Arrollados una vez más por una realidad cuya inherente idea
de perpetuación choca de plano con el inefable éxito de la teoría según la cual
el éxito de todo está inexorablemente
vinculado al tiempo que lleva su consecución; lo cierto es que no tanto el
éxito como sí más bien la consideración que el concepto de instante nos merece,
requiere de una consideración tal y como se desprende del indiscutible hecho
por el cual la magnitud de la realidad que nos ha tocado vivir resulta si bien
no apreciable, sí tal vez comprensible en la medida precisamente en la que lo
aparatoso de un hecho supera en consecuencias a lo que el mismo traía imbricado
una vez que fue pergeñado.
Habilitada tal suerte de consideraciones si no a los hechos
sí al menos a las circunstancias que los mismos pueden llegar a promulgar, lo
cierto es que uno de los paradigmas llamados a consolidar una descripción
coherente y que a ser posible haga plausible la comprensión de la actualidad,
pasa inevitablemente por la aceptación de que el valor de los instantáneo,
somatizado si se quiere en la manera en la que la realidad cambia la forma de
entender en cada caso la promulgación de la tesis de la causalidad redunda en este caso en ver hasta qué punto
episodios circunstanciales o en todo caso importantes tan solo por formar parte
del catálogo presentado por la
actualidad, pueden adoptar cierto aire de preponderancia al respecto de
afectar a consideraciones y cuestiones que, por otro lado, bien habrían de
llevar planificada o cuando menos consideradas, desde hace mucho tiempo.
De esta manera, ubicados ya en los albores de un mes de
octubre llamado de una u otra manera a ceder su propia esencia en aras de la
constatación de los personajes, sus obras, y las consecuciones que por acción
de lo uno o de lo otro, acontecieron en ese otro octubre del que se conmemoran
ahora cien años; no hace sino generar una suerte de contradicción, una forma de
desasosiego, las cuales eran del todo impensables hace ahora algo menos de un
año, cuando a principios de 2017 nada ni nadie hacía en realidad presagiar que
un grado de crispación como el que nos embarga fuera capaz de impregnarlo todo
hasta el punto de hacerse explícito no ya en cada palabra que se pronuncia,
sino más bien incluso en el espacio metafísico que cada silencio explicita a la
hora de no refrendar alfo por medio de la opinión que se supone ha de ser
dicha, que se espera sea pronunciada.
Palabras, silencios, opiniones…Múltiples son los ejemplos a
lo largo de la Historia llamados a demostrar hasta qué punto así han comenzado
algunos de los destinados a ser los periplos más oscuros que el Hombre es capaz
de recordar.
Y en todos ellos, la contradicción.
Contradicciones en unos casos aparentes, como la que se da
cuando según algunos no tiene sentido
que, como en el caso de Dimitri Shostakóvich, un niño que lo tiene todo se
muestre tan feliz por el triunfo del alzamiento contra el Zar. Contradicciones
reales e indiscutibles, como las que se dan cuando en enero de 1936 la falta de
aprobación de una obra, manifestada primero mediante la ausencia de aplauso, y
reforzada después mediante la publicación de una crítica feroz en el Diario
Pravda, puedan someter a un hombre a una presión que se traduzca en la
consideración formal del suicidio como única vía.
Tiempos feroces son, sin duda, los destinados a contener la
vida y obra de uno de los llamados a ser, sin duda, grandes protagonistas del
pasado Siglo XX. No se trata en este caso de una frase hecha, no supone en
absoluto, una exageración, pues si en sí misma la vida de Dimitri Shostakóvich
se convierte en una pieza imprescindible si se desea comprender el espectro de
desarrollo del ya superado siglo, su obra, o más concretamente lo que ésta
significa dentro del desaforado caos en el que para entonces se ha tornado la cultura de la Rusia post-revolucionaria resulta
inherentemente imprescindible. Con todas las connotaciones de aplicación
posterior que resultan de obligado cumplimiento una vez llevamos a cabo las
traslaciones destinadas a conmemorar el efecto por el que la cultura, y m muy
especialmente la música, se erigen en el patrón más eficaz al emprender la
inconmensurable labor de hacer comprensible al Hombre para el propio Hombre,
máxime cuando las diferencias que el tiempo imprime entre ellos amenazan con
elevar un muro tan alto, que hace imposible tal acción para cualquier otra
disciplina.
Por eso, y sin el menor ánimo de infundir una tesitura que a
cambio de aportar sosiego, compre éste a cambio de superficialidad;
consideramos ya llegado el momento de expresar el argumento llamado a tornar en
casi evidente la suerte de expresiones aparentemente incoherentes en las que
parece, se ha tornado nuestra actual reflexión. “Stalin murió el 5 de marzo de 1953” .
