Inmersos como estamos en los tiempos de la procrastinación,
muestra ello no tanto de holgazanería como sí más bien de mera y cumplida
somnolencia, es que no tanto por justicia, que sí más bien en aras de impedir
que la por ahora injustificable acusación de abulia sí acabe por tornarse
provechosa al mutar en abulia, que habremos de considerar aunque sin premura,
llegado el momento de dedicar siquiera un instante al que bien supondrá enésimo
proceso destinado a separar la paja del
grano en torno no solo a los acontecimientos como sí más bien a las
consecuencias que fueron promovidas en torno al que desde entonces es
promocionado como Octubre Rojo”.
Si bien es cierto que el simbolismo a priori encerrado en
torno a la fenomenología propia de un centenario
tornaría por sí sola en suficiente la demanda de tal proceso; no obstante
haremos bien en señalar las especiales
circunstancias que sin duda redundan en nuestro presente, y que de disponer
de un instante para ser analizadas cuando proceda (o sea, cuando se disponga
del valor y la perspicacia suficiente), sin duda revertirían en nosotros la
certeza de permitirnos recabar toda una suerte de detalles para nada prosaicos,
y de cuyo sometimiento a consideración haríamos bien no tanto en cuidarnos, que
sí por el contrario de tomar en seria consideración la advertencia que de los
mismos cabe extrapolarse. Y todo porque una vez más ha de ser tenida en cuenta
no como afrenta que sí como advertencia la tantas y tantas veces certera expresión
manejada por la historia, la cual redunda en certificar que la ausencia de
perspectiva propia del que forma parte de los acontecimientos, le hace víctima
de la incapacidad para acceder a éstos de manera rauda, o en todo caso
consecuente.
En mentecato, cuando no en burdo propagador de rumores
merecería ser tornado, si de mis palabras (o incluso de mis silencios) cupiera
ser llegada por métodos certeros a conclusiones cercanas al proceder de inducir
a pensar que son nuestros tiempos proclives a la consideración de tornarse
comparables a los que describieron después la época a la que hoy proponemos
aproximarnos. Sin embargo no es menos
cierto traer a consideración una vez más, y no por ello con desgana, la certeza
también en múltiples ocasiones contrastada, en base a la cual el exceso de
confianza motivado en la constatación de hechos elevados a ciertos por rutina,
cuando no por venir tomados de la consideración de lo que por bien es tenido; guarda a menudo la llave de desmanes,
que en desastres bien podrían acabar por tornarse.
Hechas pues las aclaraciones de rigor en forma en este caso
de salvedades ligadas a la necesidad no tanto de diferenciar los hechos y
menesteres propios de entonces respecto de los de ahora, que sí más bien de
definir a unos y a otros respectivamente clamando para ello no a los
subterfugios de la interpretación, como sí más bien a la certeza promulgada
desde los hechos contrastados; cabe decirse que el único acontecimiento
destinado a inculcar una suerte de conexión entre el pasado que identificamos
en 1917 y el presente propio de nuestro instante, no puede ser sino un
acontecimiento de corte subjetivo esto es, una consideración promulgada
consciente o inconscientemente, llamada a calar
hondo en la forma de pensar del común
y que entonces como ahora, procede de la falsa interpretación que las fuerzas de poder llevaron a cabo a la hora de inducir entre sus gobernados
una falsa seguridad que si bien en un primer momento estaba destinada a
subyugar toda capacidad de análisis de los hechos que sin duda habrían de tener
lugar; acabó volviéndose contra los que tal proceder habían inducido al
narcotizar al pueblo hasta unos extremos que anularon toda capacidad por parte
de éste para llevar a cabo un análisis progresivo del que bien podría haber
derivado una respuesta no sabemos si más o menos correcta, pero en cualquier
caso más moderada, o en todo caso más acorde a los tiempos.
Porque una vez superada la consideración objetiva que podría
devengarse de esperar que el presente resultara en otro relato más o menos
objetivo que a modo de crónica pretendiera refrendar los periplos en los que se
tornó el proceder del Octubre Rojo, lo
cierto es que la voluntad que rige nuestro menester de hoy pasa por redundar
más en la búsqueda de los patrones que de una u otra manera pueden
identificarse en la Psicología Social de un pueblo que en el momento en el
que los acontecimientos tuvieron lugar llevaba más de trescientos años
subyugado (si aceptamos la llagada al poder de los Romanov como símbolo de tal
dominación).
Supone la mención de esos trescientos años, mucho más que
una consideración con forma o función meramente representativa. Más bien, o
habría que decir al contrario, viene a poner de relevancia la enésima situación
tantas y tantas veces renovada y por la cual afirmamos que en historia poca o
ninguna son las realidades que con una determinada magnitud deben al proceder
de un único instante ni la causa ni por supuesto la consecuencia que con
posterioridad habrá de serle atribuida. Y en este caso trescientos años,
siquiera tomados en consideración solo por sus efectos en tanto que
cronológicos, bien pueden ser suficientes para tomarse en serio la necesidad de
un cambio.
