Si de obligado puede
considerarse el hecho de cifrar hoy
nuestro interés en una figura como la de La Santa de Ávila; más propio de ingenuos, o en el peor de los casos de otras consideraciones habrían de ser
justamente por bien tenidos, el no hacerlo.
Porque es bien cierto, y como tal ha de ser tenido en
cuenta, que si bien nuestro país parece estar sembrado de grandes hombres y de
no menos nobles mujeres; como de muy complicada cabe ser tenida la labor de recolecta si no de todo si de la mayor
parte, de lo que por éstos fue previamente sembrado. Siembra sin duda útil, la
cual y para mayor gracia de esa tierra ha de tener en la fertilidad de la misma
gran parte del motivo que lleva a considerar justamente como de especial el
fruto del mismo recolectado; pero llamado no obstante a ser merecedor de una
conducta específica cuando tal y como hemos mentado (y la experiencia de razón
nos carga), tan complicado de reconocer, para propios que no para extraños, resulta
el aprovechamiento de lo que ya sea por fuerzas de unos, o por fueros de otros,
no es sino que regalado para los que hoy vivimos, en tanto que leemos,
escribimos, en definitiva, que respiramos.
Aduce pues el tiempo especial
consideración, para hacerse notorio a la par que patente en el expolio del
presente que a la fuerza ha de condurarse en el hecho de reconocer en el pasado
no ya la mesura de lo llamado a ser tenido como de digno, cuando sí más bien de
lo específico a la hora de poner de manifiesto lo que en comparación para con
los usos de lo moralmente correcto están
llamados a denotar en la desidia que puesta a denotar la apariencia en la que
cada cual se ampare, no acabe sino por constatar de manera si no justa, sí
cuando menos evidente, los fallos y faltas de cada uno.
Porque siendo tan diferente el presente de lo que el mero
transcurrir nos lleva a connotar como de pasado; lo único cierto es que no será
sino la labor, para nada lisonja, de identificar primero y persuadir después,
los procedimientos llamados a ser tenidos por desgraciados, lo que dignifica no
tanto a una época, que si más bien a los que por medio de su buen hacer fueron
capaces de engrandecerse a sí mismos, haciendo en realidad mejor lo tiempos que
habrían de venir.
Se trata pues de una acción de humildad, que se torna en
generosa cada vez que la certeza redunda en hechos tales como el de constatar
que dada la magnitud del hecho relevante, pocas por no decir ninguna son las
posibilidades de que los logros del ente activo vean no ya recompensa, sino que
ésta haya de prevalecer en el tiempo y la forma suficiente como para resultar
coherente al que por cuya gracia el
hecho ha sido promovido.
Adquiere entonces el ya de por si noble gesto de la humildad una proyección nueva que no
está destinada sino a restaurar el valor de los entes que en su momento ya
formaron parte del presagio. La caridad, elemento
patente a la par que intrínseco, recupera entonces el espacio y con él la
noción desde la que siempre fue promulgado; erigiéndose con ello en respaldo de
los llamados unas veces a resurgir, otras a ser innovados, destinados a hallar
la uniformidad de su linaje en el
sumatorio de certezas destinado no tanto a persuadir a los hombres de su error,
como sí más bien a empecinarlos en la
necesidad de que más que restaurar, lo que este mundo empieza a necesitar es
una acción integral.
Para aquellos que de verdad se hallen dispuestos a dar por
sentado que el motivo que nos ha llevado hoy a considerar oportuno dirigir
nuestra mirada sobre la figura de la
Santa de Ávila se encuentra en consonancia con el sonoro efecto que sin
duda está llamado a lograr el que la fecha llamada a reforzar tal hecho caiga en domingo (lo que a su vez se
traduce en los consabidos logros que bajo el título de Jubileo las estructuras dignatarias
del Cristianismo se ofrecen a regalar
de manera inconmensurable entre sus fieles), no tornaría sino de inocente a
la par que superficial el motivo destinado en última instancia a dotar de la
fuerza requerida al hecho llamado a ser digno de ser en este caso traído a
colación.
Porque es en lo consiguiente al propio tiempo, o para ser más exhaustivo cabria decirse que en
lo propio de la interpretación que de éste y de su tránsito se hace; donde
encontramos las mayores desinencias en lo atinente a reforzar entre otras las
falsas tesis que se conforman en el desasosegante proceso llamado a tornar en necesarios elementos o matices de una
realidad conformada en la mayoría de las ocasiones por contingencias. La causa, como no puede ser de otro modo se hace evidente y acaba por mostrarse
ante nosotros cuando aplicamos el quehacer de la variable indefinida, la de la
interpretación que se deriva de la condición de subjetividad que
inexorablemente hace presa en la realidad cada vez que ésta es pasada por el
tamiz de la persona sobre la que inexorablemente habrán de redundar los efectos
y las causas.
Pero… ¿Acaso ha de significar tal cosa, que en la aceptación
silenciosa de lo que haya de venir, puede
el Hombre encontrar la justicia, o lo
que según otros vestigios bien podría ser tenido por la configuración de la conducta llamada a consolidarse como “virtuosa”?
