Apalancados en el eufemismo, permanentemente instalados en
la hipocresía propia del que cree creer cuando saber no sabe; no ha de ser sino
la presencia de la eterna duda la encargada de enfrentarnos a la verdad, que
como es de suponer no por esperada, ha de resultar menos dolorosa.
Porque al contrario de lo que pueda suponerse, no es sino la
Lógica, en su aplomo, la única fuerza competente no para mostrarnos, pues en
este caso resulta más adecuado decir que para poner de manifiesto, el catálogo
de calamidades llamado a redundar no tanto en nuestro oprobio, que sí más bien
en nuestra resurrección; pues como es bien sabido: Sólo el que se sabe enfermo,
puede mostrarse complacido al iniciar el tránsito hacia la sanación, sobre todo
cuando se sabe éste plagado no ya de dificultades (pues la fuente de tales es
externa), como sí más bien de sinsabores (los cuales como es sabido no proceden
sino del venenos que nosotros mismos generamos, y que contra nosotros mismos
empleamos).
Y no hay peor enfermo que el que lo está por primera vez, o
como sería más justo decir, que aquel que nunca antes ha reconocido sobre sus
hombros el peso propio de conducirse enfermo.
Es la nuestra una patria llena ante todo de Historia. La
frase, quién sabe si por manida, parece haber perdido todo su sentido. Será por
ello que considero necesario detener aquí nuestro todavía indeciso transitar,
para dejar claro que lo que está llamado a marcar la diferencia entre Historia,
y mero paso del tiempo, necesariamente ha de ir
mucho más allá del mero cúmulo de dudas o certezas que los hechos en los
mismo promovidos puedan o no suscitar. Es así la experiencia, definida de
manera casi imperceptible como el resultado que sobre el Hombre de cada época tienen los sucesos que por y para el mismo son
acontecidos; la que parece destinada a concitar sobre sí más interés que el
que sería propio de un hecho llamado a pasar
por un mero instrumento.
Instrumentos que se convierten por mor de su propia fuerza,
o de la que en todo caso le es atribuida, en catalizadores de verdad, cuando no
en referencia a la hora de determinar lo llamado a ser tenido como propio en
aquellas situaciones en las que la dificultad de la realidad, o de la
interpretación que de la misma resulta propia, obligan a erigir catalizadores
en muchos casos destinados a permanecer como reductos, refugios de una realidad que bien por etérea, o por caduca o
atemporal, está llamada a desaparecer en aras de un futuro incapaz como es obvo
de justificar por sí mismo el peligro de las acciones que resultan
imprescindibles para su propia implantación.
Es el caso, precisamente, de la obra de José ZORRILLA, y más
concretamente de su D. Juan TENORIO.
Propia de otro tiempo, o en todo caso escrita de manera
extemporal, la obra viene a erigirse en el parangón al que nos aferramos todos
aquellos que desde la necesidad más que desde la realidad que nos brinda la
existencia de pruebas, nos embarcamos periódicamente en las aguas turbulentas
en las que degenera la provisión de una realidad en la que un verdadero Romanticismo Español pudiera tener más que esencia,
cabida.
Porque si por bien la obra “D. Juan Tenorio” tiene como
consecuencia ubicar a su autor: José ZORRILLA como uno de los precursores,
algunos llegarán a decir que único ejemplo, del tal vez bien denominado Romanticismo Tradicional en España; no
es ni será menos cierto decir que tal afirmación terminará necesariamente por
volverse en contra de los que intención ladina la profieren, pues en el fondo
la realidad subyacente marca que incluso los llamados a negarlo suscitan, por
el mero hecho de tener que negarlo, el
a priori de que un Romanticismo Español, siempre
existió.
No pretendo, por supuesto, dar pie a ninguna discusión, o al
menos no a ninguna que pueda o deba discurrir por los territorios científicos
que bien pudieran hacer converger sus tesis en torno a cuestiones tales como
las propias de afirmar que los afortunados allá por 1835 que asistieron al
estreno de la genial obra de El Duque de Rivas, asistieron en realidad al
nacimiento del Romanticismo Español. La
afirmación, por categórica más que por acertada o desacertada, choca de plano
con la intencionalidad que de nuevo urde la trama en la que amenaza convertirse
esta humilde sucesión de palabras en la medida en que de parecida manera a como
me ocurre con El Big Bang: doy por
buena su condición de explicación
satisfactoria a la mayoría de cosas que veo si bien no entiendo, no por
ello he de negar que me resisto a reducir a un instante (lo que supone asumir
lo instantáneo de la esencia de todo hecho), la causa o principio de lo que
está llamado a consolidarse como el todo
conocido, y por ende que habremos de considerar y conocer.