Tomar siquiera en consideración la magnitud del hecho que ha
de suponérsele a dotar de una vigencia de tres siglos a todo lo que rodea al
concepto de dinastía, nos somete a
una suerte de consideraciones que desde nuestra forma de pensar bien haríamos
en tomar por una obligación del todo inaceptable. El cúmulo de consideraciones
que la misión lleva aparejada no escapa a nuestro control tan solo por lo
desmesurado del catálogo que conforman los factores que por objetivos resultan
cuantificables. El verdadero problema se pone de manifiesto en su desmesurado
esplendor una vez iniciamos el proceso destinado a tratar de recabar el
inventario de nociones, sensaciones, sentimientos y por supuesto convicciones
llamados todos ellos a llenar el alma de los destinados a promulgar lo que se tuvo por bueno, honesto y cuando menos
adecuado, en un devenir que se prolongó nada más y nada menos que durante
trescientos años.
Porque si bien las consideraciones hechas hasta el momento
pueden en general ser atribuidas a muchas de las otras dinastías llamadas a
monopolizar las acciones de estado que
por toda Europa habrían de darse desde el siglo XVIII, extendiéndose no más
allá del XIX; no es menos cierto que ninguna contaba con premisas destinadas a
tornar en casi excéntricas las formas que acabarían por tornarse en
imprescindibles para entender la forma de gobierno que era indispensable y que
va de la Rusia de 1713 a
la URSS de 1922.
Haciendo especial hincapié en la variable poblacional, ya
sea atendiendo a la variable mesurable (que resulta impactante por su gran
número), o a la parte más subjetiva (que se traduce en las nociones destinadas
a hacer reconocible a un pueblo a partir de las nociones de pertenencia a una
comunidad que le han sido en este caso inculcadas a cada individuo), lo cierto
es que las mismas han de suponer por sí solas motivo más que suficiente para
anticipar en ellas la causa fundamental a la hora de llevar a cabo una
descripción certera del motivo por el que la Revolución Rusa no
solo triunfó, sino que lo hizo de la forma que lo hizo.
Si unimos al hecho
dinástico propiamente dicho, la constatación de un hecho como es lo
prolongado del mismo, con facilidad habremos de extraer una serie de
conclusiones llamadas a perseverar en la certeza de que sólo la represión en
sus más diversos términos y manifestaciones, unida a una voluntaria regresión
en los cauces de gobierno serán los métodos necesarios cuando no
imprescindibles para conseguir tan solo la preservación de la propia dinastía.
Sin embargo tal proceder trae aparejadas una serie de
consecuencias destructivas por corrosión del tejido social, como resulta de la
progresiva corrosión de las estructuras llamadas a tornar en soportable el
sentimiento de pertenencia a un todo. Como resulta evidente una vez tenida en
cuenta la condición de superestructura que cabe serle atribuida a la forma que
estamos analizando, la única forma que tiene de encontrar un parangón válido
procede de buscar en las formas adoptadas por los pueblos extranjeros más o
menos cercanos la evolución de las variables llamadas a su vez a definir la
evolución de éstos. ¡Y los resultados desde luego que eran más que
desalentadores!
No caeremos en la trampa de juzgar el pasado con el
conocimiento del pasado. Pero es evidente que sea como fuere los procedimientos
esgrimidos por los Romanov para controlar Rusia son del todo parecer, un error
de consecuencias manifiestas.
No se trata ya de que Rusia pierda en la comparación que
pueda hacerse con cualquier país de su entorno. Se trata más bien de que por
forma de un proceder del todo incomprensible, los diferentes miembros de la
dinastía estuvieron de acuerdo uno tras otro en la certeza de que solo en la
voluntaria apuesta por el conservadurismo, se hallaría el éxito en forma de
supervivencia.
Y Rusia sobrevivió, a cambio de anquilosarse.
La Rusia de finales del XIX es la Rusia de la Edad Media. Factores
objetivos como los que pueden obtenerse de los datos propios de la economía,
así como otros más subjetivos descritos en este caso en las formas que la
relación del estado para con sus subordinados describen; así lo constatan. Rusia
no solo no es un estado moderno, sino que está orgulloso de ello. Y el paso al
siglo XX pondrá de manifiesto como es sabido con consecuencias dramáticas todas
y cada una de las contradicciones esgrimidas.
Porque la ficción que cada día se recreaba en las formas que
de despertar Rusia tenía cada mañana, resultaron viables con más o menos
retoques hasta que los truenos que anunciaron la llegada del siglo XX tornaron
el sueño en pesadilla.
Rusia chocó con el
siglo XX. Las masas que llegadas del campo procedentes de la supresión de la
ley de esclavos que de facto había mantenido en pie la economía rusa hasta bien
pasada la segunda mitad del XIX, pulularon hasta encontrar en las ciudades su
nuevo hábitat. Pero las ciudades rusas ni eran ni respondían a las necesidades
o formas de las ciudades de la Europa del XIX. Así, sus procesos de
reconversión no se llevaron a cabo conforme a los cánones esgrimidos por sus
homónimas europeas, de manera que en lugar de absorber con voracidad infinita la mano de obra que se les
prodigaba, no hicieron sino poner de manifiesto la incapacidad de la misma,
agudizando hasta límites ahora ya si insospechados la brecha que separaba al
ruso que habiendo podido ser en el campo, se tornaba ahora vulgar proletario en la ciudad.
De esta manera, más allá de consideraciones sesudas y en
todo caso respetables toda vez que dueñas de un montón de consideraciones cuya
valía resulta científicamente incontestable; el verdadero alimento de la
Revolución de Octubre es la frustración,
como lo ha sido en la práctica totalidad de ocasiones en las que el hombre ha
tenido el valor para hacer de su desgracia el alimento de su revalorización.
Pero como todos sabemos, ese no es un argumento sincero.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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