Contradictorios, sin duda, los términos por los cuales,
sobre todo en mitad del periplo en el que supuestamente nos encontramos
afincados; nos disponemos a refrendar nuevamente nuestro compromiso con la Historia;
compromiso que en consonancia con la conmemoración que nos toca, redunda
nuevamente en nuestra cita con los acontecimientos llamados de una u otra
manera a determinar los procederes ubicados en pos de comprender la Revolución
del 17.
No obstante no será necesaria una reflexión muy profunda,
para constatar hasta qué punto tales consideraciones no son sino fruto, de un
proceder interpretativo, y por ende subjetivo. No seré yo quien discuta tal
proceder, pues de loco cabría ser tachado si refrendo tal aseveración, a la par
que me dejo llevar de nuevo por la tentación que aflora en la obra de otros por
mí idolatrados, toda la cual se resume en la máxima tantas y tantas veces
citado… la llamada a rezar “algo así
como”: “mi visión sólo puede ser subjetiva, pues yo soy en última instancia un
sujeto. Si Dios me hubiese querido objetivo, me habría dado forma de objeto”.
Todo lo dicho hasta el momento, y hasta lo no dicho; y
especialmente lo que tanto lo uno como lo otro hayan podido llegar a promover
en quien al otro lado de esta conversación se encuentre; se justifica en una
necesidad a estas alturas casi irrefrenable de dejar constancia de algo que si
bien puede parecer una obviedad, que si bien está llamado a perecer en la
hoguera en la que se consumen todos los silencios amparados en el hermetismo
ligado al hecho de guardar silencio ante
una circunstancia sencillamente porque el sentido de la misma ha sido dado por
sentado, cuando no asumido por la mayoría, la cual gracias a condicionantes
como el descrito redunda su proceso hacia la involución, degenerando pues en
horda; nos lleva a plantear bajo términos formales, en algo así como una protocolaria cuestión de orden, algo
que inexorablemente nunca debió dejar de estar presente en los pensamientos de
todos aquellos llamados a implementar lo que la Historia nos regala: Que todos
y cada uno de los acontecimientos llamados a componer con su orden el coherente
tejido de la disposición histórica, no están sino vinculados, de una u otra
manera, en última instancia, a la acción de personas.
Lo dicho bien puede parecer una sandez, sobre todo cuando se
examina desde el punto de vista contextual aportado por la predisposición
evidente que procede de sabernos dentro de la aproximación a la fenomenología
llamada a conformar el condicionante de los acontecimientos de la Rusia de
1917. Mas tal vez por ello alcanza en la paradoja su máximo sentido.
Y no es sino por lo paradójico de la aproximación que hoy
hemos elegido, que la misma guarda una relación casi de exclusividad para con
el compositor elegido hoy para consolidar la aproximación al tema.
Amparados como siempre en nuestra tesis de que la relación
entre los hechos históricos y los cronistas destinados a erigir con sus obras
panegíricos de las mismas, ha de fluir de manera inexorable (de lo que semana
tras semana damos cumplida cuenta al mostrar ejemplos de tales afirmaciones) la
mayoría de los cuales acuden a nosotros con
la debida docilidad, de manera
absolutamente natural; no es sino el reforzamiento de tales tesis a partir del
conocido aforismo por el cual la
excepción no hace sino confirmar la regla; que nuestro protagonista de hoy,
Serguéi PROKOFIEV, tenía desde un primer momento todos los puntos para consolidarse como nuestro protagonista una
vez hemos declarado ya formalmente
nuestro propósito no tanto de llevar a cabo el enésimo análisis de los
acontecimientos llamados a cristalizar en 1917, como sí más bien a entender la
relación de éstos, y de cuantas derivadas posteriores seamos capaces de
identificar, en el seno de la nueva realidad que en forma de siglo XX estuvieron llamados a
consolidar.
Por eso la vida y la obra de PROKÓFIEV no es ya que se presta a tal consideración, es que se
erige en un ejemplo tan magistral, que parece coreografiado, construido dentro
de alguna de sus obras.
Nace PROKÓFIEV en abril de 1891 en el seno de una familia
acomodada (al menos en lo que concierne al aspecto económico). De su madre
heredará el gusto musical, a la vez que su talento bien podría ser inducido, pues ella pasaba literalmente las horas muertas tocando el piano en un
proceder que se extendió como es obvio más allá del periodo que duró el
embarazo.
