acontecimientos que al poco se habrían de desarrollar.
Y mientras, las dudas si no abiertas incertidumbres en
relación al comportamiento de Rusia. Su especial naturaleza, justificada
fundamentalmente en su gran tamaño, lo que aporta una serie de aditamentos muy
a tener en cuenta, imprime al país y a sus habitantes un carácter no sólo
específico, sino completamente incomprensible para el resto de modelos sociales del continente. Todo
esto unido a su ingente riqueza, procedente tanto de su descomunal extensión de
tierra fértil, como a la no cuantificada
con precisión existencia de yacimientos de minerales metálicos, imprescindibles
en la denominada segunda fase de la revolución industrial, hacen converger
en Rusia la certeza de que se trata de una nación tan complicada de mantener
entre tus aliados, como negligente en el caso de hacerte merecedor de su
enemistad.
Con ello, por enésima vez, el continente se pone en manos de
Alemania. BISMARKC y su gobierno estudian todas las posibilidades, sopesan los
pros, y los contras. Pero una vez más, su impronta militar juega en su contra.
La certeza de que Rusia puede movilizar más de seis millones de soldados en
cinco días, se convierte en una amenaza supuestamente real. Y por ello apuestan por la convicción de que
quien da primero, da dos veces.
Como creo queda claro ya a estas alturas, al asesinato en
Sarajevo del Archiduque Francisco Fernando a manos aparentemente de un exaltado
nacionalista, puede ser interpretado tanto como una excusa, o en el peor de los
casos como un medio.
Sea como fuere, la realidad es que Europa se desangró como
nunca hasta entonces durante más de cuatro años, los que van de 1914, hasta el
11 de noviembre de 1918.
A lo largo de esos fatídicos días, Europa volcó lo mejor de
sus capacidades técnicas, humanas y constructivas, en desarrollar la más
mortífera maquinaria de muerte que hasta el momento la Humanidad había
conocido, y vaya si lo consiguió.
Los campos de centro Europa, hasta ese momento cubiertos de
fértiles plantaciones, sucumbieron al pavor de la guerra tiñéndose a partes
iguales con la sangre de aquéllos que semanas antes los habían cultivado con su
sudor.
Y todo para acabar en la madrugada de aquel once de
noviembre de 1918 en una vía muerta, en un bosque de París, firmando a las tres
de la mañana un armisticio que dejaba a Alemania derrotada, demasiado
derrotada, y lo que es peor, imperdonablemente humillada.
Si bien el acuerdo se firmó a las 3 de la mañana, no entraba
en vigor hasta las 11. Por ello, muchos oficiales siguieron ordenando cargas en
pos de la toma de objetivos hasta las 10-59 de esa misma mañana.
El último muerto de la guerra se produce en la toma del
puente de la localidad francesa de Somme. Era un joven escocés de 35 años, a
las órdenes del ejército de los Estados Unidos.
Cuando el oficial que ordenó la carga fue preguntado en el
transcurso de una vista militar en
relación a los hechos que le llevaron a prolongar la lucha hasta el último
momento, sabiendo como sabía de la entrada en vigor del alto el fuego, éste afirmó que “su
conciencia le obligaba a ser coherente con la certeza de saber que los alemanes
a los que matase ahora serían los únicos con los que no tendría que volver a
luchar mañana, cuando las heridas no cicatrizadas le obligaran, más pronto que
tarde a volver a luchar a Europa.”
Mientras, en el bando alemán, un cabo bohemio de ascendencia
austriaca, hijo de un empleado de aduanas, juraba, al enterarse de la
rendición, que se vengaría con el tiempo, tanto de los francos y sajones causantes primarios de los males de Alemania,
como fundamentalmente de la casta de políticos alemanes que habían traicionado
todo en lo que el creía.
Se apellidaba HITLER.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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