Dicho en otras palabras, D. Álvaro o la fuerza del sino no
está llamada a constituir en su presente el cúmulo de características y
circunstancias que le llevarán después a gozar de su condición de obra por antonomasia destinada a describir
la quintaesencia del Romanticismo. Como es de suponer, tal consideración habrá de venir después, cuando el paso
del tiempo haya labrado con su inexorable condición los cauces por los que sin
dilación habrán de discurrir las circunstancias destinadas no tanto a hacer
comprensible la excelencia de una determinada época, sino la certeza de que
ésta comienza a colapsar (hecho que inexorablemente se ve ligada a la certeza
de comprobar en qué medida nuevas formas de proceder, originan nuevos
movimientos).
Es entonces cuando el contexto, en su atribución propia de
marco histórico, nos aporta la escenografía destinada a hacer compatible con la
realidad la naturaleza social e individual de una realidad humana que no encaja. Porque efectivamente, la
España y por ende los españoles de la época que en términos cronológicos han de
ubicarse en el citado periodo histórico, han de encontrar su convergencia no en
la aceptación de un hecho unitario, que sí más bien en la deserción de otro que
está por claudicar.
Es así que más que hablar del Romanticismo como un
movimiento propio, dispondremos la esencia de sus virtudes en las
características de emancipación que
respecto al colapso del Neoclasicismo pueden objetivamente serle atribuidas.
Conformamos así pues poco a poco un tamiz destinado a
filtrar elementos de una realidad disociada ya respecto de los parámetros que
parecían destinados a conferir a la misma cierta dosis de coherencia para con
el tiempo que le es propio; pero que tal y como ocurre en la realidad con tales
artefactos, nos obliga a asumir que de tal y como sea el calibre de los
orificios por los que la materia ha de trasladarse, así será la naturaleza de
los entes llamados a ser integrados. Y el tamiz español resulta, como no puede
ser de otro modo, muy propio, tanto,
que ni sus resultados ni por supuesto los ingredientes que de cara al mismo han
de proferirse, son de manera alguna reconocibles por el resto de integrantes,
en este caso el resto de países y sus autores.
Porque no es el Romanticismo Español medio, sino que es fin
en sí mismo. No puede por ende ser resultado, lo que supondría reducir su
esencia a algo compatible con un error, con lo que transita por el organismo
tras la deglución de algo que si bien ha sido satisfactorio, no parece
destinado a dejar poso, a redundar en recuerdo. Mas bien al contrario, la suma
de todos esos condicionantes que en términos objetivos y a la sazón científicos
tratan de minimizar el impacto del Romanticismo Español haciendo de su corta
duración y de su escaso impacto (pues si bien es cierto que fue rápidamente
desbordado, y no menos cierto que escaso ha de ser por ello el catálogo de
obras en las que se prodigó), tales afirmaciones no vienen sino a constatar la
intensidad del impacto con el que golpeó la
convergencia de todas esas líneas llamadas a consolidar el crédito de una
sociedad, por medio de la definición de
una ruta que mediante el acomodo de los pensamientos, mediante la definición de
estrategias a posteriori, convergen en el empecinamiento de determinar no ya
sólo lo propio del terreno delimitado para el pensar, sino que se creen
competentes para decirnos qué y cómo sentir.
Porque tal es sin duda la disposición de una obra que por sí
sola se basta y se sobra para encumbrar a un hombre no como autor, sino como
parangón de todo un momento histórico. El Tenorio está escrito para hacer
sentir, mientras que las obras escritas no ya en su tiempo, sino en su momento,
lo están para hacer pensar.
Está escrita en consonancia temporal con obras que darían
auge a pensamientos antropológicos, está escrito a la sombra aunque al margen,
de obras destinadas a inferir en constructos
llamados a construir hombres cuyo éxito
se cifra en consonancia con lo objetivo, mientras que su persecución, si es
que alguna hubo, se describe desde parámetros emotivos, sensacionales, y por
ello netamente subjetivos.
Es por ello D. Juan, una obra para cuya valoración no hace
falta escatimar en elogios, pues más que brillante resulta sublime; más que
adecuada podemos decir que es inmortal.
Por eso prefiero La
Moraga, comer chocolate con picatostes y por qué no, acordarme de la cinta
que la prima pierde en el monte de las
ánimas, que dudar entre truco o
trato…
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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