Se trata, efectivamente, de un hecho. Constatable por su
propia naturaleza, ajeno a la desazón que imprime el marco de lo opinable; no
es sino la comprensión de tales lo que vuelve en apariencia absurda la
necesidad de constatarlo, y más concretamente de hacerlo creyendo que con ello
aportamos algo a nuestro aquí, y a nuestro ahora.
Sin embargo ha de bastar un instante de reflexión para
comprender que la importancia del hecho alcanza un grado de premisa vital tal y
como redunda del hecho por el cual no hay ni un solo escrito de importancia, ni
una sola reflexión de importancia vital que estando referida de una u otra
manera a iluminar la figura de Shostakóvich, no haga específica mención, en
algunos casos incluso con caracteres resaltados, al hecho que en sí mismo se
refrenda en la muerte del que fuera no ya figura insigne del proceso ruso, que
sí más bien hombre imprescindible a la hora de tratar de explicar los avatares
del Siglo XX.
Stalin no existe, existe la Revolución. De esta
manera, no hay circunstancia ni persona capaz de relacionarse con Stalin si no
es precisamente a través de los vínculos que esa persona o esa circunstancia
generen en él.
Esperar de tales consideraciones un marco mínimamente
científico esto es, un marco al cual referirse de manera más o menos monótona
en tanto que predecible resulta del todo imposible toda vez que el elevado
grado de subjetividad que implementa la situación torna en improductivo
cualquier intento de generalización.
Será esa falta de generalización la que se traduzca en la
imposibilidad de construir una forma de rigor a la cual atribuir una suerte de
predicción destinada a estipular con un mínimo de precisión que será tenido por
correcto, y qué por incorrecto, a la hora de desarrollar en este caso una obra
musical que resulte si no capaz en lo concerniente a refrendar los deseos del oído revolucionario, si capaz de hacerlo
a la ora de enfrentarse al que es oído de
la Revolución.
Desde esta perspectiva, resulta no solo comprensible sino
casi asumible como inevitable, el hecho por el cual la vida de nuestro
protagonista se tornara manifiestamente en una pesadilla en la medida en la que
su supervivencia como compositor iba inexorablemente ligada al efecto que cada
una de sus obras causara en el oído del líder.
Es así pues fácilmente comprensible cómo el compositor
pasaba, en cuestión de pocas decenas de meses, de ser idolatrado por el público
(como ocurrió con su Primera Sinfonía, a la sazón su trabajo de fin de carrera
en el Conservatorio de San Petersburgo), a ser denostado como muestra el hecho
de que para poder estrenar su Cuarta hubieran de transcurrir la friolera de 30
años.
Y en medio de todo eso, un devenir con forma de huracán
destinado a erigirse en contenedor de una genialidad sublime y pertinaz que se
muestra en latigazos tales como el
pasar de la composición de una Tercera Sinfonía grandilocuente, a ganar un
concurso de lo que hoy llamaríamos Música
Ligera organizado en la ciudad que en ese momento se llama Leningrado, con
el propósito de tornar en seria ese
estilo de música excesivamente popular que amenaza las estructuras musicales
precedentes. Por cierto, se referían al Jazz.
Y Shostakóvich lo gana. Y no contento con eso lo hace con
una composición formada por tres movimientos, el último de los cuales es,
¡agárrense!...¡un foxtrot.
Aunque si nos detenemos un segundo, la situación gana no
solo en prestancia, sino más bien en elegancia pues quién mejor que el que se
ha visto obligado a vivir en la permanente ambigüedad para sobrevivir, será
ahora el más adecuado para canalizar los nuevos impulsos, los destinados a
tornar en comprensibles para los nuevos ciudadanos el ímpetu de una nueva
realidad que llama impetuosa a la puerta.
Por eso, la música de Shostakóvich se muestra como el mejor
puente que podemos tender a la hora de comunicar Oriente con Occidente, o para
ser más exactos, la naturalidad que trasciende toda la obra del compositor ruso
(nótese que no hemos dicho soviético) se convierte en el catalizador
imprescindible destinado a volver inteligible una relación que durante décadas
había amenazado con manifestar ahora ya sí con tintes de inexorabilidad la
tradicional separación que Rusia cultivó siempre, respecto del resto del mundo.
Pero la música de Shostakóvich es en ese sentido genial. Y
lo es porque sin dejar de ser comprensible para Rusia, convierte a Rusia en
comprensible para quien desde el resto del mundo tenga la valentía de tomarse
unos minutos dedicándoselos a comprender a Rusia.
Acabamos pues, tal y como hemos empezado: Poniendo de manifiesto
la falta de voluntad que hay para entenderse con el otro.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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