Obviamente, no. Y si a tal extremo se conduce la interpretación de lo
promocionado por nuestras palabras, sin duda que de tal habrá de devengarse la
certeza de que en algo erróneo hemos incurrido a la hora de trazar la senda
llamada a contenerlas.
Porque no es pecado, que sí más bien virtud, la conducta
destinada a diferenciar de entre todos al virtuoso, cuando se muestra éste
capaz no solo de distinguir de entre las llamadas a conformar el rebaño, a la
oveja propensa al descarrío; tornando la conducta de ésta no solo proclive, que
sí incluso recta y a la sazón virtuosa.
Es entonces que la grandeza de hombres y mujeres como Santa
Teresa de Jesús más que presagiarse se constata en una acción tan valiosa ahora
como entonces, toda vez que si en algo se parecen sus tiempos a los nuestros no
ha de ser sino en el reconocimiento de lo fecundo que para el nacimiento de la
mala hierba unos y otros parecen mostrarse.
Tiempos caóticos, llamados a enfrentar al hombre contra el
hombre, haciendo bueno por medio de tales lo llamado a ser presagiado por el
que ya alertó de la disidencia: Parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13,
24-30).
Tiempos en definitiva caóticos. ¿Y cuán mayor triunfo puede
serle otorgado al caos, que el que pasa por sembrar tal grado de confusión, que
impide al hombre distinguirse con el uso de lo que es llamado a ser tenido como
propio?
Porque no es sino en la identificación primero, y en la
extirpación después, de lo llamado a reforzar semejante caos, donde reside en
última instancia la misión del que aspira a ser tenido por un hombre justo.
Y ahí fue precisamente donde con mayor fuerza brilló la
destinada hoy a ser tenida en cuenta por medio de nuestras reflexiones.
Se infiltró Teresa, primero De Ahumada, después ya como Santa
Teresa de Jesús; en medio no ya de los campos, que sí más bien de las
hordas. Identificó no tanto a los lobos como sí más bien a los que tornados en
piel de corderos, muestran después su verdadera condición, causando gran
destrucción en el rebaño.
Se enfrentó con la sencillez que perdura en la rectitud, con
todos aquellos que de manera mórbida unas veces, y meramente servil en otras,
habían tornado en irreconocible lo que en principio estaba llamado a erogarse
como el refugio al cual habrían de acudir en pos de justicia los que por uno u
otro motivo estaban destinados a ser tenidos por los parias de la tierra.
Puso así Teresa sus ojos sobre lo que por entonces (y no en
menor medida ahora), ponía de manifiesto el hecho llamado a constatar que no
está La Iglesia sino formada por
hombres, hecho que se torna en relevante cada vez que de una más o menos sostenida observación, son
puestos de relevancia los casos de corrupción que si ya de por sí son
repugnantes cuando se erigen en contraposición a lo justo que habría de ser
todo proceder humano; de blasfemos se tachan cuando aparecen en consonancia con
hechos procedentes de la acción de la Iglesia.
Y Teresa reaccionó. Tuvo sin duda primero el presagio, que
se tornaría después en certeza, de que su obligación pasaba inexorablemente por
poner de manifiesto y luego actuar, primero sobre las conductas y luego sobre
los agentes, que parecían empecinados en hacer tambalear las estructuras de eso
sobre lo que ella apoyaba todas sus esperanzas.
Pero si algo caracteriza al siglo XVI, es la ineludible
telaraña que urdida entre religión y política, entre Iglesia y Estado, tiende a
mezclar los condicionantes de unos y de otros hasta confluir en una maraña
prácticamente homogénea, en la que los componentes de una son indistinguibles
de la otra.
Se traducirá esto en algo llamado a ser la doble amenaza desde la que las
dos formas de una misma fuerza se lancen con inusitada violencia contra
quien desde muy joven tuvo claro cuál era su función.
Se enfrentó así Teresa de Jesús a Dios y al Rey. El cielo y
la tierra se conjugaron en la forma destinada a hacer coherente tan
desasosegante unión, de la cual nosotros fuimos especiales artífices al hallar
en El Santo Tribunal de la Inquisición la
que probablemente haya sido la mejor forma que tales fuerzas han encontrado
nunca a la hora de manifestar coherencia en su unión.
Será así pues Santa Teresa de Jesús provista de sufrimientos
terrenales, inducidos por causas celestiales. ¿Quién podría no sucumbir ante
tales aflicciones?
De la obra, o más concretamente de los efectos que la misma
sigue deparando en el tiempo llamado a dar forma a nuestro presente bien puede
hallarse la
respuesta. Hagamos entonces nosotros todo lo que esté en
nuestra mano con el fin de que nada de lo destinado a consolidar tan magnífico
logro, pueda siquiera ser tenido por olvidado, insuficiente, o en el peor de
los casos inútil; pues de no perseverar en tamaña acción, estaríamos una vez
más dando pie a los que en indignos de nuestro pasado nos tachan por medio de
las crónicas que sobre nuestro presente vierten.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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