De su padre, por el contrario, heredará las formas netamente
pragmáticas, esa destinadas por un lado a comprender primero y definir después
la tesitura de un comportamiento en el que el
procedimiento, ya sea como acción motivadora, o como respuesta, constituyen
la esencia de la vida, ya sea en el desarrollo de actos sublimes (destinados a
iluminar el mundo de hadas y duendes que siempre se hallaron presentes en su
mente), o de otros menos rutilantes, como los destinados a reducir la vida a la
emoción de la supervivencia.
Sea como fuere, la consideración de tales actos primero, y
su profesión por medio de la elevación al grado de tesis de los mismos,
servirán en última instancia para salvar a un PROKÓFIEV que de otro modo, y tal
vez con peor suerte, se hubiera visto obligado a lidiar con las realidades, y
con las consecuencias que de las mismas se derivaron.
Realidades atroces o no, pero que se tradujeron con la
inexorabilidad que en estos periodos resulta inevitable en la destrucción de
los sueños en unos casos y de las realidades e otros de unos compositores que
desde la faceta de personas que anteriormente hemos aducido, intentaban plasmar
su visión del mundo. Visiones constructivas en unos casos, apologéticas en
otros, pero que a través del especialmente duro filtro que el régimen soviético
instauró, se tradujeron en las conocidas purgas que como consecuencia vaciaron el hasta el momento fecundo
semillero cultural ruso.
Purgas a las que nuestro protagonista escapó. Y lo hizo del todo. Así, al contrario de lo que
cabría esperar, nunca formó parte de la camarilla destinada a formalizar el
colchón teórico desde el que el régimen amparaba sus barrabasadas. Tampoco hizo
nada ni fue capaz de merecer, el odio que las mismas promovían contra todos los
que no jugaban un papel activo en tal despliegue.
PROKÓFIEV fue, a lo sumo, ignorado. La clave, es evidente.
Su lectura e interpretación del momento histórico que estaba llamado a vivir,
le llevó a ser tenido por un compositor anticuado en el extranjero, y demasiado
adelantado en su tierra.
Tales consideraciones tienen como traducción la adopción de
medidas vitales que si bien nunca tendrán como consecuencia la renuncia a sus
raíces, si verán una suerte de satisfacción en lo que concierne a su
predilección por lo que el extranjero, en especial Europa, puede ofrecerle.
Será así pues París la ciudad elegida en lo que atañe a la obtención de las
máximas satisfacciones, ya procedan éstas o no de la consecución musical, lo
que convertirá en especial, intense y duradera la relación del autor con la
ciudad.
En cualquier caso, PROKÓFIEV no renegará de Rusia. Más bien
al contrario, articulará la relación entre ambos poniendo en práctica la
enésima versión de ese proceder ya descrito y por el cual el nacionalismo ni es, ni deja de ser, toda vez que del
mismo nada imprescindible se puede sacar.
Resultará así pues no solo coherente, sino a la postre
inevitable, una forma de vida viajera que le llevará finalmente a Estados
Unidos. El país en principio llamado a coronar sus sueños (fundados en este
caso en se deseo de ser reconocido como compositor), le traiciona al
empecinarse en ver sólo facetas aisladas, tales como su condición de brillante
intérprete al piano. Abandona finalmente sus expectativas en el país, y retorna
a su patria.
Será entonces cuando la ya URRS le recibe con los brazo abiertos. La que
siempre consideró su ciudad, ahora ya Leningrado, confundirá al compositor en
la medida en que los conceptos de uno y de uno resultan incompatibles. Así, al
igual que en París su obra Romeo y Julieta no pudo abordarse porque como decían
algunos “SHAKESPEARE se removería en su tumba”, los conceptos ahora demasiado
progresista de un PROKÓFIEV en Rusia se materializan por ejemplo en la
incapacidad para definir la condición de
proletariado que el régimen requiere para el contexto general. Un contexto
que se describe en lo paradójico que resulta ver cómo el por entonces Teatro
Conservatorio Estatal, había sido antes El Bolsoi.
Ya nada pues, tiene remedio. El desencadenamiento de la II Guerra Mundial
torna prolífica su creación, más ésta no sirve de nada pues si bien logra
dedicarse a su mayor sueño, la composición de óperas, las mismas tienen un
desencadenante patrio que dentro de la concepción vital del autor, se vuelven
artificiales.
Sufrirá un accidente cerebro vascular del que no se
repondrá, y morirá el mismo día que Stalin. Ya sabéis, el 5 de marzo de 1953.
Como en tantos otros casos, solo el paso del tiempo hará por
el reconocimiento de una biografía y de una obra, dignas en ambos casos de ser
comprendidas.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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